¿Somos materialistas, pues? Un chino no sabría cómo responder a esta pregunta. Porque con su espiritualidad basada en una especie de existencia material, sujeta a la tierra, no alcanza a ver la distinción entre el espíritu y la carne. Indudablemente, ama las comodidades terrenas, pero las comodidades son cuestión de los sentidos. Sólo a través del intelecto alcanza el hombre la diferenciación entre el espíritu y la carne, en tanto que nuestros sentidos dan la puerta para ambos, como ya lo hemos visto en el capítulo anterior. La música, indudablemente la más espiritual de nuestras artes, pues eleva al hombre al mundo del espíritu, se basa en el sentido del oído. Y el chino no logra ver cómo una simpatía de gustos en el goce de la comida es menos espiritual que una sinfonía de sonidos. Sólo con este sentido realista podemos considerar los sentimientos hacia la mujer que amamos. Es posible una distinción entre su alma y su cuerpo. Porque si amamos a una mujer, no amamos la geométrica precisión de sus facciones, sino más bien sus modos y sus gestos en movimientos, sus miradas y sonrisas. Pero, ¿son físicas o espirituales las miradas y las sonrisas de una mujer? Nadie puede decirlo.
Este sentimiento de la realidad y espiritualidad de la vida se ve ayudado por el humanismo chino; aun más, por toda la manera china de pensar y vivir. La filosofía china puede ser definida brevemente como una preocupación por el conocimiento de la vida más que por el conocimiento de la verdad. Dejando de lado todas las especulaciones metafísicas, por irrelevantes en cuanto a la cuestión de vivir, y como pálidas reflexiones engendradas en nuestro intelecto, los filósofos chinos se aferran a la vida misma y se hacen la única y eterna pregunta: "¿Cómo hemos de vivir?" La filosofía en el sentido occidental parece eminentemente ociosa a los chinos. En su preocupación por la lógica, que se ocupa del método de llegar al conocimiento, y por la epistemología, que plantea la cuestión de la posibilidad del conocimiento, ha olvidado tratar del conocimiento de la vida misma. Eso es una insensatez tan grande y una frivolidad de la misma especie que la de hacer el amor y la corte sin llegar al matrimonio y a la producción de hijos, lo cual es tan malo como tener regimientos de rojos uniformes que marchan en desfiles sin ir a la batalla. Los filósofos alemanes son los más frívolos de todos; cortejan a la verdad como ardientes enamorados, pero rara vez se le declaran en matrimonio.
V. ¿QUÉ ES LA SUERTE?
La contribución particular del taoísmo a la creación del temperamento ocioso reside en el reconocimiento de que no existen cosas tales como la suerte y la adversidad. La enseñanza taoísta por excelencia es la de acentuar el ser sobre el hacer, el carácter sobre los logros, y la calma sobre la acción. Pero la calma interna sólo es posible cuando el hombre no está perturbado por las vicisitudes de la fortuna. El gran filósofo taoísta Liehtsé nos dio la famosa parábola del Anciano del Fuerte:
Un Anciano vivía con su Hijo en un fuerte abandonado sobre la cumbre de una colina, y un día perdió un caballo. Los vecinos llegaron a expresar su pesar por este infortunio, y el Anciano preguntó:
– ¿Cómo sabéis que es mala suerte?
Pocos días más tarde volvió su caballo con una cantidad de caballos salvajes, y esta vez vinieron sus vecinos a felicitarle por esta muestra de fortuna, y el Anciano respondió:
– ¿Cómo sabéis que es buena suerte?
Con tantos caballos a su alcance, el Hijo empezó a cabalgar en ellos, y un día se fracturó una pierna. Otra vez llegaron los vecinos a expresar sus condolencias y el Anciano respondió:
– ¿Cómo sabéis que es mala suerte?
Al año siguiente hubo una guerra, y porque el Hijo del Anciano estaba lisiado no tuvo que ir al frente.
