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Piensas que quizás ya va siendo hora de cambiar de marchante. Tu hijo tiene razón. Ramón es una patata. Un tipo gordo y feo. Contrae la frente a menudo, como las víctimas que están muy enojadas por serlo pero que no hacen nada por evitarlo, y lo invade el resentimiento, incluso por los bebés que no saben lo que dicen (pero Telémaco siempre parece saber lo que dice). Es demasiado benévolo respecto a sus propias debilidades: el póquer, las chocolatinas, las rubitas o rubitos perversos y excesivamente oxigenados. Sus palabras lo traicionan. Su cara lo traiciona. Su culo lo traiciona. Y tú lo traicionarás en cuanto se presente la ocasión.

– Sí, vamos a comer. -Agarras a Telémaco bajo el brazo, y sigues al señor Tamisa en dirección a la puerta de la calle.

Dice el Talmud que un hombre sin mujer no es criatura humana. Tú puedes dar fe de que cualquiera, en esas circunstancias, se pone hecho una fiera.

Ah, el amor. Truco inventado por algún necio que no tenía ni idea de biología y que se creyó que algo así era posible.

Tú también te lo has creído un poco, confiésalo.

Bien, existen personas que creen en la reencarnación. ¿Por qué no van a existir los amantes, si tienen más motivos para profesar en lo suyo? Tu amor por Penélope, por ejemplo, debe ser cierto puesto que ha sobrevivido a la adolescencia, al matrimonio y a la infidelidad (la de ella, ya que te consta que, desde que te dejó, ha tenido por ahí sus más y sus menos). Tu amor por ella ha resistido al bidé y al abandono. Tu amor por Penélope es una de esas pocas cosas de las que puedes estar seguro, te dices a ti mismo mientras observas aprobadoramente el pompis de la camarera en el restaurante, que se aleja con el dinero de la cuenta en una bandejita de plata, moviendo las caderas igual que haría Telémaco con un sonajero.

Cierras los ojos unos segundos y recuerdas a Peny. Delectatio morosa de su piel, de sus pechos, del hueco entre su cuello y su hombro. Su pelo bañado por una luz sérica, convulsa y rojiza. Echas de menos su olor, y sobre todo su color, a tu lado cada noche y cada mañana. Debe ser el amor, pues. Debe ser el efecto del postre demasiado abundante. Los profiteroles que te han servido estaban fríos por dentro y calientes por fuera, como el corazón de la ingrata madre de tu hijo. ¿No era al revés como había que tomarlos, al corazón y a los profiteroles? En fin, tampoco es que estés muy seguro. (No deberías haberte bebido esas tres copas de grappa.)

Acaso debieras haber hecho una comida más ligera, teniendo en cuenta que dentro de poco habrá una recepción -los empleados del catering entraban a la galería al tiempo que vosotros os preparabais para salir-; volverás a comer y a beber, y después notarás los excesos en cuanto vuelvas al gimnasio, pasado mañana.

– Deja al señor Tamisa en paz -le dices a Telémaco con voz pastosa-. No, él no quiere ver qué pasa si le metes el lápiz por el ojo. Y, además, ya nos vamos.

PERDIDO EN LA NOCHE

Á propos des fleurs, ahí está tu amigo Jorge. Ha sido uno de los primeros en llegar y ahora avanza hacia tu encuentro dando codazos, con un imperfecto y ansioso dominio del espacio que pisa, como si tratara de absorber todo el aire a su alrededor. Se abre paso entre los camareros y algunos de tus colegas pintores, ésos que se han sentido en la obligación de pasar un momento a saludarte y que serán los primeros en escapar del bullicio de la exposición en cuanto echen un voraz, pero crítico, vistazo a todos tus cuadros.

– ¡Ulises! -dice, jadeando.

– ¡Jorge!

– Felicidades, amigo. Veo que no has perdido el tiempo. -Te estrecha la mano sonriendo y luego señala a su alrededor, a las paredes engalanadas con tus pinturas que refractan la luz de los focos colgados del techo-. Hola, Telémaco.

– Hooola, Jejé…

– ¿Por qué este renacuajo malévolo me llama siempre Jejé? -pregunta Jorge-. ¿Se cachondea de mí, o qué?

– Todavía no sabe hablar muy bien.

