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Cuando Ulises llevó a Telémaco a su cunita, el niño gruñía y se frotaba los ojos de cansancio. Luego, aquel padre soltero de pelo castaño encrespado y ojos abrasadores, preparó la comida: pan caliente con anchoas y aceitunas, una fricasse de endivias amargas y almejas y algo de pollo frío que había guardado del día anterior.

Vaciaron la segunda botella de vino y se dieron cuenta de que estaban bastante achispados, pero abrieron una tercera y todas las defensas de Luz se derrumbaron como una figura de arena lamida por las olas, a la vez que crecía su ilusión.

– De modo que eres pintor… -señaló hacia la puerta del estudio, cerrada a cal y canto para que Telémaco no pudiese entrar a revolverlo todo.

– Cada vez menos, pero sí, algo así -respondió Ulises, y sirvió más vino.

– ¿Y desde cuándo pintas?

– Pues verás, disculpa la burda… analogía, ¿eh?, pero con la pintura me ocurre lo mismo que con la masturbación, que empecé a practicarla en cuanto aprendí a hacerlo, y desde entonces no he podido dejarla.

Luz se ruborizó, luego los dos se rieron a carcajadas. (Él mucho más que ella.)

– ¿Y no tienes colgado aquí ninguno de tus cuadros?

– No. De la decoración se encargó mi ex mujer, Penélope. Yo sólo pinto. No entiendo muy bien cuándo un lienzo hace juego con el damasco de los sofás.

– ¿Y qué pintas? ¿Arte abstracto, o figurativo, o…?

– Me gustaría pintar esos grandes cuadros llenos de manchas en los que cada pincelazo es la representación simbólica de algo muy profundo. Me gustaría hacer las cosas que aprendí a hacer en la facultad, y que quizás ya he olvidado. Ya sabes, un lamparón negro con picachos a los lados: la cariñosa parodia de la comédie humana; un churretazo de rojos sobre verde pálido: la alegoría del arte povera mancillado, etcétera… Pero no tengo imaginación, y mis pensamientos no suelen ser demasiado metafísicos, se reducen más bien a la constante inquietud por satisfacer mis instintos primarios, sexo, alimento, cobijo, y esas pequeñas cosas… de modo que me limito a pintar lo que veo. Normalmente a mi hijo, objetos caseros, gente que sale en las revistas, o la luz que pasa por la ventana. Incluso a ti, ¿por qué no? Al fin y al cabo eres una luz que ha pasado por la puerta.

La mujer carraspeó y se removió intranquila en su asiento; aunque no se sentía del todo incómoda, la presencia de Ulises tan cerca de su cuerpo, notar su olor y tener su cara al alcance de la mano, ser consciente de esa sorprendente intimidad que podía surgir de pronto entre dos perfectos extraños, la turbaba demasiado como para poder mantener el control de lo que decía y tratar de resultar divertida, perspicaz y valiente.

– Así que eres un pintor, un amante del arte. ¿Y cómo lo definirías?

– ¿Definir qué?

– El arte, la pintura… -dijo Luz tímidamente. La verdad es que no sabía muy bien de qué hablar.

– Hum… No sé -contestó él-. Tal vez… ¿«algo que puedes colgar de una pared»?

Luz dio un sorbito a su vaso de vino. Tenía la rara sensación de que se le habían roto todos los huesos del corazón.

– ¿Y vendes mucho?

– El mercado del arte hoy día está algo revuelto. Tienes que encontrar un buen marchante, y es mejor si formas parte de algún grupo. Pop art, minimal art, fluxus, nueva figuración, body art, arte pobre, land art… Hay tantas que me resulta difícil recordarlas. Digamos que el dinero que gano, sumado a la pensión que me pasa mi ex mujer por el niño, nos da para ir tirando a Telémaco y a mí. Así mantenemos más o menos a flote nuestra pequeña familia disfuncional.

– Ajá.

Ella dijo «ajá», y se sintió tonta por no ser capaz de decir cualquier otra cosa, de modo que siguió bebiendo hasta que las piernas le temblaron de deseo por Ulises.

Hizo el amor con él, un hombre alto y solícito, y casi desconocido. Su sangre hervía como si la hubiesen puesto a calentar a fuego vivo. Dejó escapar risitas tontas, y sintió un goce animal, que apenas si era una sombra de aquella felicidad primera -tan inocente y simple-, del día de su boda, pero que la reconfortó y la vivificó hasta sofocarla.

