¿Acaso el Estado con todos los tesoros del pasado que han sido sacados ya a la luz se ha vuelvo más rico?, replico yo.
Él sacude la cabeza y dice que también ha pensado que si caía gravemente enfermo o moría en un accidente de coche, ya nadie estaría al corriente de ello.
Pues bien, transmite esos cuatro versos a tu hijo.
Ya lo ha pensado, pero ¿y si su hijo tomara un mal camino y vendiera los tesoros?
¿No puedes estar encima de él?
Mi hijo es aún pequeño, hay que dejar que primero haga sus estudios tranquilamente. Sólo faltaría que más tarde, debido a esta absurda historia, perdiera la razón como yo. Rechaza esta idea de forma rotunda.
Pues bien, déjales un poco de trabajo a los arqueólogos del futuro. ¿Qué más podía decir yo?
El reflexiona, se da una palmada en el muslo y declara: bueno, hagamos como tú dices. ¡Que se queden enterrados! Se levanta y se va.
Otro amigo ha venido a verme. Con su abrigo nuevo de lana de buena calidad, sus zapatos relucientes de piel negra finamente calados, se asemeja a un mando de visita en el extranjero.
Mientras se saca el abrigo, me explica con fuerte voz que ¡ha hecho fortuna dedicándose a los negocios! Este hombre de hoy no es ya el mismo de ayer. Debajo de su abrigo, luce un terno de impecable corte y en torno al cuello duro de su camisa lleva anudada una corbata de flores rojas. Se diría un representante de una sociedad instalada en el extranjero.
Le digo que no ha de temer pasar frío afuera, así ataviado.
¡Él me dice que no toma ya los autobuses atestados, sino que ha venido en taxi, que esta vez está alojado en el Hotel de Pekín! ¿No me crees? ¡En estos grandes hoteles sólo se permite hospedarse a los extranjeros! Agita un manojo de llaves adornado con una bola de cobre que lleva grabada una inscripción en inglés.
Le informo de que, cuando uno sale de un hotel, hay que dejar la llave en recepción.
Cuando se está acostumbrado a la pobreza, uno siempre lleva su llave encima, dice él en tono burlón. Luego contempla mi habitación.
¿Cómo puedes vivir aún en esta sola habitación? ¡Adivina en cuántas habitaciones vivo yo!
Digo que soy incapaz de adivinarlo.
Tres habitaciones más una sala de estar, en Pekín, eso corresponde al alojamiento de un jefe de departamento o de un jefe de oficina.
Observo sus mejillas rojas, perfectamente afeitadas. No se parece ya al hombre que conocí en provincias, flaco y abandonado.
¿Cómo es que no tienes televisor en color?, pregunta.
Le informo de que no veo la televisión.
Aunque no la veas, siempre resulta decorativa. En mi casa, hay dos televisores, uno en el salón y el otro en la habitación de mi hija. Mi mujer y mi hija ven cada una un programa distinto. ¿No quieres comprarte una? ¡Te acompaño ahora mismo a unos grandes almacenes y te regalo yo una! Lo digo en serio. Me mira, con ojos como platos.
Mucho te temes que el dinero te queme en las manos.
Para dedicarse al comercio, conviene untar la mano a los mandos. Ellos no viven sino de eso. A ti no te conviene que te fijen un plan o unas normas, ¿verdad? Todo el mundo hace regalos. ¡Pero tú eres mi amigo! ¿No tienes dinero? Hasta diez mil yuanes, puedes contar conmigo. Ningún problema.
Le pongo en guardia: No violes la ley.
¿Violar la ley? Yo me limito a hacer algunos regalos. ¡No soy yo quien viola la ley, sino que es a los jefes a los que habría que detener!
A los jefes no se les puede detener.
¡De eso debes de estar tú más al corriente que yo, pues vives en la capital, tú estás enterado de todo! Pero he de decirte que no resulta tan fácil detenerme a mí, pues yo pago mis impuestos, comparto mesa con el jefe de distrito y el director de la oficina de comercio regional. Ya no estamos en la época en que era maestro en una barriada del extrarradio. Para conseguir que me trasladaran del campamento donde me moría de asco, tuve que gastarme, tirando por lo bajo, cuatro meses de mi salario en comidas ofrecidas a los responsables de la oficina de educación.
Frunciendo los ojos, retrocede un paso y dobla la cintura para examinar con atención una pintura a tinta china que representa un paisaje nevado. Contiene el aliento un instante, se vuelve y dice: ¿No alababas tú mi caligrafía? A ti te gustaba, pero la exposición que quería hacer en el centro cultural del distrito no fue autorizada, mientras que cualquier carácter trazado por alguien de arriba o famoso es objeto de una exposición ¡y que esos tipejos se conviertan en vicepresidentes o presidentes honorarios del Instituto de Caligrafía!
