– Detesto cuando te pones metafísico. Pareces un personaje de una de aquellas viejas novelas psicológicas.
– Pues, en estos momentos, daría mi reino por una cerveza bien fría. Y la mano de la reina madre del cuento por un bocadillo de queso macerado en aceite de oliva.
– ¿Qué cuento?
– ¡Ah, Señor! Detesto cuando te haces el inspector de Hacienda.
– Pero es que soy inspector de Hacienda, tío.
– Más a m¡ favor.
Alguien ordenó silencio alrededor de ellos y Ulises arrebujó contra su pecho al pequeño Telémaco, que protestó débilmente.
Vili se puso en pie. Después de escuchar la cansina retahíla de quejas de sus discípulos durante más de una hora, había llegado el momento de que él tomara la palabra. Era un hombre de estatura más bien baja, de gestos nerviosos y ágiles, con los vivarachos ojos de un color marrón reluciente, que semejaban dos pequeñas ventanas abiertas a un paisaje otoñal. Tenía una prominente barriga que disimulaba con una camisa de tonos oscuros y corte impecable, adornada con grandes manchas de sudor bajo las axilas, y en medio de la espalda algo arqueada pero de constitución recia. Se notaba a la legua que su ropa no era barata, aunque en su cansado cuerpo de hombre bien entrado en la cincuentena, no lucían con demasiado esplendor, o al menos él transmitía a su ropa un azorado desaliño, un paroxismo de arrugas que escribían sobre su indumentaria el manuscrito enloquecido de sus inquietos gestos habituales.
– Os quejáis sin cesar de la vida -dijo, estirando los brazos con teatralidad y luego frotando sus manos, una contra otra, como si tratara de aliviarse de alguna profunda picazón-, y yo, al igual que Boecio, os ofrezco la consolación de la filosofía. Pero la filosofía no puede hacer nada por vosotros si vosotros no pensáis como filósofos, sino como niños enloquecidos que se dejan arrastrar por sus caprichos, o como animales ofuscados por sus instintos.
– Para ti es fácil pensar así, Vili, pero no para la mayoría de nosotros. -Hipólito Jiménez tenía treinta y dos años, y era pintor de brocha gorda. Casi todos los allí presentes estaban al tanto de que su mayor problema en la vida era saberse hijo de su madre, una vieja prostituta bien conocida, en sus tiempos, en los aledaños de la Puerta del Sol y, concretamente, en cierta pensión de mala muerte de la calle Carretas.
– Bien, por eso estamos aquí, Hipólito. Para que tú, y los que son como tú, aprendáis a pensar -respondió Vili, inspirando profundamente.
– Para muchos de nosotros la felicidad es un sueño, un lujo que no podemos ni imaginarnos -insistió el pintor-, porque ya nos resulta bastante difícil vivir. Vivir a secas. Ir tirando.
Johnny Espina Williamson, un latinoamericano de piel clara y barba abundante, se rebulló en su silla con un gesto aturdido, y negando de manera taciturna, tomó la palabra.
– Todos te comprendemos, Hipólito -dijo mesándose la sotabarba ensortijada-. Sabemos que, en tu caso, es difícil vivir sabiendo que no tienes motivos para ofenderte cada vez que te llaman hijo de puta, pero…
El joven aludido empalideció y su cara se contrajo de incredulidad y de rabia. Era bien parecido y corpulento, tenía unos bonitos labios, casi femeninos, y la mirada siempre extraviada que, en aquel momento, al oír las palabras malintencionadas de Johnny, resplandeció de ira y se reconcentró como un caldo que ha hervido mucho tiempo a fuego vivo.
– ¡Me cago en…! -exclamó señalando a Johnny con una manaza temblorosa.
El otro ni siquiera pestañeó, aunque probablemente tenía la mitad del peso y la estatura del pintor y, si no el doble, sí muchos más que sus años.
– ¡No empieces a cagarte ya, Hipólito! -le sugirió, con una retorcida sonrisa que la malicia ensanchaba por su cara.
– ¡Yo me cago en quien me da la gana, cabrón! ¡Me cago en ti! -El chico tenía los tendones del cuello tan tensos como cables de la luz, y Vili se dirigió hacia él para calmarlo, con aire contrariado.
