– ¿Hasta este extremo llega tu crueldad? -ha replicado él.
– Todo el mundo tiene en sí un fondo de crueldad -he dicho yo.
– El problema consiste en saber si se debería aplicar o no la pena de muerte -ha añadido el abogado-. Pienso que, en principio, sólo los traficantes de drogas y los pirómanos son merecedores de la pena de muerte porque causan daño a la vida ajena.
– ¿Y la violación no es acaso un delito? -ha dicho ella incorporándose.
– Yo no he dicho tal cosa, pero pienso que la incitación al libertinaje no fue probada, pues ese tipo de delito implica siempre a dos personas.
– E incitar a la violación de las muchachas, ¿no es acaso un delito?
– Habría que ver lo que se entiende por muchacha: depende de si tiene menos de dieciocho años.
– ¿Por qué antes de los dieciocho años no puede haber deseo sexual?
– La ley debe fijar siempre límites.
– Paso de la ley.
– Pero la ley no pasa de ti.
– ¿Y qué tiene que ver conmigo? Yo no cometo ningún delito, siempre sois los hombres los que los cometéis.
Nos echamos a reír.
– ¿De qué te ríes? -dice ella dirigiéndose a él.
– Tú eres peor que la ley, ¿acaso te dedicas a controlar hasta la misma risa? -ha dicho él volviéndose hacia ella.
Sin preocuparle ir vestida sólo con ropa interior, se ha desperezado y le ha mirado fijamente:
– Pues bien, dímelo francamente, ¿has ido alguna vez de putas? ¡Dímelo!
– No.
– ¡Cuéntale la historia de la sopa de tallarines! A ver qué piensa él.
– ¿Por qué?, ¿qué tiene de especial? No era más que un cuenco de sopa de tallarines.
– ¿Quién sabe? -ha exclamado ella.
Como es natural, yo tenía ganas de saber más.
– ¿Qué historia es ésa?
– A las prostitutas no sólo les interesa el dinero, también tienen sentimientos.
– ¿Has dicho que la invitaste a tomar un cuenco de sopa de tallarines, sí o no? -le ha interrumpido ella.
– Sí, pero no nos fuimos a la cama.
Ella ha puesto cara de pocos amigos.
Él ha contado que era de noche, caía una llovizna en una calle desierta. Vio a una mujer de pie bajo una farola y él trató de llamar su atención. No pensaba que ella fuera a hacer un trecho de camino con él. Llegaron cerca de un puesto de venta de sopas, que estaba protegido por unos amplios paraguas de tela embreada. Ella dijo que le apetecía una sopa, y él no pudo comprar más que un cuenco, pues no llevaba dinero suficiente. No se acostó con ella, pero sabía que le hubiera seguido adonde él quisiese. Únicamente se sentaron sobre unas tuberías de cemento de canalización dejadas allí al borde de la carretera y estuvieron charlando, abrazados.
Ella me ha echado una mirada:
– ¿Era joven y bonita?
– Tendría unos veinte años, y con la nariz respingona.
– ¿Tan prudente eres?
– Tenía miedo de que no fuera limpia y que me contagiara alguna enfermedad.
– ¡Es típico de los hombres! -ha exclamado ella volviéndose a tumbar.
Ha explicado que sintió pena realmente de ella, iba poco abrigada, con las ropas mojadas, hacía frío bajo la lluvia.
– Esto me lo creo -he dicho yo-. Todo el mundo tiene su lado bueno y su lado malo. No seríamos si no seres humanos.
– Eso no entra dentro del ámbito legal -ha dicho él-. ¡Porque si la ley considerara el deseo sexual como un delito, en ese caso todos seríamos delincuentes!
Ella ha suspirado quedamente.
Al salir del restaurante, nos hemos ido hasta un puente de piedra sin encontrar hotel. Al final del puente, a orillas del río, brillaba un pequeño farol. Una vez acostumbrados a la oscuridad, hemos descubierto una barca, con un camarote de tela negra, alineada en la orilla de atraque del muelle.
Dos mujeres atraviesan el puente, han pasado cerca de nosotros.
– ¡Mira, ésas se dedican al oficio! -me ha susurrado al oído la amiga del abogado apretándome el brazo.
Yo me he vuelto, pues no había prestado atención, pero no he visto más que una nuca en la que relucía un pasador de plástico coloreado y un perfil. Ambas eran bajitas y gordas.
Mi amigo las ha mirado alejarse lentamente, hombro contra hombro.
– Les echan el anzuelo sobre todo a los barqueros.
– ¿Estás seguro? -Yo estaba asombrado de que pudieran ejercer su oficio tan abiertamente. Creía que no las había más que por los aledaños de las estaciones y de los puertos de las ciudades de cierta importancia.
– Se las reconoce a simple vista -ha dicho su amiga.
Las mujeres son perspicaces de nacimiento.
– Tienen un código cifrado que les permite cerrar tratos en las aldeas de los alrededores y, por la noche, se ganan así un dinero extra -me ha explicado él.
– Han visto que yo iba con vosotros, pero si hubierais estado solos seguro que os hubieran dirigido la palabra.
– Así pues, ¿hay un lugar donde ejercen su profesión, no van sólo a las aldeas? -he preguntado.
– Deben de tener una embarcación en los alrededores, pero pueden ir también a un hotel con su cliente.
– ¿Se practica este tipo de comercio abiertamente en los hoteles?
– Están conchabadas con algunos. ¿No te has encontrado ninguna alguna vez en tu camino?
He vuelto a pensar entonces en esa mujer que quería ir a Pekín para presentar una queja y que afirmaba no tener dinero para comprar su billete. Le di un yuan, pero tal vez fuese una prostituta.
