Y así, en el patio, en la bohardilla, o en el granero, o tendido junto al arroyo, un niño sueña siempre, y los sueños son reales. Así soñó Thomas Edison. Así soñó Robert Louis Stevenson. Así soñó Sir Walter Scott. Los tres soñaron en su niñez. Y del material de esos sueños mágicos tejieron algunas de las telas más finas y más hermosas que jamás hemos visto. Pero esos sueños son compartidos también por niños de menor cuantía. Los deleites que obtienen son tan grandes, aunque sean diferentes las visiones o contenidos de sus sueños. Todo niño tiene un alma que anhela, y lleva un anhelo en su falda y se va a dormir con él, esperando encontrar su sueño hecho realidad cuando despierte en la mañana. A nadie habla de esos sueños, porque esos sueños son suyos, y por esa razón son parte de su más íntimo yo en crecimiento. Algunos de estos sueños de niños son más claros que otros y tienen una fuerza que exige su realización; en cambio, con la mayor edad se olvidan los sueños menos claros, y todos vivimos a través de la vida tratando de contar esos sueños de nuestra niñez, y "a veces morimos antes de encontrar el lenguaje".
Y así sucede también con las naciones. Las naciones tienen sus sueños y los recuerdos de tales sueños persisten a través de generaciones y siglos. Algunos de ellos son sueños nobles, y otros malignos e innobles. Los sueños de conquista y de ser más fuerte y más grande que todos los demás han sido siempre malos sueños, y esas naciones tienen que preocuparse siempre más que las otras que tienen sueños más pacíficos. Pero hay otros sueños, sueños mejores, sueños de un mundo mejor, sueños de paz y de naciones que viven en paz unas con otras, y sueños de menos crueldad, injusticia, y pobreza y sufrimiento. Los malos sueños tienden a destruir los buenos sueños de la humanidad, y hay una lucha y un combate entre estos sueños buenos y malos. Las gentes pelean por sus sueños tanto como pelean por sus posesiones terrenales. Y así descienden los sueños del mundo de las visiones ociosas y entran en el mundo de la realidad, y se convierten en fuerza real en nuestra vida. Por vagos que sean, los sueños tienen un modo de ocultarse y no dejarnos paz hasta que se han traducido en realidad, como semillas que germinan bajo la tierra, y que han de brotar en su busca del sol. Los sueños son cosas muy reales.
Existe también el peligro de que tengamos sueños confusos, y sueños que no correspondan a la realidad. Porque los sueños son también escapes, y un soñador sueña a menudo escapar del mundo presente, pero sin saber dónde. El Pájaro Azul atrae siempre la fantasía del romántico. Hay tal deseo humano de ser diferente de lo que somos, de salir de los surcos presentes, que todo lo que ofrezca un cambio tiene siempre una enorme atracción para el común de la humanidad. Una guerra es siempre atractiva porque ofrece al empleado de oficina la oportunidad de vestir uniforme y usar polainas y de viajar gratis, en tanto que un armisticio o la paz es siempre deseable al cabo de tres o cuatro años en las trincheras porque ofrece al soldado una oportunidad para volver a su casa y usar, una vez más, ropa de civil y una corbata del color que le gusta. La humanidad necesita evidentemente algo de esta excitación, y si se ha de evitar la guerra, los gobiernos bien podrían reclutar a las personas de veinte a cuarenta y cinco años, según un sistema de conscripción, y enviarlas en jiras europeas para ver una u otra exposición, una vez cada diez años. El Gobierno Británico gasta cinco mil millones de libras esterlinas en su Programa de Rearme,.una suma suficiente para enviar a todos los ingleses en viaje a la Rivíera. Es claro que se argumenta que los gastos para la guerra son una necesidad, en tanto que los viajes son un lujo. Me siento inclinado a disentir: los viajes son una necesidad, mientras la guerra es un lujo.
Hay también otros sueños. Sueños de utopía y sueños de inmortalidad. El sueño de la inmortalidad es enteramente humano -nótese su universalidad- aunque es vago como el resto, y pocas personas saben qué van a hacer cuando se encuentren con la eternidad pendiente de las manos. Al fin y al cabo, el deseo de inmortalidad es muy parecido a la psicología del suicidio, su exacta oposición. Ambos presumen que el mundo presente no es bastante bueno para nosotros. ¿Por qué no es bastante bueno para nosotros el mundo presente? Más nos sorprendería la pregunta que cualquier respuesta a ella, si hubiéramos salido a visitar el campo en un día de primavera.
Y así ocurre también con los sueños de utopía. El idealismo es simplemente ese estado de ánimo que cree en otro orden del mundo, cualquiera sea la especie de ese orden, en tanto difiera del actual. El liberal idealista es siempre el que piensa que su país es el peor país posible, y la sociedad en que vive la peor de todas las formas de sociedad. Es todavía el tipo del restaurante a la carte que piensa que los pedidos en la mesa vecina son mejores que los suyos. Como lo dice el cronista de "Tópicos" en The New York Times, sólo el Dique de Dniéper en Rusia es un verdadero dique a juicio de esos liberales, y las democracias jamás han construido un dique. Y, es claro, sólo los Soviets han construido un subterráneo. Por el otro lado, la prensa fascista dice a sus pueblos que solamente en su país ha descubierto la humanidad la única forma de gobierno sensata, cabal y aplicable. En esto radica el peligro de los liberales utópicos, tanto como el de los jefes de propaganda fascista; como correctivo muy necesario, no puede tener nada mejor que un sentido del humor.
