El libro está literalmente sembrado de pasajes de igual encanto y belleza, que demuestran un enorme amor por la naturaleza, pero ha de bastarnos la siguiente descripción de cómo pasaron un verano:
Después de habernos mudado a la Calle Ts'angmi, llamé a nuestro dormitorio la "Torre de la fragancia de los huéspedes", como referencia al nombre de Yün ( [42]). y a la narración de Liang Hung y Meng Kuang que como marido y mujer eran siempre corteses uno con otro "cohuéspedes". Nos disgustaba quizá la casa porque las paredes eran demasiado altas y muy pequeño el patio. A los fondos había otra casa que conducía a la biblioteca. Mirando por la ventana del fondo se podía ver el viejo huerto del señor Lu, en ruinosa condición entonces. Los pensamientos de Yün todavía estaban fijos en el hermoso escenario del Pabellón Ts'anglang.
Por aquella época vivía una vieja campesina al este del Puente de la Madre Oro y al norte de Kenghsiang. Su casita estaba rodeada por campos de verdura y tenía una puerta de troncos. Fuera de la puerta había un estanque de unos treinta metros de ancho, del todo rodeado por árboles… Unos pocos pasos al oeste de la casita había un montículo lleno de ladrillos rojos, y desde su cima se podía mirar a toda la campiña, que era campo abierto con silvestre vegetación en algunos trechos. Una vez, la vieja mujer mencionó este lugar y Yün no hizo más que pensar en él… Al día siguiente fui hasta allí y noté que la casita sólo tenía dos piezas que podían ser divididas en cuatro. Con ventanas de papel y lechos de bambú, la casita sería un lugar delicioso para vivir…
Nuestros únicos vecinos eran dos viejos esposos que cultivaban verduras para el mercado. Supieron que íbamos a permanecer allí todo el verano y fueron a visitamos, llevándonos pescado del estanque y verduras de sus huertos. Quisimos pagarles, pero como no quisieron aceptar dinero, Yün hizo zapatos para los dos, que finalmente pudimos persuadirles de que aceptaran. Esto era en julio, cuando los árboles ponían su sombra sobre el lugar. La brisa de verano sopló sobre el agua del estanque, y las cigarras llenaron el aire con sus cantos durante el día entero. Nuestro vecino también nos hizo una línea de pesca, y solíamos pescar juntos bajo la sombra de los árboles. Muy avanzada la tarde, subíamos al montículo para contemplar el resplandor del crepúsculo y componer versos, cuando nos sentíamos inclinados a ello. Dos de los versos fueron:
Bestias-nubes tragan el sol caído,
Y el arco-luna dispara las estrellas fugitivas.
Al cabo de un rato, la luna cortaba su imagen en el agua, comenzaban a cantar los insectos en redor, y colocábamos un lecho de bambú cerca de la verja de plantas, para sentamos o recostamos. La vieja mujer nos informaba entonces que había calentado vino y preparado comida, y nos sentábamos a beber algo bajo la luna. Después de bañarnos, nos poníamos las chinelas y buscábamos un abanico, y nos sentábamos o nos acostábamos al aire libre, escuchando los viejos cuentos de retribución que nos narraba el vecino. Cuando entrábamos a dormir, a eso de medianoche, sentíamos todo el cuerpo fresco y lindo, olvidados casi de que vivíamos en una ciudad.
Pedimos al jardinero que junto a la cerca plantara crisantemos. Las flores se abrieron en la novena luna, y permanecimos allí otros diez días. Mi madre estaba muy complacida también, y nos iba a visitar. Comimos cangrejos, pues, en medio de los crisantemos y dejamos pasar el día así. Yün estaba encantada con todo aquello, y me dijo: "Algún día debemos construir una casita aquí. Compraremos diez mow de terreno, y alrededor plantaremos verduras y melones para la comida. Tú pintarás y yo bordaré, y ganaremos así bastante dinero para comprar vino y componer poemas en las comidas. Vestidos con sencillas túnicas y comiendo sencillos víveres, podremos vivir juntos y felices sin ir a ninguna parte. Convine en un todo con ella. Ahora, el lugar sigue allí, mientras que ha muerto aquella que conocía a mi corazón. ¡Ay, tal es la vida!
