Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Sidney se echó hacia atrás en la silla, con los hombros hundidos mientras consideraba rápidamente las pocas posibilidades a su alcance. Si aceptaba, sería rica. Si decía que no, lo más probable es que acabara en la cárcel. ¿Y Amy? Pensó en Jason y en todos los terribles sucesos del mes pasado. Eran más de los que nadie podía soportar en una sola vida. De pronto se puso rígida al ver la expresión triunfal de Goldman, al intuir el gesto burlón de Paul Brophy a sus espaldas.

Tenía muy claro el curso que seguir.

Aceptaría sus términos y después jugaría sus propias cartas. Le daría a Goldman la información que quería, para luego ir directamente a Lee Sawyer y contárselo todo, incluida la existencia del disquete. Intentaría llegar al mejor acuerdo posible al tiempo que denunciaría a Goldman y su cliente. No sería rica y quizá la separarían de su hija si la condenaban a la cárcel, pero no estaba dispuesta a criar a Amy con el soborno de Goldman. Y, lo que era más importante, podría vivir consigo misma.

– Tiempo -anunció Goldman.

Sidney permaneció en silencio.

Goldman meneó la cabeza y cogió el teléfono una vez más. Por fin, con un movimiento casi imperceptible, Sidney asintió. El hombre se levantó con una amplia sonrisa en el rostro.

– Excelente. ¿Cuáles son los términos y la contraseña?

– Mi posición negociadora es un tanto frágil -contestó Sidney-. Primero el dinero, después la información. Si no estás de acuerdo ya puedes marcar.

– Como bien dices -le replicó Goldman-, tu posición es precaria. Sin embargo, precisamente por ese hecho, podemos ser algo flexibles. ¿Por favor? -Señaló la puerta y Sidney lo miró confusa-. Ahora que hemos llegado a un acuerdo, quiero cerrar el trato antes de dejarte ir. Quizá después resultes ser una persona difícil de encontrar.

Mientras Sidney se levantaba y se volvía, Brophy guardó el arma y cuando ella pasó a su lado, el abogado la rozó con el hombro con toda intención y acercó los labios a la oreja de Sidney.

– Después de que te hayas acomodado en tu nueva vida, quizá quieras disfrutar de un poco de compañía. Tendré mucho tiempo libre y tanto dinero que no sabré qué hacer con él. Piénsalo.

Sidney descargó un tremendo rodillazo en la entrepierna de Brophy, derribándolo al suelo.

– Lo acabo de pensar, Paul, y me entran náuseas. Apártate de mí si quieres conservar la poca hombría que te queda.

Sidney se alejó con paso enérgico escoltada por Goldman. Brophy tardó unos segundos en levantarse. Con el rostro pálido y las manos sobre las partes doloridas, los siguió.

La limusina les esperaba en el piso más bajo del garaje junto a los ascensores, con el motor en marcha. Goldman mantuvo la puerta abierta para que entrara Sidney. Brophy, casi sin aliento y todavía con las manos en la entrepierna, fue el último en subir. Se sentó delante de Goldman y Sidney; detrás de él, el cristal oscuro que los separaba del chófer estaba alzado.

– No llevará mucho hacer los arreglos. Sería conveniente que mantuvieras tu actual domicilio hasta que las cosas se calmen un poco. Después te daremos un pasaje para algún destino intermedio. Desde allí podrás enviar a tu hija y vivir feliz por siempre jamás. -El tono de Goldman era francamente jovial.

– ¿Qué pasará con Tritón y la firma? Mencionaste unas demandas -replicó Sidney.

– Creo que eso es algo fácil de arreglar. ¿Para qué iba querer la firma meterse en un pleito largo y vergonzoso? Y Tritón tampoco puede probar nada ¿verdad?

– Entonces, ¿por qué voy a negociar?

Brophy, con el rostro todavía enrojecido, levantó el magnetófono.

– Por esto, putita. A menos que quieras pasar el resto de tu vida en la cárcel.

– Quiero la cinta -dijo Sidney sin perder la calma.

– Eso es imposible por ahora. -Goldman encogió los hombros-. Tal vez más adelante, cuando las cosas hayan vuelto a la normalidad. – El hombre miró el cristal que tenía delante-. ¿Parker? -El cristal descendió-. Parker, ya podemos irnos.

La mano que apareció por el hueco empuñaba un arma. La cabeza de Brophy estalló y el hombre cayó hacia delante sobre el suelo de la limusina. Goldman y Sidney recibieron una lluvia de sangre y otras cosas. Goldman se quedó atónito por un momento.

