Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

La ciencia, si algo nos ha enseñado, es un mayor respeto por nuestro cuerpo, al hacer más profundo el sentido de extrañeza y misterio de sus trabajos. En primer término, genéticamente, comenzamos a comprender cómo estamos aquí, y vemos que, en lugar de estar hechos de barro o arcilla, nos hallamos sentados en lo alto del árbol genealógico del reino animal. Debe ser ésta una hermosa sensación, suficientemente satisfactoria para todo hombre que no se haya embriagado con su propio espíritu. No es que yo crea que hace millones de años vivieron y murieron los dinosaurios a fin de que nosotros pudiéramos caminar hoy erguidos con las dos piernas sobre la tierra. Sin tan gratuitas presunciones, la biología no ha destruido una pizca de la dignidad humana, ni arrojado dudas sobre el criterio de que somos probablemente los más espléndidos animales jamás aparecidos en esta tierra. De modo que esto es muy satisfactorio para todo hombre que quiera insistir en la dignidad humana. En segundo lugar, nos impresiona más que nunca el misterio y la belleza del cuerpo. El funcionamiento de las partes internas de nuestro cuerpo y la maravillosa correlación entre ellas fuerzan en nosotros una idea de la extrema dificultad con que se producen esas correlaciones, y la extrema sencillez y finalidad con que, de todos modos, se cumplen. En lugar de simplificar estos procesos químicos internos explicándolos, la ciencia los hace tanto más difíciles de entender. Esos procesos son increíblemente más difíciles de lo que se imagina por lo común el lego sin conocimientos de fisiología. El gran misterio del universo es similar en calidad al misterio del universo interno.

Cuanto más trata un fisiólogo de analizar y estudiar los procesos biofísicos y bioquímicos de la fisiología humana, tanto más aumenta su asombro. Sucede así hasta el extremo de que a veces obliga a un fisiólogo con espíritu amplio a aceptar el punto de vista del místico, como en el caso del doctor Alexis Carrel. Convengamos o no con él en las opiniones que da en El hombre, una incógnita, debemos estar de acuerdo con él en que ahí están los hechos, inexplicados e inexplicables. Comenzamos a adquirir una idea de la inteligencia de la materia misma: Los órganos están correlacionados por los fluidos orgánicos y el sistema nervioso. Cada elemento del cuerpo se ajusta a los otros, y los otros a él. Este modo de adaptación es esencialmente teleológico. Si atribuimos a los tejidos una inteligencia de la misma especie que la nuestra, como lo hacen los mecanicistas y los vitalistas, los procesos fisiológicos parecen asociados con miras al fin que debe lograrse. Cada parte parece conocer las necesidades presentes y futuras del todo, y procede de conformidad. La significación de tiempo y espacio no es para nuestros tejidos la misma que para nuestra mente. El cuerpo percibe lo remoto así como lo cercano, lo futuro así como lo presente ( [6]).

Y nos extrañaría, nos dejaría atónitos, saber, por ejemplo, que nuestros intestinos cierran sus propias heridas, enteramente sin nuestro esfuerzo voluntario:

La vuelta herida se hace inmóvil primero. Queda temporalmente paralizada, y así se impide que la materia fecal pase al abdomen. Al mismo tiempo, alguna otra vuelta intestinal, o la superficie del omento, se aproxima a la herida y, debido a una conocida propiedad del peritoneo, se adhiere a ella. Dentro de las cuatro o cinco horas la abertura queda cerrada. Aunque la aguja del cirujano haya juntado los bordes de la herida, la cicatrización se debe a una adhesión espontánea de las superficies peritoneales ( [7]).