Un murmullo general de desaprobación, aunque entreverado de una perversa expectación ante el enfrentamiento, fue creciendo de intensidad y rebotando contra las desnudas paredes blancas de la Academia.
– ¡Me cago en la leche! ¡Me cago en España entera…!
– Pues ten cuidado -susurró Johnny con una desagradable jovialidad-, no vayas a cagarte en tu padre…
MATRIMONIO DE LUZ
Te revelaré un secreto que hará
que te amen sin hierbas ni sortilegios:
«ama si quieres que te amen».
Lucio ANNEO SÉNECA,
Epístolas Morales
Hacía ya veintidós años -ella tenía ahora cuarenta y cuatro, casi recién cumplidos- que Luz Sanahuja se había casado con Pedro.
Lo hicieron una mañana primaveral llena de sol, de pájaros, de niños y de flores, en la iglesia de las Salesas Reales de Madrid, la misma donde Luz había sido bautizada y en la que, pocos años después, tomó su primera comunión vestida de tules igual que un hada. Hacia el mediodía pronunciaron el «sí, quiero», y en ese momento hubo una extraña quietud en el aire claro y fresco alrededor de la pareja, un silencio henchido de una dicha tan simple y pura que podía tocarse con las manos.
El azahar con que estaba engalanada la iglesia había explotado en deshilachados jirones de un delicioso olor envolvente. A Pedro le brillaba el cabello más que nunca, parecía un chaval de doce años rebosando juventud, salud y simetría por los cuatro costados de su chaqué. Con el cuello rasurado como un infante de marina, agachó la cabeza, azorado ante la mirada embobada de su novia, y empezó a rezar «Padre nuestro…».
Luz no podía dejar de mirar a su recién estrenado marido con devoción y ojos radiantes, barnizados de una fina película oleosa de lágrimas. Se sentía maravillosamente llena de ternura, y vacía de preocupaciones. Pensó que si aquel momento se prolongase eternamente, su espíritu no podría resistir la sobredosis de placer y estallaría de plenitud, de madurez, de perfección. Se rompería y lo mancharía todo con goterones de belleza, de refinada sensualidad y goce limpio.
Ahora, recordando aquel momento con una nostalgia desanimada, quizá impregnada de rencor o de miedo, se dijo a sí misma que aquel día había sido el más feliz de su vida. Que no recordaba haber vivido jamás otros instantes tan asombrosamente exquisitos como aquéllos.
Poco antes de que terminara la misa nupcial, sintió sin embargo una rígida tensión que le recorría todo el cuerpo, desde el cuello hasta los tobillos, y un momento después un reguero pequeño y caliente de sangre viscosa entre las piernas, empapando la delicada lencería íntima de color blanco, suave igual que un pétalo recién abierto, ribeteada de puntillas y brocada en seda.
La súbita llegada de la menstruación no pudo, en cualquier caso, consternarla hasta el punto de anular un solo ápice de su bienestar. Sabía que era joven, y hermosa, que tenía una salud de hierro y un corazón resplandeciente que albergaba innumerables formas de dar amor. También confiaba en sí misma.
El padre de Luz era ingeniero, y hubiera preferido para sus hijas -tenía dos- maridos con títulos universitarios; en el caso de su hija mayor, no pudo ser. «Pero, papá -arguyó Luz cuando comenzó su noviazgo con Pedro-, tienen una ferretería con tres empleados en la calle Serrano, si es eso lo que te preocupa. Y Pedro es hijo único; cuando su padre se retire, la ferretería será suya, quiero decir… nuestra. Además, de qué sirve una educación superior. Mírate a ti mismo, que yo recuerde nunca estabas con nosotras. Cuando te necesitábamos tú siempre andabas de viaje. Yo prefiero un marido ferretero, que llegue todas las noches a casa.»
No se discutió más el asunto; Pedro y Luz pronto planearon casarse, y así lo hicieron. Él tenía veintitrés años, era alto y guapo, afable, trabajador y tan fuerte como un ballenero islandés. Ella estaba enamorada, vivía en una blanda ensoñación donde el mundo era un lugar extremo, una luna en cuarto creciente colmada de lirios, lechos conyugales e infinitas caricias varoniles sobre sus muslos y su cuello, sobre su piel del color y la textura del nácar.