IV. DEL SENTIDO DEL HUMOR
Dudo que haya sido plenamente apreciada la importancia del humor, o la posibilidad de su empleo para modificar la cualidad y el carácter de toda nuestra vida cultural: el papel del humor en la política, en el estudio y en la vida. Porque su función es química, más que física, altera la textura básica de nuestro pensamiento y experiencia. Podemos dar por sentada su importancia en la vida nacional. La incapacidad de reír costó al ex Kaiser Guillermo un imperio, o como diría un norteamericano, costó miles de millones de dólares al pueblo alemán. Guillermo de Hohenzollern podía reír probablemente en su vida privada, pero siempre parecía terriblemente impresionante con sus bigotes hacia arriba en la vida pública, como si estuviera siempre furioso con alguien. Y luego la calidad de su risa y las cosas de que reía -risa por la victoria, por el buen éxito, por ponerse sobre los demás- fueron factores igualmente importantes para determinar la fortuna de su vida. Alemania perdió la guerra porque Guillermo de Hohenzollern no sabía cuándo reír, ni de qué reír. Sus sueños no estaban contenidos por la risa.
Me parece que el peor comentario que se puede hacer sobre las dictaduras es que los presidentes de las democracias pueden reír, en tanto que los dictadores parecen siempre tan serios: con una mandíbula prominente, un mentón muy resuelto y un labio inferior echado hacia afuera, como si estuviesen haciendo algo terriblemente importante y el mundo no se pudiera salvar sino por ellos. Frankiín D. Rooseveit sonríe a menudo en público: bien por él, y bien para el pueblo norteamericano que quiere ver sonreír a su presidente. Pero, ¿dónde están las sonrisas de los dictadores europeos? ¿O sus pueblos no quieren verlos sonreír? ¿O es que, en verdad, deben parecer atemorizados, o sumamente dignos, o enojados, o, en todo caso, enormemente serios a fin de mantenerse en la silla en que cabalgan? Lo mejor que he leído acerca de Hitler es que procede con completa naturalidad en privado. No sé cómo restaura esto mi confianza en él. Pero algo debe ir mal en las dictaduras si los dictadores tienen que parecer enojados, o si no, jactanciosos. Todo este temperamento está mal.
No nos entregamos ahora a ociosas tonterías al hablar de las sonrisas de dictadores; es terriblemente grave que nuestros gobernantes no sonrían, porque tienen todos los cañones. Por otra parte, la tremenda importancia del humor en la política sólo puede ser comprendida cuando imaginamos (con esa facultad de soñar que hemos llamado "I") un mundo de gobernantes bromístas. Enviemos, por ejemplo, cinco o seis de los mejores humoristas del mundo a una conferencia internacional, y démosles poderes plenipotenciarios de autócratas, y el mundo se salvará. Como el humor marcha necesariamente de la mano con el buen sentido y el espíritu razonable, más algunos poderes excepcionalmente sutiles de la mente para notar inconsistencias y locuras y mala lógica, y como ésta es la forma más alta de la inteligencia humana, podemos estar seguros de que cada nación estará representada en la conferencia por su espíritu más cuerdo y más sano. Que Shaw represente a Irlanda, Stephen Leacock a Canadá; G. K. Chesterton ha muerto, pero P. G. Wodehouse o Aldous Huxiey pueden representar a Inglaterra. Will Rogers ha muerto, pero sí viviera haría un buen diplomático en representación de los Estados Unidos; podemos poner en su lugar a Robert Benchiey o Heywood Broun. Otros habrá de Italia y Francia y Alemania y Rusia. Enviemos a esta gente a una conferencia en vísperas de una gran guerra, y veamos si pueden iniciar una guerra europea, por mucho que lo intenten. ¿Se puede imaginar a este grupo de diplomáticos internacionales iniciando una guerra, o conspirando siquiera por una guerra? El sentido del humor lo veda. Todos los pueblos son demasiado serios y medio locos cuando declaran una guerra contra otros pueblos. Tal es la seguridad que tienen de estar con la razón, de que Dios está de su lado. Los humoristas, mejor dotados de sentido común, no piensan lo mismo. Ya veréis que George Bernard Shaw clama que Irlanda no está en lo cierto, y un caricaturista de Berlín sostiene que el error está del lado de Alemania, y Heywood Broun afirma que la parte principal de las equivocaciones corresponde a los Estados Unidos, en tanto que Stephen Leacock, en la presidencia, pide disculpas generales para la humanidad, y •nos recuerda suavemente que en punto a estupidez y pura tontería ninguna nación puede decir que es superior a las demás. ¿Cómo, en nombre del humor, vamos a iniciar una guerra en esas condiciones?