Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– No me lo puedo creer -exclama Aglae.

– No está mal. Rompedor -dice Valentina.

– Vaya, vaya, cariño… Ji ji ji… -Eufrosina le guiña un ojo.

Penélope tose como una niñita constipada.

– La verdad, la verdad, yo creo… -comienza a balbucir, aunque no consigue explicar nada. Tampoco tenía pensado hacerlo.

Eufrosina le dice que ánimo, que ahora le toca a ella. Penélope duda un momento pero… qué diablos. No cree que el suyo esté peor que los de ellas.

Se desnuda como si estuviera haciendo un estriptís para un grupo de ejecutivos japoneses en visita turística. Valentina y sus amigas la vitorean hasta que acaba y ya está desnuda. Se lo ha quitado todo. El sostén de aumento, la braguita de seda lila que tiene puesto un salvaeslip arrugado y algo húmedo, los pantys y el vestido. No siente frío, ni vergüenza. De hecho, le parece que debería hacer esto más a menudo.

– Oh, pero si es pelirrojo -dice Aglae-. Claro, ya casi no me acordaba de que eras pelirrojita de pequeña, como ahora te tiñes el pelo de rubio, se me había olvidado. Valentina las mira sonriendo.

– Estamos locas -dice-. Como cabras.

– Sí, somos unas viejas cabras cachondas y pervertidas.

– Pero no nos va mal así.

– Podía irnos peor.

– Pues sí.

– Vamos, Valentina -anima Eufrosina-. Es tu turno, a la palestra. Hoy nos estamos despendolando bien.

– No, yo no. -Valentina se encoge sobre sí misma, se rodea el pecho con sus brazos, como abrazándose, se rebulle en el sofá.

– Pero si te lo hemos visto ya, aunque sea hace tiempo. ¿No recuerdas la universidad? ¿Y cuando nació Peny y tú…?

– He dicho que no, y es que no.

– ¿Por qué? -chilla Eufrosina-. O todas, o nada. Además, si ahora tienes un tipazo. Has adelgazado un montón en los últimos tiempos, no como yo. Estás muy bien, estás delgada y…

– Tengo cáncer. A menudo sangro -dice Valentina-. Cáncer de útero.

– Pues… ¿Ah, sí? Pues te sienta muy bien, te sienta… -Eufrosina traga saliva, titubea-. ¿Me disculpas? Creo que acabo de ver a alguien…

Aglae se levanta y coge sus bragas, las estira con cuidado. Se acerca hasta Eufrosina y la obliga a sentarse de nuevo.

– Cierra el pico, Eufrosina. Por favor dice-. No digas más sandeces, ¿quieres, cielo?

Penélope está sentada muy quieta, desnuda por completo, abandonada encima del canapé. Su piel es la de una fruta estival, tiene diminutas pecas marrones sobre los hombros y marcas rojizas allí donde más apretaba la ropa interior que se ha quitado. La mirada, de un vivo color azul como la de su madre, está ausente. Tiene las manos apoyadas sobre el vientre (la piel ahí está intacta, el embarazo no le dejó ninguna huella, tiene un vientre redondeado y terso, una beldad dispuesta para el goce); tiene las manos colocadas púdicamente la una sobre la otra. No lleva joyas. El pelo rubio, desordenado y largo, tapándole a medias los pechos, cubriéndole una parte de las areolas sonrosadas de sus senos, tan tiernas que parecen dos sombras carnosas hechas de melocotón. Podría pasar por la virgen de una tabla flamenca, una virgen niña, mucho más joven de lo que es. Se asemeja a una dulce muchachita retratada antes de perder para siempre la inocencia. Las piernas, separadas con descuido, dejando ver el origen del mundo. Esa hondura de vello rojizo -estrecha, rebosante de soledad-, tiene por dentro la textura de la manteca y sabor azucarado algunas noches. Penélope ha dejado los pies sobre la alfombra, descalzos, uno un poco torcido en una postura incómoda que ella no se preocupa de cambiar. La boca ha quedado entreabierta y sus dientes relucen dentro de ella como trocitos de papel inmaculados que contrastan su blancura con el rubor de los labios.