Evidentemente esta clase de filosofía permite al hombre soportar unos cuantos golpes duros en la vida, con la creencia de que no hay golpes duros sin sus ventajas. Como las medallas, tienen reverso. La posibilidad de la calma, el poco gusto por la acción y el movimiento por sí mismo, y el desprecio del buen éxito y de las realizaciones se hacen posibles con esta especie de filosofía, una filosofía que dice: Nada importa a un hombre que dice que nada importa. El deseo de un triunfo muere a manos de la corazonada de que el deseo de triunfo significa casi lo mismo que el temor del fracaso. Cuantos más triunfos ha conseguido un hombre, tanto más teme su caída. Las ilusorias recompensas de la fama se ven puestas frente a las tremendas ventajas de la oscuridad. Desde el punto de vista taoísta, un hombre educado es el que cree que no ha triunfado cuando ha triunfado, pero no está tan seguro de haber fracasado cuando fracasa, en tanto que la marca del hombre semieducado es su presunción de que sus triunfos y fracasos externos son absolutos y reales.
Por ende, la distinción entre budismo y taoísmo es ésta: la meta del budista es que no va a necesitar nada, en tanto que la meta del taoísta es que no va a ser necesitado para nada. Sólo quien no es necesitado por el público puede ser un individuo despreocupado, y sólo quien es un individuo despreocupado puede considerarse un ser humano feliz. Con este espíritu, Tschuangtsé, el más grande y mejor dotado entre los filósofos taoístas, nos advierte continuamente que no seamos demasiado prominentes, demasiado útiles y demasiado serviciales. Cuando engordan demasiado, se mata a los cerdos y se les ofrenda en el altar del sacrificio, y los pájaros hermosos son los primeros que mata el cazador, por su bello plumaje. En este sentido, Tschuangtsé narró la parábola de dos hombres que van a profanar una tumba y a robar el cadáver. Dan martillazos en la frente del cadáver, le quiebran los pómulos y rompen las mandíbulas, todo porque el muerto cometió la tontería de ser enterrado con una perla en la boca.
La conclusión inevitable de todo este filosofar es: ¿Por qué no holgazanear?
VI. TRES VICIOS NORTEAMERICANOS
Para los chinos, por consiguiente, con su bella filosofía de que "Nada importa al hombre que dice que nada importa", los norteamericanos ofrecen un extraño contraste. ¿Merece en verdad la vida toda esta molestia, hasta el extremo de convertir al alma en esclava del cuerpo? La alta espiritualidad de la filosofía de la holganza lo veda. El anuncio más característico que jamás he visto es uno de una firma de ingeniería que tenía estas palabras, en caracteres enormes: "Casi bien no es bastante". El deseo de una eficiencia al cien por ciento parece casi obsceno. Lo malo de los norteamericanos es que cuando una cosa está casi bien, quieren hacerla aun mejor, en tanto que para un chino, casi bien ya es bastante.
Los tres grandes vicios norteamericanos parecen ser: eficiencia, puntualidad y el deseo de la realización y el triunfo. Son las cosas que hacen tan desventurados y tan nerviosos a los norteamericanos. Les roban el inalienable derecho a la holganza y les birlan más de una tarde buena, ociosa y bella. Se debe partir de la creencia de que no hay catástrofes en este mundo y que, aparte del noble arte de lograr que se hagan las cosas, existe el más noble arte de dejar las cosas sin hacer. En general, sí uno responde prontamente a las cartas, el resultado es tan bueno o tan malo como si jamás las hubiera contestado. Después de todo, nada sucede, y si bien se pueden haber perdido unas cuantas citas buenas, también se pueden haber evitado unas pocas desagradables. No vale la pena responder a la mayoría de las cartas, si se las guarda en un cajón durante tres meses: al leerlas tres meses después, puede comprender uno cuan absolutamente inútil y qué pérdida de tiempo habría sido contestarlas. Escribir cartas puede llegar a ser un vicio, en realidad. Convierte a los escritores en notables vendedores a comisión, y a los profesores universitarios en eficientes hombres de negocios. En este sentido, puedo comprender el desprecio de Thoreau por el norteamericano que va siempre al correo.