– No me gustaba nada esa mujer. El aliento le olía raro.
– ¿Qué quiere decir raro?
– No sé. -Penélope busca con su mirada la mirada de su madre, quiere complicidad, pero no encuentra ni una cosa ni la otra. Ni complicidad ni mirada. Valentina parece embelesada con una mancha del mantel-. No sé… le olía como a… ¿pene?
– Dios mío, Penélope -dice Ulises.
– ¿Todavía tienes contacto con ella? Recomiéndale, como diría Marcial, que se ponga bragas en la boca.
– Penélope, cariño… -Vili da otro sorbo al vino, se aparta para que Roberta le coloque delante el plato limpio. La mujer los observa a todos por el rabillo del ojo. No se sabe si está escandalizada o excitada por los retazos de conversación que le van llegando. Probablemente le importan un rábano.
– Fuiste tú quien me habló de Marcial, papi. ¿Ya no te acuerdas? Me leías todos aquellos versos procaces y yo me reía, y ahora me dices que…
– Cariño, Penélope… -insiste Vili.
– Qué bestia eres -dice Ulises-. Qué rencorosa.
– Penélope… Mira, vaya, o sea -Vili se rebulle en su silla-. En cualquier caso no desprecies el poder del sexo.
– Lejos de mi intención, papi.
– Claro. El sexo es importante -añade Ulises.
– Sí, lo creo -dice Penélope-, aunque no porque tú lo digas. Tu opinión no vale mucho, que digamos, si tenemos en cuenta que eres uno de esos idiotas que creen que el mundo es un poco mejor después de que ellos acaben de echar un polvo -termina bajando la voz. Bisbiseando en dirección a Ulises. Si no hubiera hablado en un tono tan apagado cualquiera hubiera dicho que estaba chillando.
– Anda, Vili -Ulises tuerce la boca al hablar como un pistolero-. Dile lo que opina Cicerón, o algún otro listillo parecido, sobre el tema. Cuéntaselo a esta espabilada.
– Si no fuera por el sexo, los seres humanos ni siquiera nos acercaríamos los unos a los otros, y hace tiempo que nos habríamos extinguido -continúa Vili.
– Menuda pérdida para el universo en general, y para nosotros en particular. -Penélope le da vueltas a su plato, como si quisiera atornillarlo a la mesa.
– Somos animales. En el reino animal, la proximidad significa peligro. De no ser porque el sexo nos empuja a buscarnos los unos a los otros… ¿quién se acercaría a quién?
– Annetta se acercaría a Ulises sólo por su arte. Le chiflan los artistas, ¿verdad? Y Ulises es uno de ellos.
– Bah, deja eso, ¿quieres?
– Valentina…
– ¿Puede servir ya la langosta, Roberta? -dice la mujer, y les regala a todos los presentes una sonrisa desvaída.
– Valentina, ¿estás bien? -pregunta Ulises.
– Claro. Sólo me falta un poco de fuerza. Estoy algo cansada -le guiña un ojo. O hace el intento-. Ya sabes, a mi edad una es como la televisión: funciona mejor si la enchufas a una fuente de energía.
– ¿A tu edad? Pero si eres preciosa… -dice Ulises.
Valentina agradece que no le diga «estás estupenda», o bien «te conservas fenomenal», o alguna otra tontería por el estilo que la haga sentirse todavía más vieja y enferma. Aunque no, Ulises no dice esas vulgaridades. Ideología doméstica para mezquinos y exasperados. Ulises es así. Una noche tan clara como el día. Sabe que «eres» es la mejor manera de conjugar el verbo ser. Sabe que «preciosa» es el adjetivo conveniente.
Penélope lo escudriña de medio lado. Reconoce su talento.
Hay que darle al César lo que es del César.
Mientras sea César.
– Ah, qué vida… -dice.
Su madre se está muriendo. Pero, cuando alguien está al borde de la muerte, señoras y señores: al fin y al cabo eso es vida.
– Sí. Terrible. Todo tiende al caos, según demuestran científicamente los dibujos de Tom y Jerry -añade Ulises, y frunce los labios como si le lanzara un beso.
– ¿Dónde vives, Ulises, al otro lado del espejo? -Penélope coge un trocito de pan y empieza a desmigarlo. De cada miga, hace otras migas más pequeñas. Y de éstas, otras aún más diminutas. Quiere alcanzar el átomo. Contar los neutrinos de esa masa. No, los neutrinos no. No existen los neutrinos: Penélope puede asegurarlo porque los ha visto. Hace un montoncito con las migas. Lo deshace con la punta del cuchillo. Vuelve a juntarlo.
