Es sorprendente ver cuan pocas personas se hallan advertidas del valor de la soledad y la contemplación. El arte de estar tendido en la cama significa algo más que el descanso físico después de haber pasado un día de esfuerzo, y de completo aflojamiento de los nervios después de que toda la gente que ha encontrado uno, todos los amigos que han de decir chistes tontos, y todos los hermanos y hermanas que han tratado de corregir el comportamiento de uno y de llevarle al cielo, le han arruinado del todo los nervios. Es todo eso, lo admito. Pero es algo más. Si se cultiva debidamente este arte, debe resultar una especie de limpieza mental. En realidad, muchos hombres de negocios que se vanaglorian de marchar a gran paso por la mañana y la tarde, y de tener siempre ocupados tres teléfonos en el escritorio, no alcanzan a comprender que podrían ganar el doble de dinero si se dieran una hora de soledad, despiertos, en la cama, a la una o aun a las siete de la mañana. ¿Qué importa, aunque se quede uno en cama hasta las ocho? Mil veces mejor sería que se proveyera de una buena caja de cigarrillos sobre la mesita de noche, y que dedicara mucho tiempo a levantarse de la cama y a resolver todos sus problemas del día antes de limpiarse los dientes. Allí, cómodamente estirado o encogido, en pijama, libre de la picante ropa interior de lana o la irritación del cinturón o los tiradores, y de la sofocación de los cuellos y los duros zapatos de cuero, cuando los dedos de los pies están emancipados y han recobrado la libertad que pierden inevitablemente durante el día, puede pensar la verdadera cabeza de los negocios, porque solamente cuando están libres los dedos de los pies se halla libre la cabeza, y solamente cuando está libre la cabeza es posible pensar de verdad. En esa cómoda posición puede ponderar sobre sus aciertos y errores de ayer, y desbrozar lo importante de lo trivial en el programa del día que tiene por delante. Sería más conveniente llegar a las diez a la oficina, dueño de sí mismo, que aparecer puntualmente a las nueve, o aun un cuarto de hora antes para vigilar a sus subordinados como un patrón de esclavos, y "atarearse por nada", como dicen los chinos.
Pero para el pensador, el inventor y el hombre de ideas, significa aun más tenderse tranquilamente en la cama durante una hora. Un escritor puede obtener más ideas para sus artículos o su novela en esta posición que sentándose tercamente ante el escritorio toda la mañana y la tarde. Porque allí, libre de los llamados telefónicos y de los visitantes bien intencionados y las comunes trivialidades de la vida cotidiana, ve la vida a través de un cristal o de una cortina de cuentas, diríamos, y se tiende una aureola de poética fantasía en torno al mundo, al que imparte una mágica belleza. Allí ve la vida, no en su crudeza, sino transformada de pronto en un cuadro más real que la vida misma, como las grandes pinturas de Ni Yünlin o Mi Fei.
Lo que realmente ocurre en la cama es esto: Cuando uno está en la cama los músculos descansan, la circulación se hace más suave y más regular, la respiración cobra tranquilidad, y todos los nervios ópticos, auditivos y vasomotores se encuentran más o menos en descanso completo, produciendo una quietud física más o menos total, y con ello se,, hace más absoluta la concentración mental, sea sobre las ideas o sobre las sensaciones. Aun con respecto a las sensaciones, las olfativas o auditivas por ejemplo, nuestros sentidos están más agudizados en ese momento. Toda buena música debe ser escuchada tendido en cama. Li Liweng dice en su ensayo sobre "Sauces" que se debe aprender a escuchar tendido en la cama el canto de los pájaros al amanecer. ¡Qué mundo de belleza nos espera si aprendemos a despertarnos al alba y escuchar el celestial concierto de los pájaros! En verdad, hay una profusión de música de los pájaros en casi todas las ciudades, aunque estoy seguro de que muchos residentes no lo notan. Por ejemplo, esto es lo que he escrito sobre los sonidos que escuché una mañana en Shanghai:
Esta mañana desperté a las cinco después de dormir muy bien y escuché un glorioso festín de sonidos. Lo que me despertó fue el sonido de las sirenas de las fábricas en una gran variedad de tonos y de fuerza. Al rato oí un distante repiqueteo de cascos de caballos: debía ser una fuerza de caballería que pasaba por la calle de Yuyuen; y en ese tranquilo amanecer me causó más deleite estético que una sinfonía de Brahms. Hubo luego algunos gorjeos tempranos de cierta especie de pájaros. Lamento no conocer la ciencia de los pájaros, pero gocé lo mismo de los gorjeos.
