– Diez minutos. Ahora le doy las indicaciones.
– Deje que hable de nuevo con ella…, ¡por favor!
– Ahora la quedan nueve minutos y cincuenta segundos.
A Sidney se le ocurrió un pensamiento repentino. ¿Y si se trataba de una cinta grabada?
– ¿Cómo sé que la tienen realmente ustedes? Eso podría ser una grabación.
– Muy bien. Si quiere correr ese riesgo, no venga.
El que así hablaba parecía estar muy seguro de sí mismo. No había modo alguno de que Sidney estuviera dispuesta a correr ese riesgo. Y la persona que estaba al otro lado de la línea también lo sabía.
– Si le hacen algún daño…
– No nos interesa la niña. Ella no puede identificarnos. Una vez que todo haya terminado, la dejaremos en un lugar seguro. -Hizo una pausa, antes de añadir-: Usted, sin embargo, no se unirá a ella. Sus lugares de seguridad se han agotado.
– Déjela en libertad. Se lo ruego. Sólo es una niña.
Sidney temblaba tanto que apenas si podía mantener el teléfono apretado junto a la boca.
– Será mejor que anote la dirección que le voy a dar. No querrá perderse, ¿verdad? Si no aparece, no quedará ningún trozo de su hija que pueda identificar.
– Iré -dijo con voz ronca, y la comunicación se interrumpió.
Regresó a la carretera. Un pensamiento repentino cruzó por su mente. ¡Su madre! ¿Dónde estaba su madre? La sangre parecía estar congelándose en sus venas, mientras mantenía las manos aferradas al volante. Otro sonido de repiqueteo invadió el interior de la furgoneta. Con mano temblorosa, Sidney tomó el teléfono, pero allí no había nadie. De hecho, el repiqueteo era diferente. Volvió a salir de la carretera y buscó desesperadamente por todas partes. Finalmente, su mirada se detuvo sobre el asiento situado junto a ella. Miró su bolso y, lentamente, introdujo la mano y extrajo el objeto. Escrito sobre la pequeña pantalla del busca aparecía un número de teléfono que no reconoció. Se dispuso a apagar el dispositivo. Probablemente, era un número equivocado. No podía imaginar que alguien de la empresa de abogados o un cliente trataran de ponerse en contacto con ella; acababa de abandonar la asesoría legal. ¿Podría tratarse de Jason? Si era Jason, el momento elegido para llamarla sería el peor de todos. El dedo permaneció situado sobre el botón de borrado. Finalmente, se colocó el busca sobre el regazo, tomó el teléfono celular y marcó el número que aparecía en la pequeña pantalla.
La voz que brotó desde el otro extremo de la línea fue suficiente para que contuviera la respiración. Por lo visto, aún podían ocurrir milagros.
El edificio principal de la mansión de vacaciones estaba a oscuras y su alejamiento parecía todavía más intenso gracias a la muralla de frondosos árboles de hoja perenne que había por delante. Cuando la furgoneta entró en el largo camino de acceso, dos guardias armados surgieron ante el camino de entrada para salir a su encuentro. La ventisca había disminuido considerablemente su intensidad durante los últimos minutos. Por detrás de la casa, las oscuras y tenebrosas aguas del Atlántico asaltaban la costa.
Uno de los guardias se apartó de un salto cuando la furgoneta continuó avanzando hacia ellos, sin hacer la menor señal de detenerse.
– ¡Mierda! -gritó, al tiempo que los dos hombres se apartaban apresuradamente del camino. La furgoneta pasó ante ellos, cruzó la puerta delantera, aplastándola, y se detuvo bruscamente, todavía con las ruedas girando, al golpear contra una pared interior de más de un metro de espesor. Un momento más tarde, varios hombres fuertemente armados rodearon la furgoneta y arrancaron la dañada puerta. No había nadie dentro de la furgoneta. Las miradas de los hombres se dirigieron hacia el receptáculo donde tendría que haber estado el teléfono celular. El teléfono se encontraba por completo bajo el asiento delantero, y el cordón era invisible bajo la débil iluminación del techo. Probablemente, pensaron que el teléfono se había desprendido a causa del impacto, en lugar de haber sido deliberadamente colocado allí.
