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Ulises es tenaz, no parará hasta encontrar lo que busca. Cuando lo encuentra, ella se contrae, cierra las piernas sobre su cabeza, se balancea y gime como una gata. Calladamente.

Perdida. De ahora en adelante, estará perdida para siempre en un jardín secreto. Ya nunca volverá a salir de aquí, ni a encontrarse con la que ella fuera.

Completamente perdida para siempre.

Ulises tiene la mirada de un amante satisfecho.

Lo ama y lo ama y lo ama.

Él se acerca a su boca, la besa y ella nota su propio sabor en los dientes. Un poco de sangre escogida y otro poco de humedad, la savia de una flor de agua.

Le devuelve los besos. Y es mucha la dulzura.

LA DEPENDENCIA

Penélope es consciente de que ha tenido suerte. Para una mujer, eso es importante, tener suerte con el primer hombre.

Ella encontró a Ulises, y él lo era, era un hombre. Todas las mujeres no tienen tanta fortuna, piensa.

Recuerda a sus amigas. Por cierto, ¿dónde están sus amigas de la infancia, de la adolescencia, de la primera juventud? ¿Dónde se han quedado? No ha vuelto a ver a ninguna. ¿Es culpa suya? Se dice con pesar que es muy probable.

Tenía una amiga que perdió la virginidad a los quince años recién cumplidos. Fue con un chico del colegio, en el asiento trasero de un Renault 5 estropeado que alguien dejó abandonado en la Casa de Campo. Él le bajó las bragas y los pantys al mismo tiempo, metió su cosita esmirriada y roja dentro de ella, se movió durante treinta segundos, le babeó la blusa y cuando acabó le dijo que se notaba que a ella le iba el rollo, que podían verse más veces.

Otra de sus amigas lo hizo con un colega de su padre con el que estaba obsesionada. Abogado como su padre. Es tan maduro y viril…, decía antes de acostarse con él. Fue poco después de que le rompiera su himen cuando descubrió que el obseso era él. Le ató las manos a la espalda con una bufanda acrílica (ella tenía alergias cutáneas, y después de aquello le salió un sarpullido tan virulento por los brazos y la espalda que su madre tuvo que llevarla al dermatólogo y estuvieron inyectándole antihistamínicos durante días). Le ató las manos, la penetró con violencia y después frotó su miembro ensangrentado por la cara de la chica. Ella tenía diecisiete años y aquella tarde, en casa del amigo de su padre, se enteró de que había películas de sado-bushido japonés que a él le excitaban. Y de bondage, candie-buming, chocking-spanking, pissing, hard-raping, shauing, enemas y shit-pating. Se enteró aquella tarde, en casa del amigo de su padre, de que a él le gustaban sobre todo las jovencitas que son brutalmente sometidas, y de que pensaba que «algunas sufren, pero acaban con un vicio increíble». Se enteró aquella tarde. Antes ni siquiera lo hubiera imaginado.

Por eso, y por muchas cosas más, Penélope sabe que es una mujer con suerte. Con mucha suerte. No debe desperdiciarla.

Va en busca de su madre. No está en la cocina. Huele a pan caliente y hay una gran ensalada en la encimera. Con roquefort y manzanas troceadas, verduras amargas y aceite de oliva.

Coge un trozo de fruta y se relame mientras mastica.

– ¡Mamá! -grita, pero nadie responde.

Roberta entra por la puerta, le dice que quizás esté en su dormitorio, descansando antes de cenar.

– A veces se echa un rato en la cama a estas horas -dice.

Penélope va hasta la habitación de su madre y llama con los nudillos de la mano. Golpea levemente la puerta.

– ¿Mamá?

No está cerrada con llave, y entra. Hay en la estancia un olor espeso y agrio, medicinal. Deberían ventilar un poco, aunque entrara la lluvia y empapase las cortinas. Un huracán estaría bien, piensa, o un ciclón tropical que pasara allí dentro con su furioso perfume de mar encabritado y lo barriera todo a su paso.

Su madre está sentada sobre la cama y tiene una goma apretándole el muslo. Está introduciendo en su carne una aguja hipodérmica, absorta.

– ¿Mamá?