Hubo otros sonidos, es claro: el "boy" de algún extranjero, seguramente al cabo de una noche de juerga, apareció a eso de las cinco y media y comenzó a golpear una puerta. Se oyó después a un basurero que barría una calleja vecina con el bisbiseo de su escoba de bambú. De pronto, un pato salvaje, supongo, surcó el cielo, dejando ecos de su ku.ng-tu.ng en el aire. A las seis y veinticinco escuché el distante trueno de la máquina del tren de Shanghai-Hangchow que llegaba a la Estación Jessfield. Hubo uno o dos sonidos de los niños que dormían en el cuarto vecino. Empezó a agitarse entonces la vida y un distante murmullo de actividades humanas en la vecindad cercana y lejana aumentó gradualmente en volumen e intensidad. En la planta baja de la casa se habían levantado ya los sirvientes. Se abrían las ventanas. Se colocaba un gancho en una puerta. Una tosecilla. Un suave ruido de pisadas. Un golpeteo de tazas y platillos. Y de pronto el bebé gritó: "¡Mamá!"
Este fue el concierto natural que escuché aquella mañana en Shanghai.
Durante toda la primavera, aquel año, mi mayor placer fue escuchar a una especie de ave que se llama, probablemente, codorniz o perdiz en este idioma. Su llamado de amor consiste en cuatro notas (do. mi: re \ -: -. si), de las cuales el re dura dos o tres compases y termina en el medio de un compás, seguido por un si abrupto, entrecortado, en la octava más baja. Es la canción que yo solía escuchar en las montañas daban los lugares comunes confucianos. Sucedió, empero, que se tradujo la frase "estilo familiar" por una frase china que significa "estilo cachaciento". Esta fue la señal para un ataque del campo comunista, y ahora tengo la indiscutible reputación de ser el más ocioso de todos los escritores ociosos de China y, por ende, el más imperdonable, "mientras vivimos este período de humillación natural".
Admito que me apoltrono en las salas de mis amigos, pero los demás también lo hacen. ¿Para qué son los sillones, de todos modos, sino para que se apoltrone la gente? Si los caballeros y las damas del siglo XX tuvieran que sentarse erguidos todo el tiempo, con absoluta dignidad, no habría sillones en las salas modernas, sino que nos sentaríamos en tiesos muebles de madera, y los pies de la mayoría de las señoras colgarían a buena distancia del suelo.
En otras palabras, hay una filosofía en repantigarse en el asiento. La mención de la palabra "dignidad" explica exactamente el origen de la diferencia en los estilos de sentarse que tenía la gente de antaño y la moderna. La gente de antes se sentaba con el fin de parecer digna, mientras la gente moderna se sienta a fin de estar cómoda. Hay un conflicto filosófico entre las dos porque, según las nociones antiguas que existían hace medio siglo, la comodidad era un pecado, y estar cómodo era ser irrespetuoso. Aldous Huxley la ha expuesto con suficiente claridad en su ensayo sobre "Comodidad". La sociedad feudal que hizo imposible el nacimiento del sillón hasta los días modernos, según la describe Huxley, era exactamente lo mismo que la que existió en China hasta hace una generación. Hoy, todo hombre que se diga amigo de otro no debe tener miedo de poner las piernas sobre el escritorio en el cuarto de su amigo, y tomamos esto como muestra de familiaridad, en lugar de falta de respeto, aunque poner las piernas sobre el escritorio en presencia de un miembro de la generación mayor sería cosa diferente.