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Es claro que las de la noche son las mejores horas para conversar, porque las conversaciones de día sufren cierta falta de brillo. El lugar de la conversación me parece enteramente sin importancia. Se puede gozar de una buena conversación sobre literatura y filosofía en un salón siglo XVII o sentado en barriles en una quinta. O acaso sea una noche de viento y de lluvia mientras viajamos en barco por el río y las linternas de los barcos anclados en la margen opuesta lanzan sus reflejos sobre el agua, y oímos que el barquero nos narra anécdotas de la niñez de la Reina. Por cierto que el encanto de la conversación está en el hecho de que las circunstancias en que se produce, la hora y las personas que la emprenden, varían de ocasión en ocasión. A veces recordamos una conversación en una noche llena de luna y de brisas, cuando están en flor las acacias, y a veces la asociamos en el recuerdo con una noche oscura y tormentosa cuando arde en el hogar un fuego de leños, y a veces recordamos que estábamos sentados en el techo de un pabellón mirando las barcas que surcaban el río y quizá una de ellas se volcó en la rápida corriente, o acaso que estábamos sentados en la sala de espera de una estación ferroviaria, y que había pasado la medianoche. Estos cuadros se asocian indeleblemente con nuestro recuerdo de ciertas conversaciones particulares. Había quizá dos o tres personas en la habitación, o acaso cinco o seis; tal vez el viejo Chen estaba algo ebrio aquella noche, o el viejo Chin tenía un resfrío y hablaba con un leve tono nasal, que se sumaba a la característica placentera de aquella noche. Es tal la vida humana que "la luna no puede ser redonda siempre, las flores no pueden verse siempre tan hermosas, y los buenos amigos no siempre pueden reunirse", y no creo que los dioses tengan celos de nosotros cuando nos dedicamos a tan sencillo pasatiempo.

Como regla, una buena conversación es siempre igual que un buen ensayo familiar. Su estilo y su contenido son similares a los del ensayo. Los espíritus de zorros, las moscas, la extraña manera de ser de los ingleses, la diferencia entre la cultura oriental y occidental, las librerías en las márgenes del Sena, un aprendiz ninfomaníaco en cierta sastrería, anécdotas de nuestros gobernantes, estadistas y generales, el método de preservar los "Dedos de Buda" (una variedad cítrica): todos éstos son buenos y legítimos temas de conversación. El punto que más tiene en común con el ensayo es su estilo holgazán. Por mucho peso e importancia que tenga el tema, aunque signifique reflexiones sobre el triste cambio o el estado de caos de la patria, o el naufragio de la misma civilización bajo la corriente de alocadas ideas políticas que privan al hombre de libertad, de dignidad humana y hasta de la meta de la felicidad humana, o aunque comprenda conmovedoras cuestiones de verdad y justicia, todas las ideas se expresan en forma casual, despaciosa e íntima. Porque en la civilización, por mucho que se irrite y se encone un hombre contra los ladrones de nuestra libertad, sólo se nos permite expresar sentimientos con una leve sonrisa en los labios o en la punta de la pluma. Nuestras tiradas realmente apasionadas, en que damos rienda suelta a nuestros sentimientos, deben ser escuchadas solamente por unos pocos de nuestros amigos más íntimos. Por ende, la condición primordial de una verdadera conversación es que podamos ventilar nuestras opiniones con calma, en la intimidad de una habitación, con unos pocos buenos amigos y sin tener alrededor personas que no queremos ver siquiera.

Es fácil ver este contraste entre el verdadero género de la conversación y las otras clases de cortés intercambio de opiniones, si nos referimos al contraste similar entre un buen ensayo familiar y las declaraciones de los políticos. Si bien se expresa una cantidad mucho mayor de sentimientos nobles en las declaraciones de los políticos -sentimientos de democracia, de deseo de servir, interés por el bienestar de los pobres, devoción a la patria, elevado idealismo, amor por la paz y seguridades de infalible amistad internacional- y no se hace una sugestión siquiera de codicia del poder o del dinero o de la fama, hay en ellas cierto olor que nos mantiene a la distancia, como una señora vestida con excesivo lujo y excesivamente pintada. En cambio, cuando escuchamos una verdadera conversación o leemos un buen ensayo familiar, sentimos que hemos visto a una doncella campesina, sencillamente vestida, que lava la ropa junto al río, un poco desordenado el cabello, acaso, y algún botón desprendido, pero encantadora e íntima y agradable de todos modos. Ese es el encanto familiar y el estudiado descuido a que tiende el négligé de la mujer occidental. Algo, de este encanto familiar de la intimidad debe formar parte de todas las buenas conversaciones y todos los buenos ensayos.

