Bajo del edificio vacío y me quedo un instante en este patio con capacidad para albergar a una caravana entera, y luego me dirijo hacia la carretera principal. Sigue sin haber ni coches ni paseantes. Contemplo la verde montaña perdida en medio de la bruma enfrente de mí. Se distingue una pronunciada bajada de madera de color grisáceo. El manto vegetal está ya totalmente destruido. En otro tiempo, antes de que la carretera llegara hasta aquí, las dos vertientes debían de estar cubiertas de frondosos bosques. Siempre he sentido ganas de ir al bosque primitivo, sin que sepa muy bien por qué me atrae tanto.
La llovizna no cesa de caer, cada vez más densa, formando una pantalla ligera que recubre las crestas montañosas, y difumina los vallecitos y barrancos. Una tormenta sorda e indistinta ruge tras las cumbres. Caigo en la cuenta de repente de que el ruido que más oigo es el del río que hay más abajo de la carretera. No cesa nunca, rugiendo en todo momento, con la misma corriente violenta. El río que desciende de las montañas nevadas para desembocar en el Minjiang discurre con una impetuosidad rebosante de una energía peligrosa y opresiva que los cursos de agua de las llanuras jamás poseen.