Vuelven juntos a la ciudad, y Mingliaotsé vive por turno en la casa de cada uno. Durante los días sucesivos, se encuentra ora en los salones de un hombre rico, ora en un estudio pequeño y escondido, ora en un festín literario y ora contemplando danzas y oyendo canciones, y Mingliaotsé va a todos los lugares donde se le invita. La gente de la ciudad oye hablar del Hombre Rústico de las Nubes y las Aguas, y las personas de actividad social le llenan de invitaciones, y a todas visita él. Cuando le dan bebida, bebe; cuando hablan de poesía y literatura, habla de poesía y literatura; cuando salen en excursión, va con los demás; pero cuando le preguntan nombre y apellido, se limita a sonreír sin responder. En su discusión de la poesía y la literatura tiene frases muy cabales sobre los escritores antiguos y modernos, y da un análisis penetrante de sus estilos y formas. A veces debate el orden político de los reyes antiguos y hace comentarios, al pasar, sobre cuestiones corrientes, y encanta aun más a quienes le oyen, por sus agudezas.
Especialmente versado es en la enseñanza del taoísmo con respecto a "nutrir el espíritu". A veces, cuando contempla danzas y cantos que lindan con lo impúdico y los demás placen bromas obscenas para descubrir su actitud sobre estas prosas, parece que Mingliaotsé gozara de ellas, como los sabios románticos. Pero cuando se trata de extinguir los cirios y el huésped le pide que se quede con alguna moza, y cuando la fiesta se convierte en un desorden, se yergue en su asiento con austera prestancia y nadie puede sacar nada de él. Cuando duerme un poco durante la noche pide un cojín de paja al huésped y se sienta en él con las piernas cruzadas, y se limita a dormitar cuando está cansado. Por esta razón crece a su torno la admiración y la extrañeza.
Después de más de un mes de permanencia en la ciudad, se despide repentinamente un día, contra los ruegos persistentes de los demás. Sus amigos le dan dinero y ropas de regalo, y le escriben poemas de despedida. En la fiesta final, todos los caballeros quieren despedirle; tristemente, le tienen de las manos y algunos vierten lágrimas. Mingliaotsé llega a la puerta exterior de la ciudad y, después de reservar cien monedas para sí, distribuye entre los pobres los regalos de los caballeros y se marcha. Cuando se enteran sus amigos, suspiran y se extrañan aun más, pues no saben qué creer de él.
e) filosofía DE LA FUGA.
Mingliaotsé sigue luego su sendero de montaña, y se encuentra en hondas, rugosas montañas. Miles de viejos árboles, cubiertos de enredaderas, tienden su profunda sombra de modo que quien camina por debajo no alcanza a ver el cielo. No hay traza de habitación humana, y no se avista siquiera un leñador o un pastor. Sólo escucha Mingliaotsé los gritos de las aves y los monos a su alrededor, y una ráfaga de viento infernalmente frío le hace temblar. Mingliaotsé sigue con su amigo un largo rato, hasta que de pronto ven un anciano de frente majestuosa y rostro delicado y verdes venas que resaltan en la esfera de los ojos. Le cae la cabellera hasta los hombros, y está sentado en una roca, rodeadas las rodillas con los brazos. Mingliaotsé se adelanta y hace una reverencia. El anciano se pone de pie y le mira fijamente un rato, pero no dice una palabra. Caído de rodillas, Mingliaotsé le habla:
– ¿Es, Padre, una persona extraordinaria quien ha logrado el Tao? ¿Cómo, si no, puedo encontrar el sonido de las pisadas en esta honda soledad de la montaña? Tu discípulo ha amado siempre el Tao, y en la edad madura no lo ha encontrado todavía. Me entristece la vanidad de esta vida que arde rápidamente como la chispa de un pedernal, o como aceite en una sartén. ¿Quieres apiadarte de mí y dispersar mi ignorancia?
El anciano finge no oírle. Pero cuando Mingliaotsé insiste en su solicitud, le enseña solamente unas pocas palabras acerca de ser despreocupado y tranquilo, y la idea de la inacción, y al rato sigue su camino. Mingliaotsé le sigue con la mirada mucho rato, hasta que le ve desaparecer del todo. ¿Cómo se explica la existencia de un anciano así en esta honda soledad de la montaña?