Sidney, mientras tanto, entró en la casa por la parte de atrás. Cuando el hombre le dio la dirección del lugar, Sidney lo reconoció en seguida. Ella y Jason habían estado allí varias veces y estaba muy familiarizada con el plano del interior. Tomó por un atajo y llegó en la mitad de tiempo que le habían indicado los secuestradores de su hija. Utilizó aquellos preciosos minutos de más para atar el volante y el acelerador de la furgoneta con una cuerda que encontró en la parte trasera del vehículo. Ahora, aferraba la pistola, con el dedo posado ligeramente sobre el gatillo, mientras recorría las habitaciones a oscuras de la mansión. Estaba bastante segura, al menos con un noventa por ciento de probabilidades, de que Amy no se encontraba allí. Ese diez por ciento de duda fue lo que le indujo a utilizar la furgoneta como una diversión para poder realizar un intento de rescate de su hija, por improbable que fuese. No se hacía ilusiones. Si aquellos hombres tenían a Amy en su poder, no la dejarían en libertad.
Por encima de ella, escuchó el sonido de voces airadas y de pasos que corrían hacia la parte delantera de la casa. Volvió la cabeza hacia la izquierda cuando unos pasos resonaron por el pasillo. Esa persona no corría, y su paso era lento y metódico. Se ocultó entre las sombras y esperó a que pasara. En cuanto lo hubo hecho, le apretó el cañón de la pistola directamente contra la nuca.
– Si haces un solo movimiento, estás muerto -le dijo con una fría determinación-. Las manos encima de la cabeza.
Su prisionero la obedeció. Era alto, de hombros anchos. Lo palmeó en busca de su arma y la encontró en la funda que le colgaba del hombro. Se introdujo la pistola del hombre en el bolsillo de la chaqueta y lo empujó hacia delante. La gran habitación que se encontraba por delante se hallaba bien iluminada. Sidney no pudo escuchar ningún sonido procedente de aquel espacio, pero no creía que el silencio durara mucho tiempo. Pronto imaginarían cuál había sido su estratagema, si es que no lo habían hecho ya. Empujó al hombre para que se apartara de la luz y lo dirigió por un pasillo en penumbras.
Llegaron ante una puerta.
– Ábrela y entra -le dijo.
El hombre abrió la puerta y ella lo empujó hacia el interior. Con una mano, tanteó la pared, en busca del interruptor de la luz. Una vez encendidas las luces, cerró la puerta y miró el rostro del hombre.
Richard Lucas le devolvió fijamente la mirada.
– No pareces sorprendida -le dijo Lucas, con voz serena e inexpresiva.
– Digamos que ya nada me sorprende -replicó Sidney-. Siéntate -le ordenó con un movimiento del arma, indicándole una silla de respaldo recto-. ¿Dónde están los otros?
– Aquí, allá, por todas partes -contestó Lucas con un encogimiento de hombros-. Hay muchos, Sidney.
– ¿Dónde está mi hija? ¿Y mi madre? -Lucas guardó silencio. Sidney sujetó el arma con las dos manos y le apuntó directamente al pecho-. No quiero tonterías contigo. ¿Dónde están?
– Cuando era agente de la CIA fui capturado y torturado por la KGB durante dos meses, antes de que pudiera escapar. En ningún momento les dije nada, y no voy a decírtelo a ti tampoco -contestó Lucas con serenidad-. Y si piensas utilizarme para cambiarme por tu hija, olvídalo. Así que ya puedes ir apretando ese gatillo si quieres, Sidney.
El dedo de Sidney tembló sobre el gatillo y ella y Lucas entablaron un forcejeo de miradas. Finalmente, ella lanzó un juramento por lo bajo y bajó el arma. Una sonrisa se extendió sobre los labios de Lucas.
Ella pensó con rapidez. «Muy bien, hijo de puta.»
– ¿De qué color es el sombrero que llevaba Amy? ¿De colores llamativos? Si la tenéis, deberías saberlo.
La sonrisa desapareció de los labios de Lucas. Hizo una pausa y finalmente contestó:
– Es algo así como beige.
– Buena respuesta. Algo neutral, que puede aplicarse a muchos colores diferentes. -Hizo una pausa y una enorme oleada de alivio se extendió sobre ella-. Sólo que Amy no llevaba ningún sombrero.