Hay una relación más íntima de lo que sospechamos entre la moral y la arquitectura y la decoración de interiores. Huxley ha señalado que las damas occidentales no se bañaban frecuentemente porque temían verse el cuerpo desnudo, y este concepto moral postergó durante siglos el nacimiento de las modernas bañaderas esmaltadas. Podemos comprender por qué en el diseño del antiguo moblaje chino se prestaba tan poca consideración a la comodidad humana, sólo cuando advertimos el ambiente confuciano en que vivía la gente. Los muebles chinos de caoba fueron ideados para que la gente se sentara erguida, porque ésa era la única postura aprobada por la sociedad. Hasta los emperadores chinos tenían que sentarse en un trono en el cual yo no querría quedarme más de cinco minutos, y en cuanto a eso los reyes ingleses no lo pasaban mejor. Cleopatra solía andar por ahí reclinada en un canapé llevado por sirvientes, porque, al parecer, jamás había oído hablar de Confucio. Si Confucio le hubiese visto hacer tal cosa, de seguro que le habría "golpeado los tobillos con un bastón", como hizo con uno de sus viejos discípulos, Yüan Jang, a quien encontró sentado en una postura incorrecta. En la sociedad confuciana en que vivíamos, las damas y los caballeros tenían que mantenerse perfectamente erguidos, al menos en ocasiones formales, y el menor intento de levantar una pierna habría sido interpretado en seguida como muestra de vulgaridad y falta de cultura. Es más: para demostrar mayor respeto, al ver a un funcionario superior, uno tenía que sentarse delicadamente en el borde de la silla, haciendo un ángulo oblicuo, lo cual era una muestra de respeto y la cumbre de la cultura. Hay también una íntima conexión entre la tradición confuciana y las incomodidades de la arquitectura china, pero no entraremos ahora en eso.
Gracias al movimiento romántico de final del siglo XVIII y principios del XIX, esta tradición de clásico decoro se ha perdido, y estar cómodo ya no es pecado. En cambio, ha ocupado su lugar una actitud más veraz hacia la vida, debida tanto al movimiento romántico como a una mejor comprensión de la psicología humana. El. mismo cambio de actitud que obligó a que se cesara de considerar inmorales las diversiones teatrales, y "bárbaro" a Shakespeare, ha hecho posible también la evolución de los trajes de baño de las mujeres, de las bañaderas limpias y de los sillones y divanes cómodos, y un estilo de vivir y de escribir más veraz y a la vez más íntimo. En este sentido hay una verdadera relación entre mi costumbre de apoltronarme en un sofá y mi intento de introducir una escritura más íntima y fácil en el moderno periodismo chino.
Si admitimos que la comodidad no es un pecado, debemos admitir también que cuanto más cómodamente se disponga •un hombre en un sillón, en la sala de un amigo, tanto mayor respeto muestra por su huésped. Después de todo, estar como en su casa y parecer cómodo en casa ajena no es más que ayudar al dueño o dueña de la casa a que tenga feliz éxito en el difícil arte de la hospitalidad. ¡Cuántas dueñas de casa han temido, han temblado ante la posibilidad de una fiesta en que los invitados no se muestren dispuestos a estar a sus anchas! Siempre he ayudado a los dueños de casa, poniendo una pierna sobre una mesita de té, o cualquier otro objeto cercano, y de ese modo he obligado a todos los demás a desprenderse de la capa de falsa dignidad.
Yo he descubierto una fórmula relativa a la comparativa comodidad de los muebles. Esta fórmula puede ser expuesta en términos muy sencillos: cuanto más baja es una silla, tanto más cómoda resulta. Muchas personas se habrán sentado en cierta silla de la casa de un amigo, extrañados de que fuera tan cómoda. Antes del descubrimiento de esta fórmula solía pensar yo que los peritos en decoración interior tenían probablemente una fórmula matemática que les daba la proporción entre la altura y el ancho y el ángulo de inclinación de las sillas, para procurar el máximo de comodidad a los que se sientan. Desde el descubrimiento de esta fórmula he visto que era más sencillo. Tómese cualquier mueble de pino de China y córtesele unos centímetros de las patas, e inmediatamente se hace más cómoda; y si se le cortan otros pocos centímetros, más cómoda aun se hace. La conclusión lógica es, claro está, que uno se siente más cómodo cuando está tendido en cama. Sí, es tan sencillo como eso.
Desde este principio fundamental podemos ir al corolario de que cuando nos vemos sentados en una silla demasiado alta y a la que no le podemos cortar las patas, todo lo que tenemos que hacer es buscar algún objeto sobre el cual podamos descansar las piernas y disminuir así teóricamente la diferencia de nivel entre las caderas y los pies. Uno de los sistemas más comunes que empleo es el de abrir un cajón del escritorio y apoyar en él los pies. Pero dejo al sentido común de cada uno la aplicación inteligente de este corolario.