LA ANGUSTIA

Madre e hija van sentadas dentro del coche, en los asientos traseros. Penélope ha hecho varias llamadas («Dios mío -ha gimoteado Jana al oírla-, tu madre con cáncer y yo con el corazón roto. ¿Quién nos va a curar a todas nosotras, Penélope?, ¿quién?»), y luego ha pedido que vaya a recogerlas el chofer de la empresa. Ruedan discretamente por las calles de un Madrid lluvioso y amortecido. Sus cuerpos no se tocan, cada una contempla las aceras encharcadas a través del cristal empañado de su ventanilla.

Es curiosa esta sensación, piensa Penélope. Pensar que tu madre va a morir dentro de poco, quizás ahora, aquí mismo, a tu lado.

Respira hondo, se acaricia la muñeca izquierda, luego acerca a su nariz el trozo de piel bajo el que le late el pulso. Le gusta tocarse cuando está inquieta o preocupada. Pasarse la mano entre los muslos desnudos, por los hombros, la cintura, los brazos. Y olerse. Sabe que es una forma de autoconsuelo infantil, pero eso la tranquiliza. Cuando era niña y tenía algún disgusto, corría a echarse sobre su cama. Hocicaba, hurgaba entre las sábanas, se revolcaba en ellas, husmeaba su olor, se reconocía y encontraba alivio. Todo muy animal, se dice, y no puede evitar sonreír fugazmente, tristemente.

– Dios mío, madre… -se atreve a decir por fin.

– No empecemos-replica Valentina.

– ¿Por qué no me has contado nada?

– ¿Qué habría sacado con decírtelo? ¿Me hubiera curado yo, o hubieses enfermado tú? -Valentina gira la cabeza y observa a su hija-. Tú ya tienes tus propios problemas. Estás ocupada. No podía hacerte eso, no quería que sufrieras por mí. Sé que no soy la madre perfecta, pero…

– Yo tampoco lo soy.

– … pero siempre he tratado de hacerte sufrir lo menos posible. Y ahora no iba a ser menos.

– La vida… -Penélope tiene ganas de llorar, pero no puede. Quiere decir algo, pero no sabe hacerlo.

– La vida cambia. Ha cambiado. Lo hace todos los días. Aunque las cosas no son lo que no fueron. Quiero decir que esto sigue pasando desde que el mundo es mundo. Quiero decir que la gente se muere cada día, y que nunca son los mismos. Alguna vez nos tiene que tocar, ¿no te parece?

Valentina sonríe. Una sonrisa luminosa, maternal por una vez. Acerca la mano hasta rozar con la yema de los dedos el vestido de Penélope.

– No le des tanta importancia. Nos estamos muriendo todos. Yo no soy la única, aunque lo haré más rápido.

– Pero deberías, deberías…

– Oh, venga, Peny, no empieces con eso. He visto a los médicos que tenía que ver, he contrastado las opiniones que tenía que contrastar y he visitado las clínicas que debía visitar. No me engaño sobre lo que me pasa, ellos no me han engañado, y desde luego no estoy dispuesta a someterme a una tortura hospitalaria para conseguir cinco meses más de vida mineral, ni siquiera vegetal. Enchufada a una máquina y llena de agujeros con cardenillo, igual que una lata agujereada en un campo de tiro. Con la misma movilidad que una lata, con su misma vida de lata agujereada que sólo es capaz de saltar cuando recibe un nuevo disparo, una nueva dosis que te alarga la vida, pero a la vez te arranca otro trozo de cuerpo, te hace otro boquete para que se te escape por él el alma. ¿Quién quiere eso? Por supuesto, no la gente que lo tiene. No me parece una buena idea, ¿sabes? Y no olvides que estamos hablando de mi, que yo soy esa lata, y que no quiero entrar en ningún campo de tiro. Prefiero ir directamente a la basura en cuanto me quede vacía.

– Pero… ¿por qué no se lo has explicado a Vili, por qué te has dedicado a torturarlo en vez de contárselo todo y tenerlo a tu lado? -Penélope le coge la mano a su madre y los dedos de ella sueltan la tela del vestido para entrar tímidamente en contacto con los suyos. No sabe bien cómo hacerlo. Hace mucho que no lo hace. Que no la toca en ningún lado. Apenas unos besos que dejan correr una ancha franja de aire entre los labios y las mejillas, un abrazo sin brazos, un empujoncito en el hombro. Nada. Ya no sabe qué significa tocar a su madre. Agarrarse a sus faldas con fuerzas, para que no se escape. Meterle la mano en el escote, el lugar más calentito y suave del mundo, y dejarla allí metida. Esconder la cara en su axila cuando se presiente algo malo.

35
{"b":"100472","o":1}