Nuestra protesta no es por la eficiencia con que logra hacer las cosas, y hacerlas muy bien. Confío siempre en las canillas norteamericanas, más que en las que se hacen en China, porque las canillas norteamericanas no pierden agua. Este es un consuelo. Contra la vieja afirmación de que todos debemos ser útiles, ser eficientes, llegar a funcionarios y tener poder, la vieja respuesta es que siempre hay en el mundo bastantes tontos que desean ser útiles, atarearse y gozar el poder, y de tal manera, no sabemos cómo, los negocios de la vida podrán ser realizados y se realizarán. Lo único es saber quiénes son más sabios, si los holgazanes o los buscavidas. Nuestra protesta contra la eficiencia no es porque hace hacer bien las cosas, sino porque es una ladrona del tiempo cuando no nos deja ocios para gozar de nosotros mismos y destruye nuestros nervios al tratar de lograr que las cosas estén debidamente hechas. Un director norteamericano encanece por la preocupación de ver que no aparezca un error tipográfico en las páginas de su revista. El director chino es más sabio. Quiere dejar a sus lectores la suprema satisfacción de descubrir por su cuenta unos pocos errores tipográficos. Aun más: una revista china puede empezar a publicar una novela en folletín, y olvidarse a mitad de camino. En los Estados Unidos, una cosa así haría que se derrumbara el techo sobre los redactores, pero en China no importa, sencillamente porque no importa. Los ingenieros norteamericanos, al construir puentes, calculan tan bien y tan exactamente que los dos extremos se juntan con un décimo de pulgada de diferencia. Pero cuando dos chinos empiezan a excavar un túnel de ambos lados de una montaña, los dos salen por el otro lado. La firme convicción de los chinos es que nada importa, mientras se excave el túnel, y que si tienen dos en lugar de uno, pues tendrán doble vía, que es mejor. Siempre que no se tenga prisa, dos túneles son mejor que uno, aunque nadie sepa cómo fueron excavados ni terminados, y si el tren puede pasar de algún modo por ellos. Y los chinos son sumamente puntuales, siempre que se les dé abundante tiempo para hacer una cosa. Siempre terminan las cosas a horario, con tal de que el horario sea bastante largo.
El ritmo de la moderna vida industrial prohibe esta especie de ocio glorioso y magnífico. Pero, peor aun, nos impone un concepto diferente del tiempo, medido por el reloj, y, eventualmente, convierte al ser humano en un reloj. Esto ha de llegar a ocurrir en China, como es evidente, por ejemplo, en una fábrica de veinte mil obreros. La lujosa perspectiva de veinte mil obreros que lleguen a trabajar según les plazca, a cualquier hora del día, es, naturalmente, algo que aterroriza. No obstante, aquel afán es lo que hace a la vida tan dura y agitada. Un hombre que tiene que estar indefectiblemente en determinado lugar a las cinco en punto, ya se ha arruinado la tarde entera, de la una a las cinco. Todo norteamericano adulto arregla su tiempo según el modelo del estudiante: las tres en punto para hacer esto, las cinco para aquello, las seis y media para cambiarse; las siete menos diez para tomar el taxi y las siete para aparecer en el restaurante. Con esto no se hace más que lograr que la vida no merezca ser vivida.
Y los norteamericanos han llegado ahora a tan triste estado, que no solamente están comprometidos para el día siguiente, o la semana siguiente, sino hasta para el mes siguiente. Una cita con tres semanas de plazo es algo desconocido en China. Y cuando un chino recibe una tarjeta de invitación, tiene la felicidad de no estar obligado a decir si va a aceptarla o no. Puede escribir en la lista de invitación "Iré", si acepta, o "Gracias", si declina, pero en la mayoría de los casos el invitado se limita a escribir la palabra "Sé", que es una expresión del hecho de que sabe que está invitado, y no una expresión de intenciones. Un norteamericano o un europeo que se marcha de Shanghai puede decirme que va a asistir a una reunión de comisión en París el 19 de abril de 1938, a las tres de la tarde, y que llegará a Viena el 21 de mayo en el tren de las siete. Si ha de condenarse y ejecutarse una tarde, ¿debemos anunciar la ejecución tan por anticipado? ¿No puede nadie viajar y ser amo de sí mismo, llegar cuando quiera y partir cuando le guste?
