FALTA DE AMOR POR UNO MISMO
Confianza.
Seguramente el secreto de las relaciones amorosas está en la confianza, piensa Penélope. Pero no se refiere a que en una unión no debe haber secretos, tal y como suelen recomendar los terapeutas.
Una unión: terrible palabra, suena tan contundente y definitiva que parece una enfermedad terminal. Cáncer de entraña. Metástasis de los sentimientos.
Mentiras y secretos.
Cajones profundos plagados de bombas de relojería en la memoria o el recuerdo.
Engaños. Traiciones.
No, no se refiere a eso.
No quiere decir que, en una pareja, si los dos que la componen quieren que su vínculo se fortalezca, no deben guardarse confidencias, ni defraudarse mutuamente.
No. Ella piensa que se trata más bien de otra cosa. Que el exceso de confianza es peligroso, perjudicial para el amor.
Penélope sospecha que excepto quizás con los hijos y con algunos amigos (y no está muy segura), con el resto de los seres que nos rodean -incluyendo maridos o esposas, amantes y amados, prometidas y novios-, hay que actuar de la misma manera que cuando una va conduciendo: hay que guardar siempre una mínima distancia de seguridad, para evitar accidentes catastróficos.
Ésa es una medida prudente que toma la gente cautelosa y serena. La que se quiere a sí misma y a la otra persona tanto como para procurar no colisionar con ella con resultado de muerte.
Calzadas resbaladizas a causa de la lluvia. Pavimento aceitoso. Adulterios.
Exceso de velocidad. Monotonía.
Bruma y humo. Falsedad. Resentimiento.
Una vez le preguntó a su abuela Araceli: «¿Y tú por qué no te peleabas nunca con el abuelito?». Ella le respondió: «Porque nunca le di la confianza».
Ése es el problema: demasiada confianza.
Ella y Ulises la tenían. Vili y su madre (sobre todo su madre) también han abusado de ella. Penélope piensa en la confianza como en una niña inválida a la que resulta muy fácil robarle su piruleta, pegarle una patada, tirarle de las trenzas y salir corriendo.
Ay, pobre confianza.
Es cierto que el matrimonio de su abuela tampoco fue perfecto. Pero ninguno lo es, y al menos sus abuelos no porfiaban constantemente como dos arrabaleros deslenguados. No se comportaron jamás como un marinero borracho y una prostituta que no ha cobrado su salario.
Gritos, insultos, traición y felonía.
Ulises y ella, su padre y su madre, sí lo han hecho.
¿Se aman más, acaso?
– No voy a comer apenas -dice Vili, sentándose a la mesa, esforzándose por no parecer contrariado.
– Me extraña -dice Valentina.
– Pues que no te extrañe.
– No puedes seguir así -insiste Valentina-. En realidad no ha pasado nada. Nada importante. El tipo era un paranoico, te tocó a ti como podía haberle tocado al del bar de la esquina.
– Sí, podía haberle tocado al del bar de la esquina. Pero me tocó a mí. Y en cualquier caso no tengo hambre. -Vili se pone la servilleta sobre el regazo. Juguetea con el tenedor.
Roberta sirve la ensalada.
Telémaco está excitado, se rebulle en su asiento. No suele comer con los mayores. En realidad no tiene hambre, tiene sueño, pero probará un poquito de todo lo que haya, sólo por ver de qué va.
– No empieces a comer hasta que no empecemos todos -le dice Ulises, sentado a su lado. Al otro, a la derecha del niño, está Penélope.
– ¿Po qué? -quiere saber Telémaco.
– Es de mala educación.
– ¿Queseso?
– Que no te portas bien si lo haces.
Ulises se lo repite en alemán, en ese alemán suizo que apenas entienden los alemanes y mucho menos un niño, imagina Penélope.
– Aaah… -asiente comprensivamente Telémaco, y sigue comiendo, muy serio.
– Déjalo -interviene Vili-. No empieces a fastidiarlo tan pronto. No es excesivamente importante que coma antes o después que nosotros. Esta mesa no es una orquesta, no tenemos por qué estar tan coordinados. Que haga lo que le dé la gana, ahora que puede. ¿Verdad, campeón?
– Sí dice el niño.