– La vida no es terrible -dice Vili cansinamente-. Nunca lo ha sido. Por lo menos no tanto como solemos creer. Los terribles somos nosotros. Y ya sé que suena…
– Eso es cierto -asiente Ulises, interrumpiéndolo-. ¿Qué? ¿Atacamos la langosta?
– También hay ciervo -dice Valentina, señalando una fuente.
– Estupendo. -Ulises deja que Roberta le sirva generosamente en su plato-. Vamos, Penélope. Come un poco. Estás muy delgaducha.
– No, gracias -dice Penélope-. No me gusta comer carne de animales muertos.
– ¿Ah? -Ulises coge el cuchillo y el tenedor-. Pues yo no tengo ningún inconveniente, siempre y cuando no conozca personalmente al difunto.
– Venga, Penélope. Creí que te gustaba el marisco -dice Vili.
– Tú no estás comiendo nada, y nadie te lo reprocha. No tengo más apetito. Ya no soy una niña, sé cuándo quiero comer y cuándo no.
– No te enfades.
– No, no me enfado. Pero no tengo hambre.
Se comería un helado. Un cono de chocolate trufado. También se contentaría con un chicle. Le encantan los chicles. Son tan… confiados.
– Mamá, ¿hay helado?
– Es posible que haya algo en el congelador. Le diré a Roberta que lo mire.
– Gracias. Me encantaría tomar un helado.
– Vale, pero espérate a que los demás acabemos de comer, ¿no? -dice Ulises.
– Esperaré, no te preocupes.
Penélope esperará, por supuesto.
– No es que quiera criticarte, ¿sabes, Pe? -Ahora, Ulises mastica y habla a la vez mientras se dirige a Penélope y va bajando también la voz hacia donde ella está sentada-. Yo jamás me atrevería a criticarte a ti, cariño, sobre todo porque nunca entiendo nada de lo que haces ni de lo que dices.
– Gracias, eres muy amable al confesarlo.
Penélope se ha acostado con doce hombres en toda su vida, incluyendo a Ulises. Los últimos once, por despecho y en poco más de año y medio, después de dejar a su marido. Se ha acostado con cada uno de esos hombres (se le antoja que forman todo un pequeño ejército, enhiesto y desafiante), ha hecho con todos el amor o, al menos, con Ulises lo ha hecho, y no sabe por qué, todavía no ha aprendido a pensar bien de ellos.
Examina a Ulises con interés. Son un misterio. Todos menos Vili, sin duda. Los hombres son un enigma que lleva asociado multitud de rituales absurdos, lamentables y siniestros.
– ¿Alguien quiere más vino? -pregunta Vili.
Ulises alza su copa el primero.
LA PREOCUPACIÓN
La preocupación es un mal cultural epidémico. Se abre en círculos que van expandiéndose desde la cuna, en cuanto nacemos, hasta llegar al infinito; no se necesita sino el menor contacto de una china, una mota de polvo contra el agua pasiva que es nuestra conciencia, y ya está, la preocupación nos invade y nos conquista. Es una bestia carnicera, muy libidinosa. Nos seduce y nos devora, y a veces ni siquiera lo hace por ese orden.
Pero qué trastorno tan exasperante y gratuito.
Menudo veneno para la razón.
(Vaya una mierda.)
Penélope ha pasado todo el embarazo preocupada, mientras decoraba la habitación de su hijo con figuras de animales, pintadas al pastel, inspiradas en las de los cuadros de Durero.
Qué preocupación tan grande, cielo santo.
¿Y si su hijo nacía muerto? ¿Y si era retrasado? ¿Y si tenía una gran mancha roja en la cara que le haría avergonzarse de sí mismo el resto de su vida? ¿Y si no engordaba lo suficiente y después agarraba todo tipo de enfermedades hasta morir en pleno jardín de infancia? ¿Y si tenía cáncer, como la madre de Ulises? ¿Y si era bajito? ¿Y si salía feísimo y nadie lo quería, ni siquiera su propia madre? ¿Y si de mayor sufría alteraciones capilares descamativas por dermatitis seborreica y psoriasiforme, con mucha caspa y un horripilante picor del cuero cabelludo? ¿Y si padecía obesidad mórbida? ¿Y si se convertía en un delincuente o en un pobre oficinista? ¿Y si moría en un accidente de tráfico? ¿Y si lo abandonaba su mujer y se volvía loco? ¿Y si tenía dos hijas siamesas unidas por la pelvis? ¿Y si no cobraba jubilación, cuando le llegara el momento, porque había una quiebra de la seguridad social en toda Europa? ¿Y si se hacía viejo? ¿Y si luego se moría de viejo?