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Sawyer abrió la puerta del apartamento con una llave que le dio el propietario, entró con Sidney y encendió la luz. Esperaba tener aquí mejor fortuna aunque no se hacía muchas ilusiones.

Había leído el registro de entradas y salidas del edificio antes de dejar la oficina de Page. El archivador se lo habían llevado el día anterior dos tipos con uniformes de una empresa de mudanzas que traían las llaves de la oficina y una orden de trabajo aparentemente en regla. Sawyer estaba seguro de que la compañía no existía, y que ahora los valiosos documentos que había contenido el archivador, eran un montón de cenizas.

El hogar de Page mostraba la misma sencillez y orden que su oficina. El agente y Sidney recorrieron las diversas habitaciones. Una bonita chimenea con la repisa de estilo Victoriano dominaba el salón. Una de las paredes estaba cubierta por una biblioteca que llegaba hasta el techo. A juzgar por la diversidad de los títulos, Page había sido un lector voraz y ecléctico. Sin embargo, no había ningún diario, agenda o facturas que dieran pista alguna sobre las actividades de Page, aparte de seguir a Sidney y Jason Archer. Acabaron de revisar la sala y el comedor, y se ocuparon de la cocina y el baño.

Sawyer buscó en los lugares habituales como el depósito del inodoro y en la nevera, donde revisó las latas de gaseosa y los cogollos de lechuga para asegurarse de que eran auténticos y no escondrijos de pistas que pudieran aclarar por qué habían asesinado a Ed Page. Sidney entró en el dormitorio para realizar una revisión a fondo que comenzó mirando debajo de la cama y el colchón y acabó en el armario. Las pocas maletas que había no tenían las etiquetas de embarque antiguas. Las papeleras estaban vacías. Ella y Sawyer se sentaron en la cama y contemplaron la habitación. El agente miró las fotos en una mesa auxiliar. Edward Page y su familia en tiempos más felices.

Sidney cogió una de las fotos. «Una bonita familia», pensó, y entonces recordó las fotos que tenía en su casa. Le pareció que había pasado una eternidad desde que esa misma frase había sido válida para su propia familia. Le pasó la foto al agente.

La esposa era muy guapa, opinó Sawyer para sus adentros, y el hijo una imagen en miniatura del padre. La hija era preciosa. Una pelirroja de piernas muy largas; aparentaba unos catorce años. Según la fecha estampada en el dorso la habían tomado hacía cinco años. Ahora debía ser algo espectacular. Pero según el dueño de la casa, toda la familia estaba en Nueva York y Page vivía aquí. ¿Por qué?

En el momento en que se disponía a dejar la foto en su lugar, notó un pequeño bulto en el dorso. Levantó el soporte y varias fotos más pequeñas cayeron al suelo. Sawyer las recogió; todas eran de la misma persona. Un hombre joven, veinteañero. Bien parecido, quizá demasiado para el gusto de Sawyer, que lo calificó de inmediato como un niño bonito. Las prendas eran demasiado elegantes, el peinado demasiado perfecto. Le pareció ver un leve parecido en la línea de la mandíbula y los ojos castaño oscuro. Miró el dorso de las fotos. Todos excepto uno estaban en blanco: alguien había escrito el nombre de Stevie. Quizás era el hermano de Page. En ese caso, ¿por qué había ocultado las fotos?

– ¿Qué opina? -le preguntó Sidney.

– Algunas veces -respondió Sawyer mientras se encogía de hombros-, creo que todo este asunto supera con creces mí capacidad.

El agente metió otra vez las fotos donde las había encontrado, pero se quedó con la que llevaba escrito el nombre. Después cerraron la puerta principal con llave y se marcharon.

Sawyer acompañó a Sidney hasta su casa y después, en un alarde de precaución, revisó todas las habitaciones para asegurarse de que no había nadie más y comprobó que todas las puertas y ventanas estuvieran cerradas.

– De día o de noche, si oye cualquier cosa, si tiene un problema, si le entran ganas de charlar, llámeme. ¿De acuerdo? -Sidney asintió-. Tengo a dos hombres de guardia afuera. Si los necesita estarán aquí en un segundo. -Caminó hasta la puerta principal-. Voy a ocuparme de unas cosas y volveré por la mañana. -Se volvió para mirarla-. ¿Estará bien?