¿Por qué despreciamos el cuerpo cuando la misma carne demuestra tal inteligencia? Después de todo, estamos dotados de un cuerpo que es una máquina que se nutre, se regula, se repara, se pone en movimiento y se reproduce por sí sola, que se ínstala en el nacimiento y dura como un buen reloj de pie durante tres cuartos de siglo, y requiere muy poca atención. Es una máquina provista de visión y de oído inalámbricos, con un sistema de nervios y linfa mucho más complicado que el más complicado sistema telefónico y telegráfico del mundo. Tiene un sistema de archivo de informes manejado por un vasto complejo de nervios, con tal eficiencia, que algunos archivos, los menos importantes, se guardan en la bohardilla y otros se guardan en un escritorio más conveniente, pero los que se guardan en la bohardilla, que pueden tener treinta años y a los que rara vez se recurre, están siempre allí y a veces pueden ser encontrados con la velocidad de un rayo y con eficiencia. También consigue funcionar como un automóvil, con amortiguadores perfectos y absoluto silencio en los motores, y si este automóvil tiene un accidente y se rompen sus cristales o el volante, el coche exuda automáticamente o fabrica una sustancia para reemplazar el cristal, y hace lo posible por que crezca un volante, o por lo menos logra atender a la dirección con un extremo hinchado del eje del volante; porque debemos recordar que cuando se corta uno de nuestros riñones, el otro se hincha y aumenta sus funciones para asegurar el paso del volumen normal de orina. Además, esta máquina mantiene su temperatura normal con diferencias de apenas una décima de grado, y fabrica sus productos químicos para los procesos de transformar alimentos en tejidos vivos.

Sobre todo, tiene sentido del ritmo de la vida, y sentido del tiempo, no sólo de horas y días, sino también de décadas; el cuerpo regula su propia niñez, pubertad y madurez, deja de crecer cuando ya no debe crecer, y produce una muela del juicio en un momento en que ninguno de nosotros pensó jamás en tal cosa. Nuestra sabiduría consciente no tiene nada que ver con nuestra muela del juicio. También fabrica antídotos específicos contra el veneno, en general con asombroso resultado, y hace todas estas cosas en absoluto silencio, sin el barullo acostumbrado en una fábrica, de modo que el metafísico superfino que conocemos no se perturba y está en libertad para pensar acerca de su espíritu o su esencia.

V. LA VIDA HUMANA COMO POEMA

Creo que, desde un punto de vista biológico, la vida humana es casi como un poema. Tiene su ritmo y su cadencia, sus ciclos internos de crecimiento y decaimiento. Comienza con la inocente niñez, seguida por la torpe adolescencia en la que trata desmañadamente de adaptarse a la sociedad madura, con sus pasiones y sus locuras juveniles, sus ideales y ambiciones; luego llega a la virilidad de intensas actividades, aprovechando la experiencia y aprendiendo más sobre la sociedad y la naturaleza humana; en la edad madura hay un leve aflojamiento de la tensión, un endulza-miento del carácter como cuando madura la fruta o se hace más suave el vino bueno, y la adquisición gradual de un criterio de la vida más tolerante, más cínico y a la vez más bondadoso; entonces, en el ocaso de nuestra vida, las glándulas endocrinas disminuyen su actividad, y si tenemos una verdadera filosofía de la ancianidad y hemos ordenado el patrón de nuestra vida conforme a ella, es ésta para nosotros la edad de paz y seguridad y holganza y contento; finalmente, la vida se apaga y llega uno al sueño eterno, para no despertar jamás. Deberíamos ser capaces de sentir la belleza de este ritmo de la vida, de apreciar, como hacemos en las grandes sinfonías, su tema principal, sus acordes de conflicto y la resolución final. Los movimientos de estos ciclos son casi siempre iguales en la vida normal, pero la música debe ser dada por el individuo mismo. En algunas almas, la nota discordante se hace más y más áspera, y finalmente abruma o sumerge a la melodía principal. A veces la nota discordante gana tanto poder que ya no puede seguir la música, y el individuo se mata con una pistola o salta a un río. Pero esto es porque su leitmotiv original fue apagado ya sin esperanza, por falta de una buena autoeducación. De otro modo la vida humana normal corre a su fin normal en una especie de digno movimiento, de procesión. Hay, a veces, en muchos de nosotros demasiados ataccatos o impetuosos, y porque el tiempo va mal, la música no es agradable al oído; podríamos tener algo más del grandioso ritmo y el majestuoso tiempo del Ganges, que afluye lenta y eternamente al mar.

вернуться

[6] El hombre, una incógnita, edición norteamericana, pág. 197.

вернуться

[7] Ibíd., pág. 200.

9
{"b":"104199","o":1}