Ángela Vallvey
Los estados carenciales
Para mi hija (Érika),
para mi marido (Jenaro),
para mis vecinos del 7º (Mr. amp; Mme. Krozack)
y mi perro (Yeltsin),
a pesar de los cuales
he podido escribir esta novela…
¿Perdiste el imperio del mundo?
Consuélate, no era nada.
¿Ganaste el imperio del mundo?
No te alegres, que no es nada.
Pesares y dichas, todo pasa.
Todo pasa en el mundo, y no es nada.
(Del poema persa «Anvari soheili»,
citado por Schopenhauer en La estética del pesimismo)
Si el amor es la respuesta,
¿podría volver a plantear la pregunta, por favor?
LILY TOMLIN
… Si bien este libro es en realidad -como todos, al fin- para ti, lector, o lectora. Para ti que te has preguntado alguna vez: «¿Qué es la felicidad?», que tal vez buscas la felicidad, o piensas que no eres feliz.
Ten conciencia de tu fortuna, porque sin duda eres venturoso, aunque tú no lo sepas. Mira a tu alrededor para darte cuenta, hay mucho que descubrir. No creas que es difícil ser feliz en estos tiempos porque, los que ahora vivimos, no son peores que cualesquiera otros, pasados o por venir.
En la Historiade las expediciones de Alejandro, escribió Arriano que es propensión general de las felicidades humanas que ninguna deje de padecer el contratiempo de algún infortunio. ¿Te trastornan a ti tus conflictos, tus estados carenciales? ¿Y qué esperabas, no encontrar ninguno en tu camino?, ¿ser tú una excepción? ¿O tal vez sufres solamente porque sabes que, un día u otro, sufrirás? Y entonces, ¿no es absurdo sufrir ahora por tener que sufrir luego? Evita el dolor en tu camino, porque él sí que es «real», inicia con ánimo tu aprendizaje de la vida, pero no lo des jamás por concluido. Y disfruta de la lectura: parafraseando a Montaigne, éste es un libro de buena fe, lectora, lector.
LA SUERTE DE LOS MORTALES
PRIMERA PARTE LOS QUE REPRESENTAMOS
ULISES LLEGA A LA ACADEMIA
El prudente no aspira al placer,
sino a la ausencia del dolor.
ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco
Hay cosas que más vale no saber, y otras que es mejor no olvidarlas. Eso fue lo que él pensó cuando acabó todo aquello.
Pero antes del desenlace, aquella tarde ya oscura de septiembre en que comenzó a fraguarse una parte de su destino, Ulises Acaty no meditaba sobre la memoria o el olvido. Tenía casi treinta y siete años y un hijo pequeño. Estaba solo con el niño y algunas deudas, y prefería ocupar su mente con otros temas menos abstractos.
El cielo se preparaba para recibir a los meses más fríos del año, y era ajeno a las pasiones humanas, como siempre. La barroca Plaza Mayor del Madrid de los Austrias, llamada en otros tiempos Plaza del Arrabal, o de la Constitución, ofrecía un aspecto decadente bajo el aterciopelado y moribundo sol del atardecer. En ese mismo espacio urbano, en otros tiempos, confluyeron mendigos e hidalgos, pícaros y magistrados, nobles damas de tez empolvada y sucias criadas de vestimentas raídas, alrededor de actos y celebraciones multitudinarias, desde bodas reales a autos de fe, desde procesiones a ejecuciones públicas. Ahora, la estatua de Felipe III estaba rodeada por una muchedumbre multicolor parecida. Turistas; pobres de necesidad sin techo ni suelo propios; parados de larga duración; ociosos remolones frente a los escaparates con sabor rancio de las tiendas de los soportales; ejecutivos, inmigrantes, adolescentes atolondrados, amas de casa, terroristas.
Miró con placer la fachada de la Casa de la Panadería, y se dijo que probablemente las cosas no habían cambiado demasiado desde los tiempos de Juan de Herrera. Aunque, eso sí, ahora todo era mucho más caro.
Ulises apresuró el paso, pero le resultaba difícil avanzar a buen ritmo teniendo que empujar el carrito con el bebé dentro.