– Claro. No sabe pronunciar las dos sílabas de mi nombre, y sin embargo se las arregla bastante bien para decir penicilina y cochambroso. Qué manera de dejarme en ridículo.

– ¡Penicilina! ¡Cochambroso! -grita Telémaco, encantado-. ¡PennnNnniiiliiiciiiliiinaaaA!

– Bueno, y… ¿qué tal?

– Psssh -responde tu amigo-. No me gusta esta jodida ciudad. ¡Está llena de coches! -Hace una pausa y agarra al vuelo una copa de cava catalán de la bandeja de un camarero que pasa por su lado. Da un trago corto y se relame los labios-. ¡Esta ciudad está llena de calles! ¡Y de aceras! Todo eso me parece un abuso. Vas andando por ahí y no te sientes persona, te sientes como un bolardo del mobiliario urbano.

– En fin, yo no creo que… Y, hablando de personas, ¿qué tal con Carmen? ¿Y Jorgito?

– Jorgito bien, gracias, aunque ha estado un poco griposo últimamente. Y con Carmen… como siempre. Mal. Estamos divorciados, ¿recuerdas? Nos acostamos juntos menos a menudo todavía que cuando estábamos casados. Ya sabes cómo son estos temas.

– No me hables de divorcios, por favor -rechazas el asunto con un gesto de la barbilla; acaricias el pelo de Telémaco.

– La mejor época de la vida de un hombre, amigo Ulises, es la de su soltería. No te quepa duda. Tener una novia, sacarla al cine, al campo, al teatro, a las vías del tren… Os estáis conociendo y la chica tiene tantas ganas de complacerte que tú piensas que te ha tocado la lotería de las futuras esposas ninfómanas. Vamos, te crees incluso que existen las esposas ninfómanas. Piensas que tu vida será así de ahí en adelante: pasión y potencia, salidas nocturnas, restaurantes, sexo en los lavabos de los parkings. La felicidad, amigo Ulises. La felicidad… -Dais unos pasos moviéndoos entre la gente que empieza a abarrotar las salas de la galería. Tú, Ulises, saludas aquí y allá con la mejor sonrisa de un anfitrión, y con gestos de la cabeza y de la mano-. Pero en cuanto te casas con ellas, ¡plaf!, las tías cambian. Dan un cambiazo de miedo. De hecho, dan miedo en cuanto te casas con ellas. Claro, antes de estar casados no había esas pequeñas cosas por en medio, interrumpiendo constantemente entre la pareja. Ronquidos y mal aliento mañanero, por no hablar de los pedos y de la necesidad de pensar en la comida diaria. Pelos atascando el lavabo, los platos sucios, los calzoncillos sucios, el váter lleno de churretes, las reglas de ella, la madre de ella, la compra semanal en el súper, las miguitas que tú dejas en el suelo, debajo de la mesa, cuando terminas de comer, el rimel corrido de ella, que le pica en los ojos porque está llorando, y llora porque tiene muchos motivos, pero sobre todo porque tú no le haces caso, y dan fútbol en la tele y su madre tiene una ciática que la está matando… -Jorge hace una pausa para tomar aire. Más aire-. Uno se pregunta dónde estaban todas esas cosas repugnantes y horribles antes de casaros, por qué entonces no se las veía por ninguna parte y ahora están ahí, delante de uno, fastidiándole a uno la vida, dejándola a ella sin ganas de hacer el amor, dándote a ti ganas de hacer la guerra. Dónde estaban las miserias cotidianas cuando aún no estabais casados y todo era sexo, y cine, y sexo, y ganas de verse, y sexo… -Jorge se interrumpe bruscamente, se lleva la mano al pecho y lo tantea. Parece que quisiera colocarse en su sitio el corazón.

– ¿Qué te pasa? -le preguntas, alarmado-. ¿Te pasa algo? Quiero decir… además de todo lo que te pasa.

– No, no es nada. No quiero darte la vara, eso es todo. Ésta es tu noche, no tengo derecho a soltarte todos mis problemas y a amargarte la fiesta. Es sólo que hacía semanas que no nos veíamos y, yo, bueno, pues eso. Tampoco tengo tantos amigos con los que hablar de mis cosas.

– He estado muy liado ultimando los detalles de la exposición, ya sabes.

– Claro, claro. No quiero darte la brasa.

– No te apures, somos colegas.

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