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DESEOS DE JUSTICIA

Tac, tac, tac, suenan los tacones de Penélope atravesando la casa, abrazando a su hijo. Cuánto pesa ya este muchachote, pero podrá acarrearlo, tiene suficiente fuerza, tiene que tenerla.

Mientras su madre se muere delante de sus ojos, Penélope se pregunta qué es lo que siempre le ha pedido ella a la vida. Se responde que ha deseado obtener de la vida lo mismo que el público demanda de la televisión: emoción, realidad, protagonismo, éxito de audiencia, comedia y drama, algo de qué hablar.

¿La vida se lo ha dado? Es posible que un poco de todo eso sí haya habido, pero no cree haber cumplido todas sus expectativas todavía. Tampoco pide demasiado: las suyas no son tan ambiciosas como las de Ulises, por ejemplo.

Ulises se dedicó a la pintura porque la amaba (a la pintura, por supuesto), tenía tanto talento para pintar que cayó en la trampa de la permanencia. Creía que pintando cuadros prodigiosos terminaría por convertirse en un mito imperecedero.

Penélope, sin embargo, no entiende ni siquiera el concepto de eternidad. ¿Cómo iba a entenderlo si es una simple mortal?

Tac, tac, tac…

Sabe que los lienzos se pudren en los museos, a pesar de ser resucitados -reelaborados, recompuestos, rehechos- cada cierto tiempo. Sabe que en el arte -en la vida, en general- abunda el artificio, la vanidad, la disipación. No cree en la eternidad, únicamente confía en la moda. En la representación pasajera, pero incesante.

Eso los diferencia a ella y a Ulises, entre otras cosas: Penélope sabe que coleccionar relojes no la convertirá en inmortal.

Penélope sabe, sabe y sabe. Y cuanto más sabe más la abruma el peso de todo lo que no sabe. Pero, vaya, ¿qué puede decir?

Lleva al niño entre los brazos y camina con determinación, lo aferra igual que si fuera su presa. Su niño, su niño. Hacía tres meses que no lo veía y es su niño, por Dios, su bebé pequeñito.

Cuánto pesa.

Tac, tac, tac, suenan nerviosos sus tacones contra el viejo entablado del suelo.

Penélope es una magnolia Delavayi que ha cerrado sus pétalos sobre el pequeño insecto que se le ha posado encima.

Es una intrépida exploradora afrontando con coraje lo desconocido. Un largo pasillo, la noche lluviosa, la jungla doméstica, un marido huraño y traidor, un hijo inocente, una madre.

Penélope es también una madre. Una madre que tiene una madre que se muere, que siempre se ha estado muriendo.

Pero cómo pesa su chiquitín. Ha crecido mucho, es todo un hombrecito.

Telémaco se agarra a su cuello. La carne prieta del niño huele a membrillo. Ella atraviesa la casa con él a cuestas como si atravesara la noche. Sus pasos, cada uno de sus pasos, son un movimiento contra el desasosiego. Podría llegar hasta la cocina aunque se volviera de repente asmática, paralítica y jorobada.

– Deja que lleve yo al niño en brazos -dice Ulises. Va detrás de ellos, la mirada fija en la cintura de Penélope. La mirada perdida.

– No.

– Pesa mucho.

– Da igual.

– ¡Mamá! -chilla Telémaco, y le da un beso empapado de babas mientras le rodea el cuello con los brazos.

El impecable vestido negro de Penélope tiene ahora algunos rodales de humedad alrededor del escote, y huellas de barro en la parte del halda, donde el niño ha rozado con sus botas.

– Le están saliendo dos muelas -dice Ulises, taciturno-. Produce más saliva que un rotweiler.

– Cariño -dice Penélope, y frota su nariz en la nariz del crío.

– Te quiere munnnncho -dice Telémaco.

– ¿Quién me quiere mucho?

– YoooOoooO… -vuelve a abrazarla y a besarla. Es un hijo del amor, es el único ser feliz de esta casa.

Un hijo es una condena a cadena perpetua. Qué gozosa sentencia ahora, aquí, con él en los brazos hurgando con sus deditos pringosos en la tibieza de su escote. Floreciendo los dos, apasionados y saludables mientras caminan juntos, el pechito del uno pegado al regazo de la otra. Haciéndose compañía y besándose. Carne de la misma carne. El amor verdadero en sazón.

