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Luz recordaba sus palabras -quizás no con toda exactitud-, mientras caminaba por Atocha. Cerca del museo Reina Sofía distinguió una figura familiar entre la aglomeración de gente que iba y venía apresuradamente, tratando de cruzar los semáforos, o coger los autobuses de cercanías, o abrirse paso entre el resto de las personas que confluían a aquellas horas por el centro de la ciudad.

Para una mujer, pensó Luz, siempre había algo de conmovedor en un hombre que aprieta contra su pecho a un niño pequeño. Daba sensación de seguridad mirar a un hombre así. Una sentía una sorprendente excitación ante esa imagen, y se sobrecogía sin querer a causa de un insólito y antiguo poder femenino: de la fuerza que -ya lo había olvidado- suponía ser y sentirse mujer.

Luz imaginó las dotes para el placer del joven padre, las manos de Ulises dejadas caer, enervadas y laxas, a los lados de la cama, por la noche, cuando estuviese dormido. La cuna a su lado, por si el chico se despertaba de madrugada con sed, o alguna pesadilla infantil de ésas en las que grandes manchas negras y siniestras amenazan con aplastar los cuerpecitos indefensos de los niños.

Se ruborizó al reconocer sus pensamientos, pero aun así avivó el paso hasta que se colocó al lado de Ulises, que llevaba en brazos a su hijo, y le tocó el hombro con timidez, aunque también con decisión.

Ulises se volvió sobresaltado y, como si estuviese defendiéndose de un ataque por sorpresa, agarró al vuelo la temblorosa mano de Luz y estuvo a punto de retorcérsela.

– ¡Aug! -se quejó ella.

Ulises la soltó al momento y trató de disculparse.

– ¡Oh, Dios mío, cuánto lo siento! ¿Te he hecho daño?

Luz mintió asegurando que no era nada.

Telémaco la señaló con su manita pegajosa, donde se deshacía una piruleta tan roja como pestilente. Nadie sabia a ciencia cierta qué demonios mezclaban con el caramelo los fabricantes de chucherías para lograr que oliera a fresa -y de una manera tan sobrenatural-, algo que no se parecía ni remotamente a una fresa.

– ¿Es mala, papi? ¿Bösse? -preguntó el chiquillo apuntando a la mujer, que se acariciaba la articulación entumecida.

– No, no es mala, es buena, es amiga de papá. Se llama, se llama… Esto… Es una buena amiga de papi. -Ulises la miró con una media sonrisa de disculpa. Probablemente apenas si había reparado antes en ella, y ni siquiera la recordaba de verla en la Academia.

– Luz. Me llamo Luz. De la Academia de Vili… -dijo ella, con la mueca embarazada de alguien que acaba de darse cuenta de lo inoportuna que resulta su visita a la hora de comer en casa ajena.

– Claro, ya lo sé, Luz -replicó Ulises, aunque no había estado muy seguro hasta ese momento.

Pensó que la mujer que tenía delante debía de ser de las que acudían a oír a Vili, pero solían hablar poco. Quizá por eso no se había fijado en ella antes, pese a que su cara le sonaba.

Lo cierto era que la señora no estaba mal. Una especie de Natalie Wood un poco ajada, aunque en algún remoto lugar de aquellos ojos -tan tímidos y azorados y azules- él podía ver brillar la chispa. Esa pavesa a punto de apagarse, pero aún con el brío de un hierro al rojo vivo, en potencia. Probablemente sólo necesitaba que le soplasen un poco para avivar la llama.

Se preguntó si estaría casada. Dedujo que sí por su anillo, pero sobre todo, después de que él dejara al niño en el suelo y le cogiera la muñeca con una mano, frotándosela con suavidad entre sus dedos, sobre todo por la expresión de su cara.

– Hola -la saludó el niño. Tenía la encantadora apariencia de su padre cuando reía. Pícara y delicada, pero si conociera algún espeluznante secreto que ella ocultaba, y estuviera pensando en contárselo a todo el mundo.

EL ARTE DE AMAR DE ULISES

Para ser felices debemos deshacernos de

nuestros prejuicios, ser virtuosos, gozar

de buena salud, tener inclinaciones y pasiones

y ser propensos a la ilusión, pues debemos

la mayor parte de nuestros placeres

a la ilusión y… ¡ay de los que la pierdan!

