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III. EL ARTE DE LEER

La lectura, o el goce de los libros, ha sido considerada siempre entre los encantos de una vida culta y es respetada y envidiada por quienes se conceden rara vez ese privilegio. Es fácil comprenderlo cuando comparamos la diferencia entre la vida de un hombre que no lee y la de uno que lee. El hombre que no tiene la costumbre de leer está apresado en un mundo inmediato, con respecto al tiempo y al espacio. Su vida cae en una rutina fija; está limitado al contacto y la conversación con unos pocos amigos y conocidos, y sólo ve lo que ocurre en su vecindad inmediata. No hay forma de escapar de esa prisión. Pero en cuanto toma en sus manos un libro entra en un mundo diferente, y si el libro es bueno se ve inmediatamente en contacto con uno de los mejores conversadores del mundo. Este conversador le conduce y le transporta a un país diferente o una época diferente, o descarga en él algunos de sus pesares personales, o discute con él una forma especial o un aspecto de la vida de que el lector nada sabe. Un autor antiguo le pone en comunión con su espíritu muerto largo tiempo ha, y a medida que lee comienza a imaginar qué parecería ese autor antiguo y qué clase de persona sería. Tanto Mencio como Ssema Ch'ien, el más grande historiador chino, han expresado la misma idea. Poder vivir dos horas, sobre doce, en un mundo diferente, y restar los pensamientos al reclamo del presente inmediato es, claro está, un privilegio que deben envidiar las personas que están encerradas en su prisión corporal. Tal cambio de ambiente es en verdad similar a un viaje, en su efecto psicológico.

Pero hay más que esto. El lector se ve llevado siempre a un mundo de pensamientos y reflexiones. Aunque se trate de un libro de hechos físicos, hay una diferencia entre ver esos hechos en persona, o vivirlos, y leer sobre ellos en los libros, porque entonces los hechos asumen siempre la calidad de un espectáculo y el lector se convierte en un espectador desapasionado. La mejor lectura es, pues, la que nos lleva a este mundo contemplativo, y no la que se ocupa solamente del registro de los hechos. Considero que no se puede llamar leer a esa tremenda cantidad de tiempo que se pierde con los diarios, porque los lectores comunes de diarios se preocupan sobre todo de obtener noticias sobre hechos y acontecimientos.

La mejor fórmula sobre el objeto de la lectura, a mi juicio, fue dada por Huang Shanku, un poeta Sung y amigo de Su Tungp'o, que dijo: "Un sabio que no ha leído nada durante tres días siente que su conversación no tiene sabor (que se hace insípida), y su cara se hace odiosa al mirarla (en el espejo)". Lo que quiso decir es que la lectura da al hombre cierto encanto y sabor, que es el objeto de la lectura, y sólo puede llamarse arte a la lectura con este objeto. No se lee "para mejorar el espíritu", porque cuando se comienza a pensar en mejorar el espíritu o la mente, desaparece todo el placer de la lectura. Estas son las personas que se dicen: "Debo leer Shakespeare, y debo leer Sófocles, y debo leer Cervantes, para poder ser un hombre culto". Estoy seguro de que un hombre así no será culto jamás. Una noche se forzará a leer Hamlet de Shakespeare, y saldrá de ello como de un mal sueño, con el único beneficio de poder decir que ha "leído" Hamlet. Todo el que lea un libro con sentido de obligación es porque no comprende el arte de la lectura. Este tipo de lectura con fines de negocios es igual a la lectura de los archivos y antecedentes, por un político, antes de pronunciar un discurso. Es apenas pedir consejo e información de negocios, y no leer.