– ¡Oh, Dios! ¡No! ¡Parker!

La bala le alcanzó la frente y la larga carrera de Philip Goldman como abogado excesivamente arrogante llegó a su fin. El impacto le arrojó hacia atrás y la sangre bañó no sólo su rostro sino también el cristal trasero de la limusina. Después se desplomó sobre Sidney, que chilló horrorizada al ver que el arma le apuntaba. Dominada por el pánico clavó las uñas en el asiento de cuero. Por un instante miró el rostro cubierto por un pasamontañas negro, y después su mirada se clavó en el cañón reluciente que se movía a un metro y medio de su cara. Todos los detalles del arma se grabaron en su memoria mientras esperaba la muerte.

Entonces el arma señaló hacia la puerta derecha de la limusina. Sidney permaneció inmóvil y el pistolero volvió a señalar la puerta con más firmeza. Temblorosa e incapaz de entender lo que pasaba aparte del hecho de que aparentemente no iba a morir, Sidney apartó el cadáver de Goldman y comenzó a pasar por encima del cuerpo de Brophy. Mientras se movía torpemente sobre el abogado muerto, su mano resbaló en un charco de sangre y cayó sobre el difunto. Se levantó como impulsada por un resorte. Al buscar un punto de apoyo, tocó un objeto duro debajo del hombro de Brophy. Instintivamente, cerró los dedos sobre el metal. De espaldas al pistolero, se las arregló para meter el revólver de Brophy en el bolsillo del abrigo sin ser observada.

En el momento de abrir la puerta, algo le golpeó en la espalda. Aterrorizada, volvió la cabeza y vio su bolso, que había caído sobre el cadáver de Brophy después de rebotar contra ella. Entonces vio que la mano desaparecía con el disquete que le había enviado Jason. Se apresuró a coger el bolso, abrió la puerta del todo y cayó sobre el suelo del garaje. Sólo tardó un segundo en levantarse y echar a correr con todas sus fuerzas.

En el interior de la limusina, el hombre se asomó a la parte trasera. A su lado, estaba Parker con un balazo en la sien. El pistolero recogió el magnetófono que estaba sobre el asiento y lo puso en marcha durante unos segundos. Asintió el escuchar las voces. Apagó el aparato, levantó un poco el cadáver de Brophy unos centímetros, metió el magnetófono en el espacio y dejó caer el cuerpo. Guardó el disquete en su mochila. El último detalle fue recoger los tres casquillos de bala. No se lo podía poner demasiado fácil a la poli. Entonces se apeó de la limusina, con la pistola en una bolsa para dejarla en algún lugar apartado, pero no lo bastante como para que la policía no la encontrara.

Kenneth Scales se quitó el pasamontañas. Alumbrados por la luz intensa de los focos del garaje, los letales ojos azules brillaron de satisfacción. Otra noche de trabajo bien hecho.

Sidney apretó el botón del ascensor una y otra vez hasta que abrieron las puertas. Se desplomó contra la pared de la cabina. Tenía la ropa empapada en sangre; la notaba en el rostro y en las manos. Hizo lo imposible para no chillar a voz en grito. Sólo quería quitársela de encima. Con mano temblorosa apretó el botón del piso octavo. No sabía por qué le habían perdonado la vida, pero no iba a esperar a que el asesino cambiara de opinión.

En cuanto entró en el lavabo de señoras y se vio en el espejo, vomitó en el lavabo y después se desplomó, el cuerpo sacudido por los sollozos. Cuando recuperó un poco el control, se lavó lo mejor que pudo y siguió echándose agua caliente en el rostro hasta que cesaron los temblores. Después se quitó del pelo las cosas que no eran suyas.

Salió del lavabo, corrió por el pasillo hasta su oficina y cogió la gabardina que guardaba allí. La prenda ocultaba las manchas de sangre que no había conseguido quitar. Entonces cogió el teléfono y se dispuso a marcar el 911. Con la otra mano empuñó el revólver. Le dominaba la sensación de que en cualquier momento aquella pistola resplandeciente volvería a apuntarle, que el hombre del pasamontañas negro no la dejaría vivir una segunda vez. Ya había marcado dos de los números cuando una visión la inmovilizó: la imagen de la pistola que le apuntaba en la limusina, y después el movimiento del arma que señalaba la puerta. Ahí fue cuando la vio.

83
{"b":"106972","o":1}