MADAME DU CHÂTELET,

Discurso sobre la felicidad

– Bueno… -confesó Ulises, y le dio un largo sorbo a su vermut de grifo-. Sí, la verdad es que mi mujer también sufrió mucho con nuestra separación. Sufrió tanto que, por lo que he podido ver, sus pechos han aumentado tres tallas, y sus michelines posparto se han reducido otras dos.

Ulises apretó con fuerza sus labios y sonrió a Luz mientras le daba a Telémaco una patata frita. Se preguntaba soñadoramente hasta qué punto aquella mujer era asequible para él. Parecía inquieta y desorientada, igual que un perro tratando de cruzar por su cuenta la Gran Vía, pero también ansiosa por agradar y hacerle creer al mundo que era confiada, fuerte. Sus uñas alargadas, sin pintar pero bruñidas, su pequeña barbilla, sus cejas negras tan bien remarcadas y sus ojos, dos grandes espacios azules inexplorados, le gustaban. Imaginaba su carne tibia por las noches, metida en la cama, arrebujada contra el borde para no rozar sin querer el cuerpo de su marido. Cómo palpitaría su seno izquierdo al compás del murmullo entrecortado de su corazón.

Luz había florecido -y había empezado a consumirse resignadamente-, sin que nadie apreciara del todo su belleza. Eso la había vuelto triste, se dijo Ulises.

Él amaba a las mujeres pero, después de darle muchas vueltas al tema, había acabado por aceptar que, así, en conjunto, el sexo femenino constituía un embrollo impenetrable que se escapaba a su comprensión (como habían deducido tantos otros hombres antes de él), porque nunca sabía qué pensar de ellas, ni qué era exactamente lo que pasaba por sus cabezas. Si bien intuía -basándose en su experiencia con Penélope, y en la lectura de algunos libros- que necesitaban, sobre todo, estimación, apreciación, porque cuando no las encontraban se volvían frías, tanto que podían cortar el mar en dos sólo con una de sus yertas miradas de insatisfacción y reproche.

Las mujeres, todas sin excepción, se creían un tesoro que había que valorar a cada minuto. Las mujeres eran principescas. Bueno, él no podría desmentir tamaña creencia, por muy disparatada que se le antojara, porque muy bien podría ser que lo fueran, las condenadas.

– ¿Quién sabe?, en fin… -dijo, ensimismado en sus cavilaciones, sacándose la cartera del bolsillo-. No quiero aburrirte con mis penas. Eso ya pasó.

Miró el reloj que había sobre la barra del bar, y le hizo una seña al camarero para que les llevase la cuenta.

– ¡Oh, no me aburres en absoluto! -contestó Luz; ni siquiera había probado un sorbo de su bebida, un refresco light lleno de burbujas del color del agua sucia-. Además, ya sabes lo que dice Vili: conocer las desgracias ajenas nos hace más llevaderas las nuestras.

Ulises se puso en pie, y cogió al niño, que agarró al vuelo un puñado de patatas antes de ser izado hasta los brazos de su padre.

El bar estaba decorado con reproducciones en lata de los viejos anuncios de la calle de San Andrés: «Usen Sello Juanse, gracias al Sello Juanse ha desaparecido este dolor»; «Usad contra las diarreas Diarretil Juanse, precio 0'40 céntimos»; «Emplastos porosos rojos El Elefante»…

– ¿Y qué desdichas puede padecer una mujer como tú, tan… -la obsequió con uno de sus mohines más seductores- tan hermosa? -Se acomodó al bebé entre los brazos, y le sacó una patata de la boca, peligrosamente grande y crujiente-. Siento tener que dejar la conversación que, por otra parte, es muy agradable, pero ha llegado la hora de darle la comida a este energúmeno… -Dejó unas monedas encima de la mesa, sobre el platillo de acero inoxidable donde reposaba la factura que un chico rubio con un mandil acababa de llevar-. Si quieres, puedes venir con nosotros y continuamos la charla. Vivimos aquí al lado, en la calle Santa Isabel.

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