– Ah, hola. Pasa -dice ella, y termina de inyectarse. Desanuda la goma de su pierna. Se cierra la bata. Nunca había tenido las piernas tan flacas y, de pronto, esa delgadez le parece a Penélope la cosa más triste que nunca ha visto.

– ¿Qué estás haciendo?

– Ya ves, soy una yonqui. -Valentina sonríe-. Es morfina. Muy pura. El dolor se hace a veces insoportable. Me temo que ya soy una adicta, como Sherlock Holmes. Pero el médico me ha dicho que no me preocupe, que no necesitaré irme a una granja a desintoxicarme.

– Pero…

– Cielo, me moriré antes. No te angusties. -Se echa en la cama, apoya la cabeza sobre la almohada y cierra los ojos.

¿Se siente en paz? ¿Ya no le duele lo que sea que le duela, o el dolor sigue intacto, clavado en su sitio? ¿De dónde ha salido todo ese dolor que se expresa en una secuencia tan minuciosa? ¿Sabe lo que se hace el dolor, sabe que duele, se da cuenta?

– Mamá… Ya casi nunca hablamos, o no mucho -dice Penélope. Se tumba al lado suyo en la cama-. Hace tiempo que no te digo que te quiero, madre.

– Yo tampoco, pero así es la vida, no le des importancia. Son muchas más las cosas que no se dicen que las que se dicen. Y no pasa nada.

Penélope espera que llegue Ulises con el niño. Se mira en el espejo de su antiguo baño y se retoca el maquillaje cuidadosamente. Quiere estar bella. No únicamente para que él la vea y sufra, sino porque sabe que, algún día, el tiempo esparcirá sus macabras carcajadas sobre las cenizas de lo que ella es ahora. Su piel, su juventud, su fuerza, su ser.

Quiere ser bella de verdad, no sólo tener un aire.

Se mira el perfil; se quita un pelo suelto que tiene pegado al costado y lo tira en el retrete.

Lleva un vestido negro escotado que resalta aún más el tono áureo de su piel. «Tú no eres blanca, eres dorada», le decía Ulises en otros tiempos.

Este vestido le sienta bien, lo que no es raro teniendo en cuenta que es una creación suya. Negro, sencillo, hecho a medida, de efecto demoledor. Como la muerte.

Ah, sí, el negro es un buen color.

Recuerda a una clienta, una vieja noble italiana que le confesó en Milán, después de uno de sus desfiles: «Cara, el negro es un acierto. Por eso me ha gustado tu colección. El negro es el color ideal. Yo tuve una vez hasta un amante negro porque, cara mía, combinaba bien con todo».

Es verdad. El color negro y la muerte rara vez desentonan, si se analizan las cosas hasta el fondo, nunca resultan inapropiados.

Tiene ganas de llorar, de partir el espejo de un puñetazo. Pero no lo hace, sabe que no hará nada. Que se limitará a seguir mirándose y a esperar. Desea ser deseada por encima de todo, por encima de las lágrimas y de los espejos rotos y de la tristeza.

Su madre se está muriendo.

Hay un pequeño cofre en el armarito del baño. Todavía están aquí sus alhajas adolescentes. Pendientes de plata, camafeos, pulseras de piedrecitas marinas, y un collar de perlas auténticas que le regaló Vili en un cumpleaños. Cuando se lo dio, Vili le dijo guiñándole el ojo: «Con un collar de perlas siempre parecerás una señora».

Quizás debería ponérselo.

Lo desabrocha y lo coloca alrededor de su cuello, sujetándose el cabello a un lado.

Pensándolo mejor, se lo quita y lo vuelve a guardar en el estuche. Al diablo. ¿Quién quiere parecer una señora, al menos delante de Ulises? Ella lo que quiere es parecer una auténtica zorra.

Llaman al timbre de la calle y Penélope oye a Roberta dirigirse al recibidor con sus pasos cansinos.

Ya casi es la hora de la cena.

– ¡Pregunte quién es antes de abrir! -oye decir a su madre. Se ha levantado y dijo que buscaría un buen vino para acompañar la ensalada y la langosta.

– Dice que es Ulises, su yerno, ¿le abro? -grita a su vez la mujer, en la otra punta de la casa, sosteniendo en una mano el telefonillo del portero automático.

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