– Sí. -Sidney se cubrió el pecho con los brazos.

Sawyer exhaló un suspiro mientras apoyaba la espalda contra la puerta.

– Espero que algún día pueda presentarle este caso en una bandeja, Sidney, de verdad que lo espero.

– Usted… todavía cree que Jason es culpable, ¿verdad? No puedo culparlo. Sé que todo está en su contra. -Miró las facciones preocupadas del agente, que volvió a suspirar al tiempo que desviaba la mirada. Cuando miró otra vez a Sidney, había en sus ojos un brillo extraño.

– Digamos que comienzo a tener algunas dudas -replicó Sawyer.

– ¿Sobre Jason? -preguntó Sidney, confusa.

– No, sobre todo lo demás. Le prometo una cosa: para mí lo primero es encontrar a su marido sano y salvo. Entonces podremos aclararlo todo, ¿vale?

Sidney se estremeció antes de asentir.

– Vale. -En el momento en que Sawyer se disponía a salir, ella le tocó el brazo-. Gracias, Lee.

Contempló a Sawyer a través de la ventana. El caminó hasta el coche negro que ocupaban los dos agentes del FBI, miró hacia la casa, la vio y levantó una mano en señal de despedida. Sidney intentó devolverle el saludo. Ahora mismo se sentía un tanto culpable por lo que estaba a punto de hacer. Se apartó de la ventana, apagó todas las luces, cogió el abrigo y el bolso y se escabulló por la puerta de atrás antes de que uno de los agentes apareciera para vigilar la zona. Caminó por el bosquecillo que había más allá del patio trasero y salió a la carretera una manzana más allá. Cinco minutos más tarde llegó a una cabina de teléfono y llamó a un taxi.

Media hora más tarde, Sidney metió la llave en la cerradura de seguridad del edificio de oficinas y abrió la pesada puerta de cristal. Corrió hasta los ascensores, entró en uno y subió hasta su piso. Sidney avanzó por el pasillo en penumbra, en dirección al otro extremo de la planta donde se encontraba la biblioteca. Las puertas dobles de cristal opaco estaban abiertas. En la gran sala además de la magnífica colección de textos legales había un lugar reservado en el que los abogados y los pasantes disponían de ordenadores para acceder a los bancos de datos.

Sidney echó una ojeada al interior de la biblioteca antes de arriesgarse a entrar. No oyó ningún ruido ni vio movimiento alguno. Afortunadamente, esa noche nadie estaba ocupado con algún trabajo urgente. Las cortinas metálicas de las dos paredes de cristal estaban cerradas. Nadie podía ver desde el exterior lo que ocurría en la biblioteca.

Se sentó delante de uno de los terminales, y se arriesgó a encender la lámpara de mesa. Sacó el disquete del bolso, puso el ordenador en marcha, tecleó las órdenes para conectar con America Online y se sobresaltó cuando sonó un pitido del módem. A continuación, tecleó el número de usuario y la contraseña de su marido mientras agradecía en silencio que Jason se los hubiera hecho aprender de memoria. Contempló ansiosa la pantalla, con las facciones tensas, la respiración poco profunda y una inquietud en el estómago como si fuera una acusada a la espera del veredicto del jurado. La voz electrónica anunció lo que tanto anhelaba: «Tiene correspondencia».

En el pasillo dos personas avanzaban en silencio hacia la biblioteca.

Sawyer miró a Jackson. Los dos agentes se encontraban en la sala de conferencias del FBI.

– ¿Qué has encontrado sobre el señor Page, Ray?

– Mantuve una larga charla con el departamento de policía de Nueva York -contestó Jackson mientras se sentaba-. Page trabajó allí hasta que se retiró. También hablé con la ex esposa de Page. La saqué de la cama, pero tú dijiste que era importante. Todavía vive en Nueva York pero casi no se relacionaban desde el divorcio. En cambio, él seguía muy unido a los hijos. Conversé con la hija. Tiene dieciocho años y está en el primer año de carrera. Ahora tendrá que enterrar a su padre.

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