Nunca le había sido infiel a Pedro hasta ese día. Quizás no volvería a engañarlo otra vez. Pero se dio cuenta de lo mucho que había necesitado esa novedad en su vida. Aquel encuentro era exactamente lo que podría llamarse «una ilusión», y ella sabía que era pasajera. Pero, ¿qué más daba si aquello no era felicidad, sino solamente placer? Hacía mucho tiempo que no notaba de manera tan clara y rotunda cómo la vida vibraba en torno a ella.

Estaba viva, era verdad. ¡Sí, Dios Santo! Y justo ahora, cuando ya había dejado de creer en los milagros.

Cuando terminaron, Luz estaba tan satisfecha como agradecida. Pese a todo le dijo a Ulises que aquélla era la primera y la última vez. Que pensaba en su marido (y un poco también en sus hijos).

– Bueno, como tú quieras. Eres tan guapa, tan perfecta -respondió él, y escondió su cara entre la axila derecha de la mujer, donde la piel era tan fina que parecía que iba a quebrarse con sólo acariciarla-. Entonces, ¿hacemos el amor por última vez una última vez más?

Un par de horas más tarde, Luz volvió a casa. Entró en el dormitorio que compartía con su marido. El piso estaba vacío, aún no habían regresado ni Pedro ni sus hijos. Se desnudó, se tumbó en la cama y se olió con cuidado la piel de los brazos y la de las rodillas. Al rato se levantó, fue hasta el cuarto de baño y sacó varios frascos de pastillas de un bolsito de viaje lila. Tiró las píldoras al retrete y descargó la cisterna sobre ellas. Después se dio un largo baño, lleno de sales, esencias y perfumes. Estiró las piernas dentro del agua, y le sonrió como una idiota al vacío de azulejos de la pared.

ESCENAS CONYUGALES DE UN FILÓSOFO

Preguntado Sócrates si era mejor casarse

o no casarse, respondió: «Hagas lo que hagas,

te arrepentirás. (…) Pero cásate, si tu matrimonio

sale bien, serás feliz; y si sale mal, serás filósofo».

DIÓGENES LAERCIO,

Vidas y opiniones de los filósofos más ilustres

Vili se sentía un poco mareado aquella tarde, y la culpa seguro que no era del tiempo -violento, frío y tempestuoso, igual que su vida doméstica.

Tenía la extravagante sensación de que vivía en un profundo pozo de potencial. Las cosas no marchaban en su matrimonio todo lo bien que él quisiera. Valentina, su mujer, estaba perdiendo el control, no le cabía duda.

Sentado en su cómodo sillón orejero, de piel de buey, tenía la revista femenina Elle entre las manos, que ojeaba intranquilo. A veces, anotaba algo en ella, con un rotulador Pilot de color celeste, o le añadía un alegre bigote a alguna de las espléndidas modelos de las fotografías, que posaban con un vestuario exquisito y terriblemente caro.

Desde su enorme ático en la Gran Vía podía ver la lluvia cayendo como una implacable cortina de oscuridad sobre el incesante tráfico de la calle.

Dejó la revista y cogió otra de encima de la mesa, ésta de aspecto penoso -una de las muchas que compraba su mujer sobre las maldades que el sexo masculino perpetraba contra el angelical sexo femenino-, en cuya portada podía leerse que la penetración (se refería a la sexual) era un acto de profanación e irresponsabilidad machista, equivalente al que supondría, para un creyente católico, el hecho de orinar dentro de las pilas de agua bendita que hay a la entrada de las iglesias y, luego, escapar corriendo.

Arrugó el ceño con preocupación.

Repasó deprisa algunos artículos enfermizos que trataban de divulgar la infamia de que los hombres eran un lujo superfluo del reino natural, bastante costosos para las pobres mujeres, con lo que más valía irlos eliminando de la faz de la Tierra para conquistar cuanto antes un paraíso de promisión repleto de amazonas, liberadas por fin de las inmundicias de los penes y de todas las circunstancias que rodean a éstos, que -según las autoras de las delirantes crónicas, escritas con abundantes faltas de ortografía- suelen ser muchas y a cuál más indigna.

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