Más lejos aún, en el bosque de secoyas que se alzan a una altura vertiginosa, la oscuridad es total, tan densa que forma un espeso muro contra el cual se corre el peligro de golpearse con sólo avanzar un paso más. De repente, me vuelvo bruscamente. Detrás de mí, a través de la sombra de los árboles, penetra la minúscula luz de un farol, indistinta, como una parcela de conciencia poco clara, un recuerdo lejano difícil de recuperar. Es como si observara el lugar de donde vengo, desde un lugar indeterminado, sin que existiera camino; esta conciencia que no ha desaparecido todavía no hace sino flotar delante de mis ojos.
Levanto la mano para cerciorarme de que existo, pero no veo nada. Enciendo mi mechero y distingo mi brazo alzado, como si enarbolara una antorcha. Pero la llama se apaga enseguida, a pesar de la ausencia de viento. La oscuridad que me rodea se vuelve más densa aún, sin límite alguno. Incluso el estridor continuo del grillo ha enmudecido. Mis oídos están invadidos de oscuridad, una oscuridad primordial. Si el hombre ha adorado instintivamente el fuego no ha sido más que para vencer el miedo interior que sentía a las tinieblas.
Vuelvo a encender mi mechero. Su débil y trémulo resplandor se ve enseguida aniquilado por un viento siniestro, invisible. En esta oscuridad salvaje se apodera poco a poco de mí el terror, me hace perder confianza en mí mismo y la capacidad de orientación. Temo, si sigo todo derecho, caer en el abismo. Dubitativo, doy algunos pasos. En el bosque, una fila de débiles luces, como una empalizada, parpadea en dirección hacia mí y luego se apaga. Me doy cuenta de que estoy en medio de los árboles, fuera del sendero que debería estar a mi derecha. A tientas, trato de corregir mi dirección; he de volver a localizar ante todo la oscura roca del águila, escarpada y negruzca.
En la bruma rasante y brumosa como una humareda, en forma de cinta caída al suelo, resplandecen por momentos algunas luces. Termino por regresar bajo la roca del águila cuyo negro color me resulta oprimente. Descubro de súbito, entre sus dos alas desplegadas, un pecho grisáceo, con forma de anciana, con un gran manto echado sobre los hombros. Ella no tiene nada de benévola, con un aspecto más bien de tarasca. La cabeza gacha, un cuerpo enjuto. Bajo el manto, una mujer desnuda arrodillada. En su espalda, la marca de las vértebras resulta apenas visible. Con el rostro vuelto hacia este ser demoníaco, parece suplicar, las manos juntas, los codos muy separados del busto, desvelando su talle desnudo. Su rostro permanece indistinto, pero el contorno de su mejilla es gracioso y seductor.
Su larga mata de pelo cae sobre sus hombros y brazos, realzando su talle. Está arrodillada sobre sus talones, con la cabeza baja, es una muchacha. Aterrorizada, parece rezar, implorar. A veces, cambia de forma, pero al punto recobra su apariencia de joven, una mujer implorante, con las manos juntas. Basta con volverse para que ella se trueque de nuevo en una muchacha de líneas más bellas aún. La curva de su seno izquierdo aparece un instante, inaccesible.
Pasada la puerta del templo, la oscuridad se difumina por completo. Vuelvo a encontrar las luces macilentas de los faroles. Las últimas hojas de los ginkgos que se elevan desde el arroyo se han fundido con la noche. Únicamente las galerías y los voladizos iluminados son perfectamente reales.