– Qué nieto más bueno tengo. No podría haber encontrado otro que me gustara más ni buscándolo por ahí. Ni dentro de la tele -dice Vili.
Telémaco asiente de nuevo varias veces, muy contento.
Penélope empieza también a masticar. Ve de reojo a Ulises, le parece que hay una sombra que atraviesa en ese momento sus ojos. Con la lechuga y la manzana dentro de su boca, deshaciendo sus jugos y mezclándolos entre su saliva, tiene una extraña sensación. La de que todos ellos, todos sin excepción, son inocentes. Le parece algo tan sencillo y extraordinario que no se explica cómo no se ha dado cuenta antes.
Observa a su hijo, que apenas utiliza los cubiertos para comer, aunque se las arregla bastante bien con los dedos, y se pregunta si su vida le corresponde. Si realmente es la apropiada.
¿Por qué son tan infelices? ¿Por qué, por qué?
Valentina está muy pálida.
¿Habrá empezado a morirse ya? ¿Podrá aguantarse hasta que todos acaben de comer? Es verdad, la muerte no es igual que las ganas de orinar. Aunque cualquiera sabe.
– ¿No es un poco tarde para el crío? -pregunta Vili.
– Ya lo creo -Ulises habla con la boca llena, seguramente no ha podido contenerse.
– En Madrid se trasnocha. No es tan grave -dice Valentina.
– Sí, -Penélope acaba su bocado. La ensalada es suculenta. Una ensalada hecha con las manos de una mujer agonizante. Aliñada por sus manos, revuelta con sus dedos temblorosos y acabados. Está deliciosa, la ensalada-. En esta ciudad la gente se acuesta tarde y se levanta temprano.
– Es verdad -dice Vili, y se limita a mover la ensalada con el cuchillo, sin probar ni un trocito de algo-. Pero yo tengo la sensación de que los que se acuestan tarde no son los mismos que se levantan temprano.
Vili se frota con los dedos las cuencas de los ojos. Debería decirle que su madre se está muriendo, medita Penélope. Debería decírselo esta misma noche. Pero, ¿está bien no respetar la voluntad de una mujer desahuciada? ¿Es correcto? ¿Recibirá algún tipo de castigo si no lo hace? Un meteorito justiciero. Una pequeña plaga de langostas dentro de su cocina. Un viento pavoroso que le robe el alma a su niño.
Ese tipo de cosas que siempre vienen de otro mundo.
No es supersticiosa, como Jana, pero no quiere ni pensarlo.
El centro de proceso del cerebro está localizado en la corteza prefontal lateral, que existe en ambos hemisferios y está situada encima de los globos oculares. Los mismos que se está masajeando con encono Vili en estos momentos. (Se restriega los ojos, las cejas, dale que te dale.) En esa zona se organiza y coordina la información, y se traslada a otras partes del cerebro según sea necesario. Penélope lo ha leído, pero no recuerda dónde. Únicamente se acuerda de que le pareció curioso pensar que el centro de proceso del cerebro podía casi rozarse -¿tal vez perturbarse?- con un sencillo movimiento de pestañas.
– Papi… -Penélope siempre llama papi a Vili, nunca papá, y ahora se pregunta por qué-. ¿Qué te pasa?
– Me duele la cabeza, pero no es nada. Me tomaré un paracetamol. ¿Puedes llamar a Roberta?
Como si lo hubiera oído, aparece la mujer en el umbral de la puerta del salón.
– ¿Quiere traerle un paracetamol a mi padre? -le pide Penélope, y mira con ojos tristes, suplicantes, los tristes ojos suplicantes de la asistenta.
– Ahora mismo -se da media vuelta y vuelve a salir por donde ha entrado.
– Gracias, Roberta.
– Madrid es así. -Ulises parece animado por la comida y por el vino, se llena el vaso y da un trago apreciativo. ¿Cuánto hace que no comían todos juntos?-. En nuestro barrio… -mira rencorosamente a Penélope durante un segundo. Sólo un segundo, luego vuelve a animarse-. Quiero decir el barrio de Telémaco y mío…
El niño sonríe a su padre cuando oye su nombre. Empieza a aburrirse de la comida, y también se frota los ojos. Está cansado. Pone los brazos sobre la mesa, y acerca la cabeza al mantel.