Ah, las mujeres. Así son. A todas les pides hacer el amor porque, aunque no quieran hacerlo, estás seguro de que, al menos, te lo agradecen.
Vas de una mujer a otra sin darte apenas cuenta y, a la que te descuidas un poco, te hallas sin querer entre Escila y Caribdis. Sin saber cómo ni por qué.
Los peores monstruos suelen ser femeninos. La muerte, la enfermedad, la tragedia.
Ocurre la mayoría de las veces.
Los mejores placeres, también. La aventura, la pintura, la amistad, la sensualidad, la marihuana.
Tú administras obstinadamente tus placeres.
Haces bien, Ulises, haces bien.
Claro que ahora no piensas, ni en eso ni en nada. En realidad, no sueles pensar. Tú haces. Eres un hombre de acción, no de abstracción. (Qué le vamos a hacer.)
Sabes pintar, no cabe duda, aunque no sabrías definir lo que haces, ni cómo lo haces o por qué.
Sabes hablar, y en ocasiones, cuando te paras a oírte un instante, te preguntas divertido quién estará hablando por ti desde dentro de ti.
Te gusta caminar, no trazar posibles caminos por los que sabes que quizás nunca vayas a andar.
Tampoco te preocupa mucho el asunto de la felicidad, al que todo el mundo parece darle vueltas y más vueltas hoy en día. Estás harto de obligaciones. Jamás te han gustado las imposiciones de ningún tipo, y eso de sentirte apremiado a ser dichoso te parece el colmo de la perversión social. Un puro fraude colectivo. La gran bufonada terrorista de Occidente. Fin del individuo. Vaya fórmula más tonta para mantener a la gente entretenida y preocupada, eternamente insatisfecha.
Uno es feliz cuando no sabe que es feliz, y qué más da. Cuando no se pregunta sin cesar si lo es o si deja de serlo. A ti, que te dejen vagar, que te dejen pintar, que te dejen viajar, que te dejen sufrir y gozar a gusto. Que quieres vivir, en suma, ¿verdad, Ulises? Que lo tuyo se trata de eso, simplemente. Sólo de eso.
Recuerdas con regocijo aquella tarde en la Academia de Vili, cuando alguien le preguntó a un señor mayor que siempre se sentaba en la misma silla y nunca hablaba: «¿Usted es feliz?», y el interpelado respondió: «Nunca se me ha ocurrido plantearme la cuestión, amigo». «¿Y entonces qué hace usted aquí?», insistió el compañero de tertulia, curioso. «Pues verá», respondió el jubilado, «vengo porque me manda mi mujer. Dice que siempre estoy metido en casa, molestando».
Ah.
Es verdad que hubo tardes y noches memorables en la Academia. A veces, la echas de menos.
Has sentido lo que duele cuando tu compañero de ring te atiza un gancho en el costado. Y aunque no sabrías explicar qué cosa es el dolor, te dices a ti mismo que para algo debe valer y que, en cualquier caso, su existencia no depende de ti.
– ¡Papá, el desayuuuuno…! -Telémaco se sube a tu lado en la cama, da golpes sobre la almohada, simbólicas pedradas infantiles que exigen tu atención.
Te sientas muy derecho apoyándote en el cabecero, las piernas relajadas, en paralelo, y lo coges en brazos. Lo tiras hacia arriba, su pequeño cuerpo despedido en dirección al techo. Este crío pesa como un condenado. Tensas la musculatura de los antebrazos cuando lo atrapas al vuelo. Has vuelto al gimnasio a boxear, notas con alborozo cómo ha descendido el nivel de oxidación de tus tejidos y tus músculos, ahora mejor configurados.
El chiquillo da un salto mortal en el aire, grita enardecido, sus ojos emiten una luz fugitiva.
– Gamberro. Comilón… -le dices.
Telémaco se ríe a carcajadas. Tú le haces cosquillas en su pequeño estómago estragado hasta que chilla de placer. Lo vuelves a lanzar al aire con fuerza, absorbes con los ojos su imagen emocionada, triunfante, y la guardas celosamente dentro de ti.
– ¡Querrremos comercomercomer! -canturrea el niño.
Domingo. Hoy es un domingo soleado de abril.
