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¡Pam! El narrador de historias coge en la mano derecha el palillo del tambor y, con la izquierda, agita sus sonajas. Pone los ojos en blanco mientras murmura algo y unos estremecimientos recorren todo su cuerpo… Notas un sutil perfume que penetra en medio de los fuertes olores a tabaco y a sudor. Se desprende de sus cabellos, se desprende de ella. Y oyes también el crujir de las pipas de sandía que casca tu vecino, que no aparta sus ojos del narrador ataviado con un traje de ceremonia. Con su mano derecha aferra el cuchillo sagrado y, con la izquierda, el cuerno del dragón. Habla cada vez más rápido, como si escupiera de sus labios una sarta de perlas:

«Por tres veces, hace pam, pam, pam, e imparte tres órdenes de marcha para reunir a los soldados y generales divinos de los montes Lushan, Maoshan y Longhushan, oye-yo, haha ta, kulong tongchiang, enya… ya… ya… wuhu… "Señor Celestial, Emperatriz Terrenal, soy el discípulo de Zhenjun que me envía a dar muerte a los demonios. Espada en mano, vuelo por todas partes con mis ruedas de fuego y de viento…"»

Ella se da la vuelta y se levanta. La sigues salvando los pies de los espectadores que os dirigen miradas furiosas.

– ¡Tienen más prisa que un decreto imperial!

Una carcajada detrás de vosotros.

¿Qué te pasa?

¿Nada?

¿Por qué no te quedas?

Me siento un poco mareada.

¿Te encuentras mal?

No, ya estoy mejor. Allí dentro me faltaba el aire.

Camináis por la calle y las gentes que charlan sentadas a cada lado os miran.

Busquemos un lugar tranquilo, ¿de acuerdo?

Sí.

La llevas a una callejuela, dejando detrás de vosotros el ruido y las luces. En la callejuela, ningún farol, tan sólo la luz amarillenta que se filtra a través de las ventanas de las casas. Ella demora el paso. El espectáculo que acabáis de ver te vuelve a la mente.

¿No dirías que nos parecemos tú y yo a los demonios que querían ahuyentar?

Ella se echa a reír.

No podéis contener el ataque de risa. Ella ha de doblarse en dos.

Sus zapatos de piel resuenan de modo particular sobre las losas de piedra. Al final de la calle, un arrozal. En un débil resplandor, se distinguen vagamente a lo lejos algunas casas. Sabes que se trata del único colegio de este pueblo. Más lejos, en la noche gris negruzca, bajo la pálida claridad de las estrellas, se alzan las montañas. Se levanta viento. Se pone a soplar un aire fresco, como una palpitación, luego vuelve a subsumirse en el dulce perfume de las cañas de arroz. Tú te apoyas en su hombro, ella no se aparta. No os decís nada, avanzáis siguiendo las márgenes blanquecinas de los arrozales.

¿Te gusta?

Sí.

¿No lo encuentras maravilloso?

No sé, no puedo decirlo. No me lo preguntes.

Tú te estrechas contra su brazo, ella se aprieta también contra ti. Bajas la cabeza para mirarla. No distingues sus rasgos y sus ojos, te parece únicamente que su nariz es prominente. Respiras su tibio aliento que ya te es familiar. Ella se para de repente.

Volvamos, murmura ella.

¿Adonde?

Tengo que descansar.

Te acompaño.

No quiero que nadie me acompañe.

Ella se ha vuelto obstinada.

¿Tienes amigos o familia aquí? ¿O has venido solamente para distraerte?

Ella no responde. Tú no sabes de dónde viene ella ni adonde va. No puedes sino acompañarla hasta la calle. Ella se marcha bruscamente y desaparece, como una historia o como un sueño.

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