Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Mientras Carmen -su ex mujer- y él practicaron una política MAD matrimonial, la cosa funcionó. Desde luego que funcionó. Hasta que una de las partes cambió, y la situación se desestabilizó por completo. Fue su doméstica caída del Muro de Berlín conyugal. Entonces quedaron a la vista las atroces consecuencias del tirante arreglo: un matrimonio deshecho, un carísimo e inmediato divorcio y miles de rencores a punto de explotar, como armas nucleares desperdigadas a lo largo y ancho del planeta esperando caer el día menos pensado en las nerviosas manos de algún megalómano loco y… probablemente eslavo.

Pensó en Jorgito con ternura y desazón. Porque, claro, lo peor de todo es que en medio de aquel cataclismo hogareño estaba Jorgito.

Volvió al salón.

Agarró de nuevo el teléfono, que había dejado sobre la tele, y marcó el número de su ex.

– Hola, soy yo -dijo.

– ¿Y quién eres tú? -preguntó Carmen.

– ¿Quién voy a ser? ¡Soy Jorge! Yo pago la hipoteca de la casa donde vives, ¿te acuerdas?

– Ah, hola.

– ¿Dónde está Jorgito? -quiso saber Jorge. Había un recelo envidioso en su voz.

– Está afuera, jugando -le explicó Carmen pacientemente.

– ¿Afuera? ¿Qué quiere decir «afuera»? ¿Fuera de qué?

– Afuera. En el jardín.

– ¿En el jardín? -Estaba horrorizado. Miró los cristales de la única ventana de su salón, que la lluvia azotaba con fiereza en esos momentos-. ¿No has visto las noticias? -Se acercó a la ventana, escandalizado-. Vientos de sesenta nudos en las Rías Bajas. Lluvias torrenciales y cúmulos tormentosos por aquí y por allí. ¡Por todos lados!

– ¿Las Rías Bajas no estaban en Galicia o por ahí? -dudó Carmen-. Te recuerdo que nosotros vivimos en las afueras de Madrid, a las orillas del Jarama.

– Pero, pero, pero… ¿No está lloviendo ahora por ahí?

– Sí, un poco.

– ¿Cuánto de poco?

Carmen parecía molesta.

– ¡No sé!, pues un poco.

– ¿Y dejas que Jorgito salga de noche, con lo que está cayendo? ¡Pillará algo!

– A él le gusta retozar entre el césped, ya lo sabes.

– Me da igual si le gusta o si no le gusta. Hace viento y frío, está lloviendo y no debería salir de casa a estas horas. Espero que cuando me toque recogerlo, el próximo fin de semana, no esté enfermo, porque si no…

– No estará enfermo. No le pasará nada.

– No me puedo creer que le consientas estar a cielo abierto mientras cae el segundo diluvio universal. No me lo puedo creer, Carmen. No me puedo esperar estas cosas de ti. La vida no me ha preparado para esto.

– Quería salir, estaba lloriqueando y yo, sencillamente, le he abierto la puerta… -explicó Carmen.

– ¡Eres increíble! -Jorge estaba enojado-. ¡Tratas a Jorgito igual que a un perro!

El largo suspiro quejumbroso de Carmen le llegó a través del auricular como si acabara de exhalarlo justo al lado de su oreja.

– ¡Pero es que es un perro! -contestó lentamente la mujer.

Jorge estuvo a punto de soltar un aullido.

– ¡Ah!, ¡ya salió aquello! ¿Es eso una excusa, pues? -Agarró con fuerza el aparato y le rugió-. Puede que sea un perro, pero no es un perro cualquiera. Es Jorgito, ¿recuerdas? Nuestro perro. Un westhigland white terrier muy especial. Mi Jorgito. Y si tú no lo tratas como es debido, creo que yo tengo algo que decir al respecto. El juez de familia lo dejó muy claro. Tengo derecho a verlo los fines de semana alternos y la mitad de todas las vacaciones. Puedo decidir sobre cuestiones de importancia referentes a su salud, a su educación y a su alimentación. Y te digo, Carmen, que lo llames ahora mismo y lo metas dentro de casa. ¡Que lo seques y que te encargues de que no se constipe! Estoy en mi perfecto derecho de exigirte que lo hagas. Inmediatamente.