Leer para cultivar el encanto personal del aspecto físico y del sabor en la palabra es, pues, según Huang, la única especie de lectura que se puede admitir. Este encanto del aspecto debe ser interpretado, evidentemente, como algo más que la belleza física. Huang no se refiere a la fealdad física en su frase. Hay caras feas que tienen un encanto fascinador y caras hermosas que son insípidas para quien las mira. Entre mis amigos chinos hay uno cuya cabeza tiene la forma de una bomba y, sin embargo, verle es siempre un placer. La.cara más hermosa entre las de los autores occidentales contemporáneos, por cuanto he podido apreciar en las fotografías, era la de G. K. Chesterton. ¡Tenía tan diabólico conglomerado de bigotes, anteojos, enmarañadas cejas y fruncido ceño! Al mirarla se sentía que dentro de esa frente había una buena cantidad de ideas en acción, prontas para saltar en cualquier momento por aquellos ojos extrañamente penetrantes. Esa cara era una de las que Huang llamaría hermosas, una cara que no estaba hecha por el polvo y el colorete, sino por la pura fuerza del pensamiento. En cuanto al sabor del discurso, todo depende de la forma de leer. Que uno tenga sabor o no cuando habla, depende de su método de lectura. Si un lector obtiene el sabor de los libros, demostrará ese sabor en sus conversaciones, y si tiene sabor en sus conversaciones no podrá menos que tener sabor en lo que escribe.

Por ende, considero el sabor, o el gusto, como la llave de toda la lectura. Sigue necesariamente de ello que el gusto es selectivo e individual, como el gusto en la comida. La forma más higiénica de comer es, al fin y al cabo, la de comer lo que gusta, porque entonces tiene uno seguridad de la digestión. Cuando se lee, como cuando se come, lo que hace bien a uno puede matar a otro. El maestro no puede forzar a sus discípulos a que gusten de lo que él gusta como lectura, y un padre no puede esperar que sus hijos tengan los mismos gustos que él. Y si el lector no tiene gusto para lo que lee, pierde el tiempo. Ya lo dice Yüan Chunglang: "Podéis dejar de lado los libros que no os gustan, y que los demás los lean."

Por lo tanto, no puede haber libros que uno debe leer. Porque nuestros intereses intelectuales crecen como un árbol o fluyen como un río. Mientras haya savia adecuada ha de crecer de algún modo el árbol, y mientras haya agua del manantial el río seguirá corriendo. Cuando el agua choca con un escollo de granito no hace más que girar a su alrededor; cuando encuentra un valle bajo y placentero se detiene y se extiende por un rato; cuando se encuentra en un hondo estanque de la montaña está contenta de quedar allí; cuando se encuentra en unos rápidos, corre adelante. Así, sin esfuerzo alguno, sin propósito determinado, llegará seguramente un día al mar. No hay en el mundo libros que se deban leer, sino solamente libros que una persona debe leer en cierto momento en un lugar dado dentro de circunstancias dadas y en un período dado de su vida. Llego a creer que la lectura, como el matrimonio, está determinada por el destino o yin-yüan. Aunque haya cierto libro que todos deben leer, como la Biblia, hay un momento para hacerlo. Cuando los pensamientos y la experiencia de una persona no han llegado a cierto punto para leer una obra maestra, la obra maestra sólo le dejará mal sabor en el paladar. Confucio dijo: "Cuando se tienen cincuenta años se puede leer el Libro de los cambios", lo que significa que no se debe leer a los cuarenta y cinco años. El sabor extremadamente suave de las frases del mismo Confucio en las Analectas, y su madura sabiduría, no pueden ser apreciados hasta que el lector ha madurado.

Además, el mismo lector cuando lee el mismo libro en períodos diferentes logra un diferente sabor. Por ejemplo, gozamos más un libro cuando hemos tenido una conversación personal con el mismo autor, o después de haber visto un retrato suyo; y se logra un sabor diferente, a veces, después de haber roto una amistad con el autor. El lector obtiene un sabor cuando lee el Libro de los cambios a los cuarenta años, y otra especie de sabor cuando se lee a los cincuenta, después de haber visto más cambios en la vida. Por lo tanto, todos los buenos libros pueden ser leídos con provecho y con renovado placer por segunda vez. En mis días de estudiante se me hizo leer Westward Ho! y Henry Esmond, pero si bien fui capaz de apreciar Westward Ho! cuando no tenía veinte años, el verdadero sabor de Henry Esmond me escapó completamente hasta que reflexioné, años más tarde, y sospeché que había en este libro mucho más encanto que el que había sido capaz de apreciar yo.

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