IV. DE ROCAS Y DE ARBOLES
No sé qué vamos a hacer ahora. Estamos construyendo casas cuadradas, todas en hileras, y tenemos calles rectas, sin árboles. No hay ya calles retorcidas, ni casas viejas, ni pozos en los jardines, y suele ser una caricatura el escaso jardín particular que hay en una ciudad. Hemos podido separar a la naturaleza de nuestras vidas, y vivimos en casas sin techos, pues el techo es el descuidado extremo de un edificio, que se deja con cualquier forma después de cumplidos los propósitos utilitarios, pues el contratista del edificio está ya cansado y con prisa de terminar su trabajo. El edificio común parece una pila de cubos de madera construida por un niño displicente o caprichoso que se cansa del juego antes de haberlo terminado, y deja su pila sin concluir, sin coronar. El espíritu de la naturaleza ha dejado al moderno hombre civilizado, y parece que tratamos de civilizar a los mismos árboles. Sí alguna vez nos acordamos de plantarlos en una avenida, solemos numerarlos en serie, desinfectarlos, cortarlos y podarlos para que asuman unas formas que los humanos consideren hermosas.
A menudo plantamos flores y las tendemos en un cantero de manera que parezcan un círculo o una estrella, o diferentes letras del alfabeto, y nos horroriza que alguna de las flores así plantadas se salga de la línea, como nos horroriza ver a un cadete militar que pierde el paso, y entonces procedemos a cortarla con una tijera. Y en Versalles plantamos esos árboles cortados en conos, de a pares, y los arreglamos con perfecta simetría en un círculo perfecto, o en hileras perfectamente rectilíneas, en formación militar. Tal es la gloria humana, y el poder, y la capacidad de preparar y disciplinar a los árboles como preparamos y disciplinamos soldados uniformados. Si un árbol de un par crece más alto que el otro, nos pican las manos hasta que le cortamos la cima para que no perturbe nuestro sentido de la simetría y el poder y la gloria humanos.
Existe, por consiguiente, el gran problema de recobrar la naturaleza y de traerla de nuevo al hogar. Es un problema exasperante. ¿Qué puede hacer uno, con el más artístico de los temperamentos, cuando vive en un departamento, lejos de la tierra? ¿Cómo va a tener uno algo de césped o un pozo o un bosquecillo de bambúes, aunque sea suficientemente rico como para alquilar un departamento con terraza? Todo está mal, absoluta e irreparablemente mal. ¿Qué queda por admirar, salvo los rascacielos y las ventanas iluminadas y en hileras, de noche? AI mirar estos rascacielos y estas hileras de ventanas iluminadas de noche, se envanece uno más y más por el poder de la civilización humana, y olvida qué criaturas pequeñas son los seres humanos. Me veo forzado, pues, a abandonar el problema, porque desespero de encontrarle solución.
Por lo tanto, debemos comenzar por dar tierras al hombre, y muchas tierras. Cualquiera sea la excusa, es mala una civilización que priva de la tierra al hombre. Pero supongamos que en una civilización futura cada hombre pueda poseer una hectárea de tierra; entonces tendrá algo con que empezar. Podrá tener árboles, árboles suyos, y rocas, rocas suyas. Ejercerá el cuidado de elegir un sitio donde ya haya árboles crecidos, y si no hay árboles bien crecidos, plantará árboles que crezcan rápidamente, para él, como los bambúes y los sauces. Entonces no tendrá que tener pájaros en jaulas, porque los pájaros irán a él, y cuidará que haya ranas en la vecindad, y también, de preferencia, algunos lagartos y arañas. Sus hijos podrán entonces estudiar la naturaleza en la Naturaleza y no en una caja de cristal. Por lo menos sus hijos podrán ver cómo salen los polluelos de los huevos, y no tendrán que ser tan horriblemente ignorantes acerca del sexo y la reproducción como lo son a menudo los hijos de las "buenas" familias. Y tendrán el placer de presenciar una lucha entre lagartijas y arañas. Y también tendrán el placer de ponerse sucios cómodamente.