Jorge había conseguido, cuando se divorció de Carmen, que el juez encargado de su proceso de separación le otorgara derechos de visita sobre el perro. (Carmen y él no habían tenido hijos.)

– Está bien -dijo ella-. Lo llamaré ahora mismo. ¿Quieres algo más?

Jorge, de repente, se sintió invadido por un relajamiento espontáneo. Le flojearon las piernas. Estaba cansado, había tenido un día terrible en la oficina. Le dolía la cabeza. Echaba de menos a Jorgito. Y a Carmen, sobre todo a Carmen. Podía imaginarla sentada frente a la chimenea, o estirando las piernas sobre el sofá. Su cara pecosa un tanto adormecida. Sus anchas caderas enfundadas en un pantalón de chándal bien abrigado. Estaba un poco… fondona, de acuerdo, pero es que a él las mujeres le gustaban así. Las prefería cuando se adivinaba en ellas a una matrona luchando por salir ahí fuera, por asesinar a la top model en potencia y reclamar su orondo y fláccido lugar en el mundo. Las prefería mucho antes que a esas otras de pechos siliconados y culo endurecido en el gimnasio. Carmen era ancha y agradable. Acogedora como un buen hogar. Tenía unos dientes blanquísimos que parecían repasados con Tippex todas las mañanas, en vez de enjuagados con dentífrico común y corriente. Era una pelirroja tranquila y llena de curvas que reciclaba el vidrio y el papel y que, cuando llegaba el verano, comía helados, sonreía y disfrutaba de la vida al aire libre.

¡La echaba tanto de menos!

– No, nada -dijo, más tranquilo-. ¿Qué estás haciendo? Si puedo preguntártelo, claro.

– 0h, estaba leyendo un poco antes de acostarme.

– Qué casualidad, yo también estaba leyendo antes de llamarte -mintió él.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué estás leyendo?

– Bueno, pues un libro… -titubeó Jorge-. Una historia. Es algo así como una mujer que encuentra a un tipo estupendo, pero luego él la abandona por otra, y ella se suicida. Aunque también podría interpretarse a la inversa.

– Vaya, qué interesante.

– Sí, sí. Ya lo creo.

– En fin, voy a llamar a Jorgito para que entre en casa.

– Oh, sí. No dejes de hacerlo.

– Buenas noches.

– Sí, claro. -Jorge desconectó el teléfono despacio.

Recapacitó sobre su situación existencial unos segundos.

Él no codiciaba grandes cosas.

Únicamente quería llevar una vida sencilla, llena de pequeños placeres.

Eso era todo lo que siempre había ambicionado. Nada más.

En cambio, tenía un horripilante piso alquilado, una vieja Barbie de cuando Carmen era niña, y una herida puntillosa -difícil de localizar dentro de él-, que parecía infligirse a sí mismo sin descanso.

Se restregó la cara. Notaba el cuello rígido y le ardía el cielo de la boca.

Necesitaba dormir unas horas. Había bebido demasiado.

Cogió la muñeca de su sitio habitual encima del televisor agarrándola con fuerza de los pelos, y se encaminó primero al cuarto de baño dando unos pasos vacilantes.

OBSERVANDO A LOS GORRIONES

El que pueda hablar consigo mismo

no buscará la conversación con otro

M.T. CICERÓN, Cuestiones Tusculanas

Empezó octubre y el tiempo apenas cambió.

El final del verano había sido helador, y el otoño aventó las calles de Madrid con gotas de una llovizna inmisericorde y a rachas cascarrinada. Los ciudadanos parecían hibernar de una forma íntima, precipitada. La existencia urbana, con su habitual intensidad, se había ralentizado de la misma inquietante manera en que aflojan su ritmo ciertos procesos químicos, en el laboratorio, justo en el momento en que quien los induce los da por perdidos y se limita a esperar absorto, premonizando con pereza el desastre final, su violenta decadencia impregnada de vacío.

Pero era miércoles por la noche en Madrid, y la Academia de Vili estaba llena de aficionados a la felicidad, voluntarios emigrados de sus hogares secos y desangelados, arracimándose al calor del filósofo.

La pensée console de tout?

Afuera, en las calles del centro, los adoquines olían a lluvia arrebatada y los capós de los coches tintineaban bajo la metralla líquida de la tormenta.

19
{"b":"100472","o":1}