Tout n'est pas dégoût et misére.

Llegará a la cocina sin dejarlo en el piso para que camine él solo; aunque pesa bastante.

– ¡Telémaco! -Valentina sale a su encuentro, da una palmada inesperada, pero sin demasiado vigor. Debe estar cansada-. Hola, Ulises -dice luego, aún más apocada-. ¿Cómo está mi madre?

– Hola -contesta Ulises-. Bien, está bien. Se ha quedado en casa. Hace mal tiempo para pasear niños y ancianos.

– Sí, es mejor que no haya salido. Telémaco…

– ¿Qué? -el chiquillo sonríe, tira del pelo de su madre.

– ¡Has venido! -dice Valentina.

– Sí. A la cena -contesta el hombrecito.

– ¿Todavía no ha cenado? -Penélope interroga a Ulises, ceñuda.

– Pues claro que ha cenado -responde él-. Pero alguna justificación tenía que darle para sacarlo a las tantas de casa, con lo que está cayendo, y viviendo como vivimos en un barrio tomado por camellos, drogatas y gente de mal vivir a partir de las ocho de la tarde.

– Podías haberle dicho que lo traías aquí para que viera a su madre y a sus abuelos, sencillamente -se queja Penélope, y deposita con cuidado a Telémaco en el suelo.

Valentina le da la mano. Tiene ojeras y los iris un poco empañados, pero le sonríe al niño, está contenta de tenerlo allí. ¿Todavía le duele eso que le duele? Parece enferma. Está enferma, claro.

– ¿Quieres una cosita? -le pregunta, poniéndose misteriosa. A los niños les encantan las cosas misteriosas. Y también todo el resto de las cosas.

– ¿Qué cosita?

– ¡Aaaaaah! ¿Quién sabe? Bueno, lo sabrás tú si vienes conmigo -le dice la abuela.

El niño asiente y se deja conducir por ella, aunque gira la cabeza en dirección a su madre, no quiere que vuelva a esfumarse como hace siempre. Valentina lo lleva a un rincón de la cocina, abre los armarios, busca algo.

– ¿Qué tendría que haberle dicho? ¿«Vamos, que te llevo a ver a la madre que te abandonó cuando tenías tres meses de edad, ésa a la que ves cada tres meses»? Porque tú eres la madre que lo abandonó, no otro tipo de madre, ¿ya se te ha olvidado? -una bofetada de tanteo de parte de Ulises.

Ulises desenfunda sus armas. Es la guerra. La guerra que es justa cuando es necesaria, según Tito Livio. Y las armas, que son inocentes cuando no queda otra esperanza que las armas.

Ulises es un cabrón, pero Penélope aprecia esa cualidad en un hombre. Le sonríe como si intentara seducirlo. ¿Es que trata de hacerlo? ¿Por qué no?

Ya ha pensado en esto por adelantado, sabe de la conveniencia de pensar con antelación sobre cualquier asunto. Hoy, para mañana. Mañana, para pasado. Y así cada día. Pero no sabe si ha pensado correctamente, si ha pensado en todo lo que debería haber pensado. Le late el corazón, lo que no es extraño, por supuesto, pero le inquieta poder contar los latidos tan fácilmente, sin hacer oído ni buscarse el pulso. Cualquiera puede contarlos, están resonando por toda la casa, un estruendo de tambores mal acompasados. Seguro que Ulises está contando sus latidos y sabe que van demasiado rápido, como si se dieran prisa por acabar cuanto antes lo que quiera que hagan para que funcione su cuerpo y ella no se convierta de pronto en otro envase vacío.

– ¿Vienes a la biblioteca? No quiero que Telémaco nos oiga discutir -dice respirando profundamente y exhalando bocanadas de aire con tanto cuidado como si fueran flemas de fuego que hubiese de expulsar de su cuerpo tratando de no abrasarse la garganta. Respira y espira. Así. Suavecito.

Ulises la sigue, indolente. Le mira la cintura. Las nalgas bajo la tela acariciadora del vestido. Las dos mitades que forman sus glúteos, izquierda y derecha; duales, gemelas, el bien y el mal, instinto y razón. Sus ojos serpean por la silueta de ella hasta llegar a los tobillos, los tacones.

Tac, tac, tac.

Roberta se cruza con ellos y los saluda con una tímida inclinación de cabeza, masculla un «buenas noches» decaído.

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