Después, siguiendo su ambulante marcha, da de pronto, casualmente, con un viejo amigo. A veces, cuando piensa en estas gentes con quienes había formado amistad sobre la base del amor por la prosa y la poesía, o del respeto mutuo por el carácter de cada uno, o de las relaciones de negocios, o de la intimidad personal y recíproca comprensión del futuro, empieza a sentir deseos de verlos nuevamente. Entonces va directamente a la casa de su amigo, sin ocultar su identidad. El amigo hace una reverencia para saludarle, y al ver que Mingliaotsé viste tan extraño ropaje se sorprende y le hace preguntas.
– Me he retirado ya del mundo, y Chichen de T'ungming es mí maestro -explica Mingliaotsé.
– ¿Se han casado todos tus hijos y tus hijas? -pregunta el amigo.
– No, todavía no. Cuando estén todos casados, estaré libre de cuidados, como cuando se aclara el agua del Río Amarillo. Tsep'ing ( [66]) se marchó y no volvió a su casa, pero yo espero volver todavía a las colinas de mí tierra, a fin de vivir en armonía con mi naturaleza original.
El huésped le sirve entonces comida vegetariana, y comienzan a hablar de los días de veinte o treinta años atrás, y recuerdan el pasado con una carcajada, y sienten que todo ha pasado como un sueño. Inclina luego su cabeza el amigo y suspira, expresando su envidia por la vida despreocupada que vive Mingliaotsé.
– ¡Hombre despreocupado eres, por cierto -dice el amigo-. La riqueza y el poder y las glorias de este mundo son cosas en que se ahoga fácilmente la gente. A veces veo a un anciano lleno de canas que marcha lentamente, encorvado, en un cortejo oficial, aferrado todavía a aquellas cosas, sin deseos de dejarlas ir. Si un día abandona su cargo, mira a su rededor con el ceño fruncido. Cuando pregunta si está pronto su carruaje, retrasa aún la partida, y al cruzar la puerta de la capital mira aún hacia atrás. Cuando vuelve a su finca, desdeña ocuparse de plantar arroz y cáñamo de fríjoles, y de mañana y de noche pide noticias de la capital. O sigue escribiendo cartas a sus amigos de la corte, y estas ideas cruzan incesantemente por su pecho hasta que lanza el último suspiro. A veces, cuando está agonizando, llega una orden imperial que le llama nuevamente a su cargo, y a veces el mensajero oficial llega pocas horas después de que haya cerrado los ojos. ¿No es ridículo? ¿Cómo te has educado que puedes emanciparte de esas cosas a buen tiempo?
– He mirado a la vida en mis ocios -responde Mingliaotsé-. Parece que he llegado a despertar por haber sentido la tragedia de la vida. He mirado a los cielos, y me he extrañado de que el sol y la luna y las estrellas y la Vía Láctea corran hacia Poniente, día y noche, como personas atareadas. Hoy pasa y ya no vuelve, y aunque llegue mañana no es ya hoy. Este año pasa y nunca vuelve, y aunque hay un año próximo, ya no es este año. Y así se alargan y despliegan los días de la Naturaleza, en tanto que los días de mi vida se abrevian diariamente, y fuera de las treinta y seis mil mañanas el tiempo no me pertenece. Los años de la Naturaleza se despliegan siempre, mientras los años de mi vida se abrevian siempre, y más allá de un ciento no me pertenecen. Además, lo que llamamos "un ciento de años" y lo que llamamos "treinta y seis mil mañanas", en la vida no son siempre como deseamos que sean, y entre los días y años casi todos transcurren en mal tiempo y pesares y preocupaciones y tareas. ¿Cuántos momentos hay en que el día es hermoso y la compañía placentera, cuando la luna y el vino son buenos y tenemos el corazón tranquilo y feliz el espíritu, cuando hay música y canciones y vino y podemos gozar y dejar que pasen las horas?
– El sol y la luna -continúa diciendo- siguen su curso, veloces como una bala, y cuando sus ruedas están por caer más allá de los Precipicios de Occidente, los brazos del hombre más fuerte de la tierra no pueden sostenerlas y hacer que giren hacía Levante; ni la elocuencia de Su Ch'in y Chang Yi puede persuadirlas de que rueden hacia Levante; ni el ingenio y la estrategia de Ch'ulitsé y Yen Ying pueden cambiar su parecer y hacerlas correr hacia Levante; ni la sinceridad de Chingwei que se golpeó contra el Arcoiris y se transformó en un pájaro, tratando de llenar de piedrecillas el mar de su pesar, puede conmover sus corazones y hacerlas girar hacia Levante. Los escritores de todas las edades que han discutido este punto lo han tenido siempre como motivo de eterno pesar.