– ¡Eh! ¡Eh!
Grito. No le he preguntado su nombre al hombre que me acompaña. No puedo sino dar alaridos, de manera histérica, como una bestia salvaje. Mis propios gritos me ponen los pelos de punta. Creía que en la montaña siempre había el eco. Incluso el eco más triste y más solitario sería preferible a este silencio aterrador. Aquí, el sonido se pierde en la atmósfera saturada de humedad y en la densa niebla. Entonces me doy cuenta de que ni tan siquiera conseguiré hacer oír mi voz y caigo en el más completo descorazonamiento.
En el cielo grisáceo se destaca la silueta singular de un árbol; está inclinado, su tronco está dividido en dos partes de igual tamaño que crecen juntas, sin ramas ni hojas. Completamente despojado, debe de estar muerto; se asemeja a un arpón gigantesco y monstruoso que señalara el cielo. Me dirijo hacia él. En realidad, está situado en el límite del bosque. Por debajo debe de encontrarse la garganta sombría, oculta por la niebla: así pues, es una dirección de lleva derecho a la muerte. Pero no puedo ya abandonar este árbol, mi único punto de referencia. Me esfuerzo por hacer acopio en mi memoria de los paisajes que he visto a lo largo de todo el camino. Primero debo encontrar unas imágenes fijas, como este árbol, y no meras impresiones fugitivas. Todo está presente en mi espíritu y trato de poner orden en él, a fin de utilizar estos recuerdos como puntos de referencia para el regreso. Pero mi memoria se muestra incapaz de ello y, como si fueran unos naipes borrados, cuanto más trato de ordenar estas imágenes, más confuso se vuelve su orden. Agotado, termino por dejarme caer sobre el húmedo musgo.
Así, he perdido el contacto con mi guía y me he extraviado en un bosque primitivo en la zona del punto geodésico de navegación aérea 12M, a más de tres mil metros de altitud. En primer lugar, no llevo conmigo este mapa geodésico. En segundo lugar, no tengo ninguna brújula. En mi bolsillo, no encuentro más que un puñado de caramelos que me diera el botánico que me ha abandonado. Me había aconsejado, para ir a la montaña, llevarme una bolsa de caramelos, para salir del mal paso si me extraviaba. Con las yemas de los dedos, cuento los caramelos en mi bolsillo: siete en total. No puedo hacer otra cosa que sentarme y esperar a que mi guía venga a buscarme.
Todos los relatos sobre personas que murieron extraviadas en la montaña, que me han contado estos últimos días, retornan a mi mente y me aterrorizan. Me siento atrapado en una trampa. En ese instante, me asemejo a un pez apresado en las redes del miedo, traspasado por un gigantesco arpón: se debate sin poder cambiar su destino, salvo por puro milagro. Pero, en mi vida, ¿acaso no he esperado siempre un milagro?