– ¡Menuda investigación sociológica que estás llevando a cabo tú! Hoy en día se ve de todo.
No puedo sino reprochármelo, explicar que soy incapaz de realizar la menor investigación, que no soy más que un perro vagabundo que anda errante de aquí para allá. Se ríen con ganas.
– ¡Seguidme, os voy a hacer pasar un buen rato!
A él se le acababa de ocurrir una nueva idea. Exclama señalando al río:
– ¡Eh! ¿Hay alguien?
Y salta desde el borde del muelle a la barca con un camarote de tela negra.
– ¿Qué es lo que desean? -pregunta a bordo una voz ahogada.
– ¿Podemos hacer una salida nocturna con esta embarcación?
– ¿Para ir adonde?
– Al puerto de Xiaodangyang -responde mi amigo sin dudarlo un instante.
– ¿Cuánto estás dispuesto a pagar? -pregunta un hombre que sale con los brazos desnudos del camarote.
– ¿Cuánto quieres?
Y comienza el regateo. -Veinte yuanes.
– No, diez.
– Dieciocho.
– Diez.
– Entonces, quince.
– No, diez.
– Por diez yuanes no voy.
Y el hombre se vuelve a meter en el camarote. Se oye murmurar una voz de mujer.
Los tres nos miramos y negamos con la cabeza. Imposible aguantarse la risa.
– ¿Van sólo hasta el muelle de Xiaodangyang? -pregunta otra voz, varias embarcaciones más allá.
Mi amigo nos hace señal de que guardemos silencio y responde con fuerte voz:
– ¡Yo sólo voy hasta allí por diez yuanes! -Tiene aspecto de estar encantado.
– Esperen ustedes aquí, que ahora les recojo con mi barca.
Mi amigo conoce perfectamente el precio a pagar. Con la chaqueta echada sobre los hombros, aparece la silueta de un hombre maniobrando el bichero.
– Bien, ¿qué te parece? Nos ahorramos una noche de hotel. ¡A esto se le llama verdaderamente «ir a la deriva al claro de luna»! Lástima que no haya claro de luna. De todos modos, ni hablar de prescindir del aguardiente.
Le rogamos al barquero que aguarde un momento y corremos a comprar en una callejuela una botella de Daqu, una bolsita de habas hervidas y dos velas. Saltamos alegremente dentro de la embarcación.
El barquero es un anciano demacrado. Apartando la tela del camarote, vamos a tientas a sentarnos con las piernas cruzadas sobre la cubierta. Mi amigo quiere encender las velas con su mechero.
– No enciendan fuego en la barca -refunfuña el anciano.
– ¿Y eso por qué?
Imagino que existe algún tabú.
– Pueden pegar fuego a la tela.
– ¿Por qué cree que vamos a pegar fuego a la tela? -pregunta el abogado.
El viento apaga varías veces la llama de su mechero. Él aparta un poco la tela.
– Si le pegamos fuego, ya se lo reembolsaremos.
Su amiga se mete entre él y yo. Aún se está mejor así. Durante un instante, nos sentimos revivir.
– ¡Apaguen eso! -Soltando su bichero, el anciano se mete bajo la tela.
– ¡Qué le vamos a hacer si no podemos encenderlas! -digo yo-, aún se está mejor en plena oscuridad.
El abogado abre entonces la botella, separa las piernas e instala sobre la esterilla que recubre la cubierta la gran bolsa de habas hervidas. Nuestros rostros están cara a cara, nuestros pies acuñados unos contra otros. Nos pasamos la botella de aguardiente. Apoyada contra él, ella alarga a veces la mano para cogerla y tomar un trago. En el meandro del río, no se oyen más que el chapoteo de las olas y el bichero golpeando el agua.
– El tipo de antes se ha quedado sin negocio.
– Por cinco yuanes más, habría aceptado. No es gran cosa.
– ¡Lo justo para un cuenco de sopa de tallarines calientes!
Nos estamos volviendo unos asquerosos.
– Desde antiguo, esta aldea acuática es un lugar de libertinaje. ¿Quién podría prohibirlo? ¡Los chicos y chicas de aquí son todos muy vivalavirgen, pero a pesar de ello no se los puede matar a todos! Han vivido así durante generaciones -dice él en la oscuridad.
El cielo oscuro se abre por un instante y deja filtrar la claridad de las estrellas, para oscurecerse luego de nuevo. Detrás de la embarcación, resuenan el gluglú que provoca la espadilla en el agua y el dulce sonido de las olas que rompen contra la barca. Un frío viento refresca el aire y penetra por la tela que ha sido descorrida. Bajamos una cortina cortavientos hecha de bolsas de plástico.
Nos embarga el cansancio, los tres acurrucados en medio del estrecho camarote de la embarcación. El abogado y yo, aovillados a cada lado, y ella, que se aprieta entre nosotros dos. Las mujeres son así, tienen necesidad de calor.
En la penumbra, adivino los rizomas que se extienden detrás de los diques y, más allá, las marismas cubiertas de cañaverales. Después de muchas vueltas y revueltas, llegamos a una vía de agua que atraviesa unos tupidos cañaverales, allí podrían acabar con nosotros, ahogarnos sin dejar ni rastro. En realidad, somos tres contra uno y, aunque uno sea una mujer, no tenemos enfrente más que a un anciano, por lo que podemos dormir tranquilos. Ella se ha dado la vuelta ya y yo toco su espalda con mi talón. Coloca sus nalgas contra mi muslo, pero nadie presta atención a ello.