El buen estilo de conversación es, por consiguiente, un estilo de intimidad y despreocupación, en que las partes han perdido su dureza y han olvidado del todo cómo visten, cómo hablan, cómo estornudan, y en que todos colaboran y sienten igual indiferencia en cuanto al camino que toma la conversación. Podemos entablar una verdadera conversación solamente cuando encontramos a nuestros amigos más íntimos y estamos dispuestos a abrirnos el corazón. Uno ha puesto los pies sobre una mesa vecina, otro se sienta en el alféizar de una ventana, y otro más se ha sentado en el suelo, apoyado en un almohadón que quitó al sofá, dejando así descubierta la tercera parte del asiento. Porque solamente cuando están sueltos los pies y las manos, y cómodo el cuerpo, puede estar cómodo el corazón también. Entonces es cuando:

Ante mis ojos hay amigos que conocen mi corazón,

Y a mi lado nadie hay que me lastime los ojos.

Esta es una condición absolutamente necesaria para toda conversación que merezca el nombre de arte. Y como no nos importa de qué hablamos, la conversación irá a la deriva, cada vez más lejos, sin orden y sin método, y los amigos se marcharán, cuando todo termine, con el corazón feliz.

Es tal la relación entre el ocio y la conversación, y el progreso de la prosa, que creo que la prosa verdaderamente culta de una nación nace en la época en que la conversación ha llegado a ser ya un arte. Lo vemos muy claramente en el desarrollo de la prosa china y griega. No puedo imaginar una explicación de la vitalidad del pensamiento chino en los siglos que siguieron a Confucio, cuando nacieron las que se llaman "Nueve Escuelas del Pensamiento", si no es la de que se había desarrollado un ambiente culto, en el cual una especial clase de sabios tenía por único cometido el conversar. Como confirmación de mi teoría vemos que hubo entonces cinco nobles, grandes y ricos, famosos por su generosidad, caballerosidad y gusto por los huéspedes. Todos ellos tenían miles de sabios como huéspedes en sus casas, como por ejemplo Mengch'ang, del Reino Ch'i, de quien queda la reputación de que tenía tres mil sabios o "huéspedes", que usaban "zapatos perlados" y eran "alimentados" en su casa. Podemos imaginar el murmullo de conversaciones que habría en esas casas. El contenido de la conversación de los sabios de esos días se refleja hoy en los libros de Liehtsé, Huainantsé, Chankuotseh y Luían. Es digno de notar, con respecto al último, un libro que se admite escribieron los huéspedes de Lü, pero se publicó con su nombre (en forma similar a la costumbre de los "patrones" de los autores ingleses en los siglos XVI y XVII), que ya en él se desarrollaba la idea del arte del buen vivir, en la fórmula de que sería mejor vivir bien, o no vivir. Había además una clase de brillantes sofistas o conversadores profesionales, a quienes contrataban los diferentes Estados en guerra, y enviaban como diplomáticos para evitar una crisis o persuadir a un ejército hostil de que se retirara de las murallas de una ciudad sitiada, o para concluir una alianza, como muchos hicieron. Estos sofistas profesionales se distinguían siempre por su ingenio, sus hábiles parábolas y su poder de persuasión. Las conversaciones o los hábiles argumentos de esos sofistas se conservan en el libro Chankuotseh. De ese ambiente de libre y juguetona discusión surgieron algunos de los más grandes nombres de la filosofía: Yang Chu, famoso por su cinismo: Hanfeitsé, famoso por su realismo (similar al de Maquiavelo, pero más atemperado), y el gran diplomático Yentsé, famoso por su ingenio.

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