ATRAVESANDO EL UMBRAL
Cuando entras en la cocina, sientes la ausencia de Araceli, notas que, a pesar de su cuerpo menudo, hay un hueco brutal en el sitio donde ella debería estar y no está. La casa parece haber sido arrasada desde que murió. Oh, sí, todo está en orden, y tranquilo, la luz que se filtra por las ventanas es amarilla, casi tangible, viene directa desde el cielo hasta posarse en los muebles y dar forma a tu silueta y la de tu hijo. La casa parece en paz. Pero falta ella. Esto que adviertes cada mañana al despertar, ese respingo que te contrae el estómago cuando abandonas la cama y te pones en marcha, se llama nostalgia.
La tarde que murió estabais sentados juntos en el salón de tu apartamento. Hablabais de guerras, en concreto de la guerra del Golfo. Ya ni recuerdas por qué salió ese tema a relucir. Solíais conversar de cualquier cosa. Era una gratísima compañera. Araceli sabía estar callada y callarse cuando no sabía.
«¿La guerra del Golfo? -te preguntó distraída-, Virgen bendita. Mi memoria es cada día peor. La guerra del Golfo, la guerra del Golfo… Ya no me acuerdo bien. ¿Quién la patrocinaba?»
«Los de siempre, imagino», respondiste tú.
«No sé, no sé…», Araceli meneó la cabeza, negando. «No sé, me parece que, en cuestión de guerras y de todo, empiezo a perder la memoria, hijo. Y esa otra, por ejemplo, la guerra de Yugoslavia, ¿sabes cuál te digo? Es reciente, ¿no es verdad? Bueno, pues yo no recuerdo por qué se peleaban.»
Se concentró en su labor. Estaba haciendo un mantelito de punto, y mirarla tejer te resultaba relajante.
Ella te dijo al rato, mientras tú dibujabas con carboncillo unos bocetos de su figura, que se le había ocurrido un negocio sensacional. Le brillaban los ojos con tanta violencia que es probable que presagiaran la catástrofe, que fuese la luz del principio del fin lo que viste dentro de ellos. «Abuelos de alquiler», te dijo con una sonrisa picarona. Dejó la labor de ganchillo sobre su regazo y te señaló con la aguja que tenía entre los dedos. «¿Qué es lo que nos ofrece en abundancia la vida moderna, hijo? Yo te lo diré. Un montón de ancianos abandonados como ratas muertas en los asilos, mientras que los niños no tienen abuelos de los que echar mano, con lo bien que le viene un abuelo a una criatura. El negocio está en contactar con algunas escuelas y algunas residencias para la tercera edad. Por una módica suma mensual, se pueden organizar las cosas para llevar una pandilla de carcamales a los colegios, para que jueguen un ratito a la semana con los críos, para que los abracen y los escuchen. Me parece que sería una actividad extraescolar estupenda. Los padres apuntarían a sus hijos corriendo. ¿Te imaginas? "Los martes, música. Los jueves, abuelos". No creo que sea mala idea. Así, a los padres de los chiquillos se les pasaría un poco la mala conciencia por haber abandonado a sus propios padres en las gasolineras de todo el país; los niños tendrían abuelos adoptivos a los que acudir cuando nadie los escucha; y los vejetes podrían montar un fondo social con lo que ganaran en los colegios para comprar comida y dulces de esos que nunca entran en el menú de los asilos. Y… todos contentos, ¿no crees que es una idea estupenda, Ulises? ¿Qué me dices? Creo que voy a consultarla con la almohada. No, mejor, me voy a echar un sueñecito aquí mismo, si no te molesta. Aquí, en el sofá. ¿No te importa, hijo?»
Tú le dijiste que no, que no te importaba que se durmiera un rato, que estirara las piernas si quería, para estar más cómoda. Tú mismo le quitaste las zapatillas y le colocaste los pies, la tapaste para que no tuviese frío con esa manta de viaje, de felpa verde, que anda siempre rodando por el salón y que tanto le gusta a Telémaco.
Araceli se acomodó y suspiró satisfecha, cerró lentamente los ojos, y ya no volvió a abrirlos.
No, Ulises, tú eres un inconsciente y no le temes a la muerte. Eres osado. Un completo imbécil. Esperas mirarla cara a cara un día. Arreglar viejas cuentas: Tu madre, Araceli.
Qué diablos: John Lennon, Fofó, Elvis Presley, La Novela, Lady Di, Félix Rodríguez de la Fuente, El Arte, la madre de Bambi, Dios.