Pero, sobre todo, la incapacidad de holganza en el norteamericano proviene directamente de su deseo de hacer cosas y de poner la acción sobre el ser. Debemos pedir que haya carácter en nuestras vidas, como pedimos que haya carácter en todo gran arte que merezca ese nombre. Infortunadamente, el carácter no es una cosa que se puede fabricar de la noche a la mañana. Como la buena calidad del vino añejo, se adquiere con la quietud y con el transcurso del tiempo. El deseo de acción en los ancianos y las ancianas de los Estados Unidos, que por este medio tratan de ganar respeto propio y respeto de la generación menor, es lo que les hace aparecer tan ridículos para un oriental. El exceso de acción en un anciano es como la trasmisión de música de jazz con un megáfono en lo alto de una antigua catedral. ¿No es suficiente que los viejos sean algo? ¿Es necesario que siempre tengan que estar haciendo algo? La pérdida de la capacidad para la holganza ya es mala en los hombres de edad madura, pero esa misma pérdida en la ancianidad es un crimen que se comete contra la naturaleza humana.
El carácter se asocia siempre con algo viejo y lleva tiempo para crecer, como las hermosas líneas faciales en un hombre maduro, líneas que son la firme impresión del progresivo carácter del hombre. Es algo difícil ver el carácter en un tipo de vida donde cada hombre renuncia a su automóvil del año pasado y lo cambia por el nuevo modelo. Según son las cosas que hacemos, también somos nosotros. En 1937 todo hombre y toda mujer parecen 1937, y en 1:950 todo hombre y toda mujer parecerán 1950. Nos gustan las viejas catedrales, los muebles antiguos, la plata vieja, los diccionarios y los grabados de antaño, pero hemos olvidado completamente la hermosura de los hombres viejos. Creo que una apreciación de esa clase de belleza es esencial para nuestra vida, porque la belleza, me parece, es lo que es viejo y sabroso y bien ahumado.
A veces se me ocurre una visión profética, una hermosa visión de un milenio en que Manhattan será lenta, y en que el "buscavidas" norteamericano se convertirá en un holgazán oriental. Los caballeros norteamericanos flotarán con faldas y pantuflas y ambularán por las aceras de Broadway con las manos en los bolsillos, si no con las dos manos metidas en las mangas, a la manera china. Los agentes de policía cambiarán una palabra de saludo con el pausado conductor en una esquina, y los mismos conductores se detendrán y se juntarán y se preguntarán por la salud de las abuelas en medio del tráfico. Alguien se cepillará los dientes frente a su tienda, hablando plácidamente a la vez con sus vecinos, y de vez en cuando se verá a un estudioso distraído, que cruzará la calle con un volumen metido dentro de una manga. Serán abolidos los mostradores para tomar apresuradamente el almuerzo, y la gente se recostará y se dejará estar en suaves sillones muy hondos, en un Automático, y otros habrán aprendido el arte de pasar toda una tarde en un café. Un vaso de jugo de naranja durará media hora, y la gente aprenderá a saborear el vino en lentos sorbos, interrumpidos por deliciosas frases en la charla, en lugar de tragarlo de un golpe. Se abolirá el registro en los hospitales, serán desconocidas las salas de emergencia, y los pacientes cambiarán su filosofía con los médicos. Las bombas de incendio marcharán a paso de caracol, y su personal se detendrá en el camino para mirar al cielo y debatir sobre el número de gansos salvajes que vean volar. Es una lástima que no haya esperanzas de que se realice jamás en Manhattan un "reino milenario" de esta clase. ¡Podría haber tantas tardes perfectas de ocio, tantas más que ahora..!