«Le llamaremos Telémaco -dijo su mujer, sin vacilación ni rubor, cuando el niño nació y comenzó el fin de los buenos tiempos-. No es un nombre vulgar. Ya sabes que detesto la vulgaridad. Y no parece disparatado, si tenemos en cuenta que tú te llamas Ulises, y yo, Penélope.»
Sonrió confiado hacia Telémaco, viendo desde arriba su divertida sonrisa semidesdentada, que buscaba reflejarse en la del padre, y esquivó por los pelos a una mujer joven que andaba con prisas sobre unos afilados zapatos de tacón, y que se apretaba contra el pecho las solapas de su gabardina gris.
Tampoco sabía entonces nuestro hombre que alguien podía morir violentamente dentro de poco -salpicando con su sangre, de una manera u otra, a todos los que contemplarían fascinados e incrédulos la tragedia, incluido él-, o… no morir porque en sus manos estaba evitar la desgracia.
No, Ulises no sospechaba nada así. Se limitaba a pasear, empujando con determinación el cochecito de bebé donde su hijo, que acababa de cumplir dos años, pataleaba con regocijo, como si hubiese descubierto que ésa era su sagrada misión en el mundo y que nada ni nadie le podría impedir llevarla a término. Telémaco era afortunado: era el vivo retrato de la ausencia del dolor.
Miró su reloj. Llegaba tarde a la sesión, y Vili, su pariente político, lo miraría de esa manera un poco maníaca con que fulminaba a los demás cuando pretendía hacerles un reproche sin que lo pareciera.
La verdad era que no tenía ningunas ganas de ir a la Academia de don Viliulfo Alberola -conocido por todos como Vili-, ni de soportar otro minuto de sus Diálogos socráticos sobre la felicidad, pero Vili lo había amenazado sutilmente cuando él le comentó que le parecía un buen momento para dejar de asistir a las reuniones. (¡Por Dios, le venía fatal salir de casa a aquellas horas!, justamente cuando debería estar preparando la colada diaria y la cena del crío), y aunque Ulises no era de los que suelen amilanarse con facilidad, prefirió no provocar las iras del doctor y seguir acudiendo a sus citas semanales con él y con aquella turbamulta de pirados que lo seguían con un fervor sectario.
Suponía que Vili quería tenerlo controlado, en cierta forma. También que deseaba ver a Telémaco regularmente. Podía decirse que era el abuelo del crío, por más abuelastro que fuera en realidad. Quería mucho al niño, eso estaba claro.
Por otra parte, él tenía la sensación de que el viejo Vili estaba cada día menos relajado en lo referente a su vida personal. Ulises creía saber a quién se debía su frecuente estrés: sus enseñanzas le servían de bien poco, al pobre hombre, porque no sabía aplicarlas con rigor a su propia persona, o por lo menos en lo que atañía a su infernal relación conyugal con su mujer.
Ulises se preguntó de qué sirven las leyes cuando las eluden los mismos que las imponen.
En general, tampoco es que a él le gustaran mucho las leyes; no le complacían porque tenía el mismo presentimiento escalofriante que en su día tuviera Napoleón: que había tantas que nadie podía estar seguro de que no fueran a enchironarlo tarde o temprano.
Las leyes de Vili eran distintas de la legislación judicial, él las llamaba reglas, y ofrecían un aspecto aún más inquietante que aquéllas, si cabía, porque Vili tenía la pretensión de que siguiéndolas cualquiera era capaz de encontrar la felicidad.
Para Ulises, el que alguien como Vili especulara sobre la felicidad y la filosofía no tenía mayores méritos. Él podía dedicarse a eso, puesto que era rico. No, no millonario. Millonario podía ser cualquiera, pero ser tan acaudalado como él no estaba al alcance de todos. Poseía una fortuna que administraban varios bufetes de abogados y gerentes, que apenas lo molestaban un par de veces al año, para que firmara algunos documentos y poco más. Tenía casas en tantos sitios del mundo que Ulises dudaba que fuese capaz de recordarlas, o que las hubiera visitado todas al menos una vez. Y, sin embargo, se limitaba a charlar con la gente en su Academia, a vivir en su apartamento -una casa inmensa, pero desprovista de grandes lujos- del centro de Madrid (en la ciudad, decía, había encontrado su ágora), y a soportar con un estoicismo entre perverso y entregado a su mujer, Valentina.