Para corregir cualquier falsa idea de que acostumbro a estar repantigado durante la dieciséis horas que paso despierto en el día, debo apresurarme a explicar que soy capaz de estarme empecinadamente sentado ante el escritorio o frente a una máquina de escribir durante tres horas seguidas. Cuando quiero exponer claramente que el aflojamiento de nuestros músculos no es necesariamente un crimen, no pretendo decir que debemos tener los músculos flojos todo el tiempo, o que es la postura más higiénica que podemos asumir durante todo el día. Muy otra es mi intención. Al fin y al cabo, la vida humana se cumple en ciclos de trabajo y de juego, de tensión y aflojamiento. La energía cerebral del hombre y su capacidad para el trabajo se presenta en ciclos mensuales, como el cuerpo de la mujer. William James dijo que cuando se ajusta demasiado la cadena de una bicicleta no se consigue que corra mejor, e igual ocurre con la mente humana. Todo, al fin y al cabo, es cuestión de costumbre. En el cuerpo humano hay una capacidad infinita para nuevos ajustes. Los japoneses, que tienen la costumbre de sentarse en el piso con las piernas cruzadas, deben sufrir calambres, supongo, si se les hace sentar en sillas. Sólo si alternamos entre la postura absolutamente erecta, del trabajo en las horas de oficina, y la postura de tendernos en un sofá después de un duro día de trabajo, podemos lograr la más alta sabiduría de la vida.
Una palabra para las señoras: cuando no hay nada cerca para descansar los pies, pueden encoger las piernas y enroscarlas sobre un sofá. Nunca parecen ustedes tan encantadoras como cuando están en esa actitud.
III. DE LA CONVERSACIÓN
"Hablar contigo durante una noche es mejor que estudiar libros durante diez años", fue el comentario de un viejo estudioso chino después de tener una conversación con un amigo. Tiene mucho de cierto esa afirmación, y hoy la frase "una noche de charla" ha llegado a ser expresión corriente para referirse a una feliz conversación con un amigo, de noche, ya sea en el pasado o en el porvenir. Hay dos o tres libros que se parecen a los "ómnibus de fin de semana", publicados en inglés, con títulos como Una noche de charla o Una noche de charla en la montaña. Un placer tan supremo como el de una conversación perfecta con un amigo, de noche, es necesariamente raro, porque como lo ha señalado Li Liweng, los que son sabios rara vez saben hablar, y los que hablan rara vez son sabios. El descubrimiento de un hombre, en un templo empinado en la montaña, que comprenda realmente la vida y a la vez entienda el arte de la conversación, debe ser, por lo tanto, uno de los placeres más agudos, como el descubrimiento de un nuevo planeta por un astrónomo o de una nueva variedad de plantas por un botánico.
La gente se queja hoy de que el arte de la conversación en torno a una chimenea o a un barril de cohetes se está perdiendo, debido al ritmo de la vida comercial de hoy. Estoy muy seguro de que ese ritmo tiene algo de culpa, pero creo también que la distorsión del hogar, convertido en un departamento sin fuego de leños, comenzó la destrucción del arte de la conversación y la influencia del automóvil la completó. El ritmo es del todo falso, porque la conversación existe solamente en una sociedad de hombres imbuidos de espíritu de ocio, con su facilidad, su humorismo y su apreciación de los matices más ligeros. Porque hay un evidente distingo entre charlar, sencillamente, y conversar. Esta distinción se hace en el idioma chino entre shuohua (hablar) y t'anhua (conversación), que implica que el discurso es más gárrulo y despacioso y los temas de conversación más triviales y menos de negocios. Puede notarse una diferencia similar entre la correspondencia comercial y las cartas de literatos amigos. Podemos hablar o discutir de negocios con casi todo el mundo, pero hay muy pocas personas con quienes podemos sostener verdaderamente una conversación nocturna. Por eso, cuando encontramos a un verdadero conversador, el placer es igual, si no superior, al de leer un delicioso autor, con el placer adicional de escuchar su voz y ver sus ademanes. A veces lo hallamos en la feliz reunión de viejos amigos, o entre relaciones que se dedican a sus reminiscencias, a veces en el salón de fumar de un tren nocturno, y a veces en una hostería durante un lejano viaje. Se charlará de duendes y de espíritus de zorros, junto con entretenidos relatos o apasionados comentarios sobre dictadores y traidores, y a veces, antes de advertirlo, un sabio observador y conversador hace luz sobre cosas que ocurren en determinado país y que son prolegómeno de su inminente caída o de un cambio de régimen. Tales conversaciones quedan entre los recuerdos que acariciamos durante toda la vida.