Le pregunto si sigue dedicándose a la caligrafía.
Eso no da de comer. Es como tú con tus libros. A menos que te hagas célebre algún día y que todo el mundo te vaya detrás para pedirte una bonita caligrafía. Así lo quiere la sociedad, ahora lo he comprendido.
Ni que decir tiene.
¡Pero eso me crispa los nervios!
Entonces es que no lo has comprendido todavía. Le interrumpo para preguntarle si ha comido.
No te preocupes por eso. Dentro de un momento, llamaré a un taxi para llevarte a un restaurante. El que tú quieras. Sé que tu tiempo es precioso. Pero primero te diré lo que tengo que decirte: quisiera que me ayudaras.
¿Ayudarte a qué? ¡Di!
Ayudarme a hacer entrar a mi hija en una universidad de renombre.
Yo le digo que no soy rector de universidad.
Por supuesto, pero debes de tener relaciones, supongo. Ahora he hecho fortuna, pero a los ojos de la gente no soy más que un especulador que se dedica al comercio. No quiero que mi hija conozca la misma vida que yo, quisiera hacerla entrar en una universidad conocida para que más tarde viva en las altas esferas de la sociedad.
¿Y que conozca al hijo de algún alto mando?
De eso no pienso ocuparme yo, ya sabrá ella cómo apañárselas.
¿Y si, al final, a ella no le interesa conocerlo?
No me interrumpas, ¿puedes ayudarme sí o no?
Hay que ver sus notas, yo no puedo hacer nada.
Sí, saca buenas notas.
Pues bien, en ese caso no tiene más que pasar el examen.
¡Pero qué atrasado estás! ¡Crees que todos los hijos de altos mandos pasan sus exámenes!
Eso yo no lo he investigado.
Tú eres escritor.
¿Y qué?
¡Tú eres la conciencia de la sociedad, tienes que hablar por el pueblo!
Déjate de bromas. ¿Acaso eres tú, el pueblo? ¿O bien soy yo? ¿O bien el pretendido nosotros? No escribo más que para mí.
Lo que me gusta de ti es que siempre dices la verdad.
Eso, por supuesto. Vamos, viejo hermano, ponte tu abrigo, vamos a comer, que tengo hambre.
Alguien llama de nuevo a la puerta. El hombre al que abro me resulta desconocido. Lleva una bolsa de plástico negro. Le digo que no quiero comprar huevos, que salgo a comer.
El no vende huevos. Abre su bolsa para mostrarme lo que contiene. No esconde ningún arma en su interior. Bueno, no es ningún delincuente. Incómodo, saca un grueso manuscrito y me explica que ha venido a verme para pedirme consejo. Ha escrito una novela y quiere que yo le eche un vistazo. Le hago entrar y le invito a sentarse.
Él declina el ofrecimiento. Quiere dejar su manuscrito y volver a pasarse otro día.
Yo le digo que no merece la pena, que es mejor hablar de lo que haya que hablar ahora mismo.
Rebusca con ambas manos en su bolsa y saca un paquete de cigarrillos. Yo le alargo las cerillas, esperando que encienda rápidamente su cigarrillo y que termine por exponerme lo que ha venido a decirme.
Me explica entre balbuceos que ha escrito una historia real…
Le interrumpo para puntualizarle que yo no soy periodista y que no me intereso por la realidad.
Farfullando aún más, me dice que sabe que la literatura no es lo mismo que un reportaje de prensa. Lo que él ha escrito es una novela basada en unos hechos y personajes reales, con un soporte de ficción. Desea que yo le diga si esta novela puede ser publicada.
Le digo que no soy editor.
Dice que lo sabe perfectamente, que lo único que él quiere es que yo le recomiende y también que corrija su manuscrito. Si acepto, podría incluso añadir mi nombre, sería una especie de colaboración. Por supuesto, su nombre se mencionaría a continuación del mío en la cubierta.
Digo que temo que sea aún más difícil de publicar si se añade mi nombre.
¿Por qué?
Porque bastantes problemas tengo ya para publicar mis propias obras.
Él asiente, para indicarme que comprende.
Temiendo que no haya comprendido del todo, le explico que lo mejor sería que encontrase por su propia cuenta un editor.
Él guarda silencio, perplejo.
Anticipándome, yo le pregunto: ¿Puede llevarse su manuscrito?
¿Puede usted hacérselo llegar a un editor?, replica él desorbitando los ojos.
Es preferible que lo envíe usted directamente a una editorial, eso le evitará seguramente problemas. Exhibo una gran sonrisa.
Él ríe también, vuelve a meter el manuscrito en su bolsa y balbucea algunas palabras de agradecimiento.
No, soy yo quien le estoy agradecido.
Llaman de nuevo a la puerta, pero ya no tengo ninguna intención de abrir.