– ¡Me traen sin cuidado los periodistas!
Y me ha cerrado la puerta en las narices.
En aquel momento me he percatado de que cerca del hogar había sentados también una anciana y una muchacha, tal vez su familia. Sabía que los monjes taoístas de la secta de El Veraz pueden tomar mujer, tener hijos e incluso practicar las artes amatorias. No puedo dejar de sospecharlo aviesamente. Con sus dos grandes ojos abiertos de par en par bajo sus pobladas cejas alborotadas, su bronca y sonora voz, debe de ser un apasionado de las artes marciales. No es de extrañar que nadie se haya atrevido a establecer contacto con él desde hace tiempo. Sin duda yo no sacaría nada más llamando de nuevo a su puerta. Por un angosto sendero cerrado por una cadena, bordeando el acantilado, he llegado al templo del Tejado de Oro construido enteramente en cobre amarillo.
Mezclado con la llovizna, el viento aúlla. Delante del templo, una mujer de edad madura, de anchas manos y grandes pies, estaba prosternada, con las manos juntas, ante la puerta de bronce cerrada. Iba ataviada como una campesina, pero su actitud delataba su naturaleza de mujer habituada a vagabundear. Me he alejado, aparentando estar contemplando el paisaje, apoyado en la barandilla de hierro fijada entre las columnas. El aullante viento dobla los pequeños pinos prendidos a los intersticios de las rocas. Unas nubes rozan el sendero, dejando a trechos al descubierto el mar de oscuro bosque que se extiende por el valle.
Me he vuelto para echar un vistazo. Ella se mantenía de pie detrás de mí, con las pierias separadas, los ojos cerrados, sin la menor expresión. Estas gentes tienen su propio mundo, un mundo inaccesible para mí, en el que nunca podré penetrar. Tienen su propia manera de vivir y de defenderse, al margen de la sociedad. Yo no puedo sino volver a vivir mal que bien lo que las gentes consideran como la vida normal, no tengo otra salida, en esto radica probablemente mi drama.
He descendido por el sendero hasta una zona llana donde un restaurante permanecía abierto. No había ningún cliente en su interior, sólo algunos camareros con camisa blanca estaban comiendo. No he entrado.
En la ladera de la montaña, una gran campana de bronce de la altura de un hombre estaba tirada en el suelo, en medio del barro. La he golpeado con la mano, pero no ha salido ningún sonido de ella. Debía de haber aquí un templo, pero ahora, hasta donde alcanza la vista, no hay más que hierbajos inclinados por el viento. He descendido la pendiente hasta que he divisado un sendero empedrado muy escarpado que conduce al pie de la montaña.
Imposible aminorar la marcha. Llevado por mi impulso, he llegado en unos diez minutos a un pequeño valle profundo y tranquilo. Los árboles que se alzaban a cada lado de los escalones de piedra ocultaban el cielo. El ruido del viento se atenuaba y apenas sentía en mi rostro la llovizna que caía sin duda de las nubes que flotaban en la cumbre de las montañas. El bosque era cada vez más tupido. No sabía si era el que yo divisaba en medio de la bruma desde el templo del Tejado de Oro, ni tampoco recordaba haber tomado ese camino en la ascensión. Cuando he visto, al volverme, los innumerables escalones de piedra, me ha faltado valor para volver a subirlos de nuevo a fin de reencontrar mi camino. Más valía seguir bajando.
Las losas de piedra estaban cada vez más desgastadas, nada que ver con el sendero de subida, mejor conservado. Dándome cuenta de que había cruzado al otro lado de la montaña, he empezado a bajar al ritmo de mis pasos. Cuando llega su hora, sin duda el hombre deja descender así su alma hacia los infiernos sin detener su curso.
Al principio estaba aún dubitativo, me volvía por momentos, pero a continuación, fascinado por el espectáculo de los infiernos, he dejado de pensar. De cada lado del sendero, las redondeadas cimas de los pilares de piedra tenían el aspecto de calvas cabezas. Las profundidades del pequeño valle parecían más húmedas aún, los pilares se inclinaban en todos los sentidos, las peñas desgastadas por la erosión semejaban calaveras puestas sobre las dos filas de pilares. He temido que el viejo monje taoísta, debido a la impureza de mi corazón, me hubiera echado mal de ojo con el fin de extraviarme. El espanto se ha apoderado de mí súbitamente, un miedo cerval que ha alterado mis sentidos.
Los cendales de niebla me han atrapado en sus redes, el bosque se oscurecía. En ese momento, los escalones y los pilares de piedra húmeda se asemejaban a unos cadáveres. Avanzaba en medio de osamentas blancuzcas. Mis pies no obedecían ya a mi cerebro y me arrastraban irresistiblemente hacia los abismos de la muerte. El sudor corría por toda mi espalda.
Tenía necesariamente que controlarme y abandonar a toda prisa esta montaña. Despreocupándome de los matorrales que cubrían el sotobosque, he aprovechado un recodo del sendero a fin de precipitarme por él y agarrarme a un tronco de árbol para frenar mi carrera. Mis manos y mi rostro ardían, me parecía que la sangre corría por mis mejillas. Levantando la cabeza, he visto sobre una rama un ojo totalmente redondo fijo en mí. He mirado a mi alrededor, y por todas partes las ramas abrían grandes ojos y me observaban fríamente.
Tenía que calmarme, pues al fin y al cabo todo eso no era más que un bosque de árboles de la laca. Los montañeses, al recoger ésta, habían practicado unas incisiones en los troncos de los árboles. Crecían en este estado, creando este paisaje infernal. También cabría decir que no se trataba más que de una ilusión debida a mi miedo interior; mi negra alma me espiaba, estos ojos múltiples eran en realidad yo mismo que me observaba. Siempre he tenido la impresión de ser permanentemente espiado, cosa que ha obstaculizado sin cesar mis movimientos. En realidad, no se trata más que del temor que siento de mí mismo.
He vuelto otra vez al sendero. La llovizna ha empezado de nuevo a caer. Los escalones de piedra estaban remojados. No he mirado ya nada y he descendido a ciegas.