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– ¡Dios mío! -gritó; le temblaron las manos más que de costumbre al tiempo que lo zarandeaba débilmente-. ¡Anselmo, despierta! ¡Despierta, despierta, despierta! ¡Por favor, despierta!

Cuando Ulises llegó al asilo, Araceli estaba sentada en su sillón, encogida a la manera de un ovillo usado mil veces para tejer y destejer la misma prenda. Se la veía pequeña, triste y vieja, pero capaz de guardar dentro de sí un dolor tan hondo que la hacía resollar.

– Hola, hijo… -balbuceó con dificultad.

– Hola, Araceli, ¿estás bien?

– No, claro que no, hijo.

– ¿Te gustaría venir a casa conmigo y con el niño?

Ella lo miró y, después de una breve vacilación, preguntó:

– El niño, ¿dónde está mi niño? ¿Dónde lo has dejado?

– He llamado a Irma, una amiga mía que está acostumbrada a trabajar con niños, para que se quedara con él en casa mientras yo venía a buscarte. -Ulises se puso en cuclillas frente a ella, le agarró las manos con cariño y le dio un beso.

Tenía un aspecto noble y decidido, pensó Araceli, como esos perros de pura raza que erizan los pelos del cuello al menor cambio de dirección del viento. Ulises era un joven fuerte, extraordinario, aunque a veces tenía un aire demasiado solemne, incluso arisco.

– Claro, claro… Es mejor que la criatura no salga a la calle con este tiempo.

– Sí, ya sabes que ha estado un poco resfriado.

– Sí, me lo dijiste el otro día por teléfono.

– ¿Te ayudo a preparar el equipaje?

– ¿El equipaje? -preguntó Araceli, desconcertada-. ¿Dónde vamos?

– A casa. A mi casa. Ya he hablado con la directora y con el médico. Y tengo un taxi esperando en la puerta.

– No puedo ir a tu casa, hijo. No puedo.

– ¿Por qué?

– Sería una molestia para ti y para el niño.

– Es verdad, serás una molestia.

– Pues por eso…

– Pero, ¿qué es la vida sin alguna molestia de vez en cuando?

– ¿Una maravilla?

– No lo creo. Sobre todo cuando la molestia sabe cocinar como tú. Vamos… Abrígate antes de salir. Cuando lleguemos a casa me ayudarás a hacer croquetas para Telémaco.

Araceli trató de ponerse en pie, extendió la palma de la mano para que Ulises se la agarrara con brío y dio un último impulso a su cuerpo agotado hasta que consiguió levantarse.

– Anselmo ha muerto, ¿te lo han dicho?

– Me lo dijo la enfermera cuando me llamó por teléfono.

– Ha muerto. ¿Te acuerdas de que siempre estaba sonriendo? -Se inclinó hacia adelante con los hombros rígidos por el esfuerzo de ponerse en pie-. Pues después de morir se le borró la sonrisa de la cara. Por completo. Se le borró por completo.

TENGO UNA HIGUERA

Filipo amenazó por carta a los lacedemonios

diciéndoles que los cercaría por todas partes,

y ellos le respondieron:

«¿Y nos prohibirás también morir?».

MARCO TULIO CICERÓN,

Cuestiones Tusculanas

Mireia Amorós, sentada regiamente en la parte del centro del pequeño anfiteatro que formaban en la Academia con las sillas, alrededor de Vili, cruzó las piernas y dirigió una mirada desafiante a Jacobo Ayala, que no se la devolvió porque era ciego de nacimiento.

– Pero, yo podría… Creo que es algo posible. A mí me parece lógico -dijo la mujer, soltando un bufido. Tenía unos ojos ligeramente saltones, y se había maquillado los repliegues cutáneos con una sombra rosa que le daba un aspecto extraño, como si tuviera la piel de chicle o de muñeca.

– ¡Ah, claro! Te parece lógico -respondió a grito limpio Jacobo, que solía exaltarse con facilidad-. ¡Faltaría más! Lo que ocurre es que a mí tu idea de la lógica no me parece lógica. Punto.

– Pero ella tiene su parte de razón, creo yo. Un caso así se puede dar -apuntó Martín, que tenía veinte años recién cumplidos y solía acompañar a su primo Jacobo de vez en cuando, haciéndole de lazarillo por las calles ahora resbaladizas y húmedas de la ciudad. Lo dijo con tanta modestia que sus palabras fueron descendiendo de tono, como cuando una bicicleta aminora poco a poco el paso hasta detenerse delante de un semáforo en rojo.

Jacobo había llevado a la Academia, por primera vez, a otro invidente amigo suyo, un tal Manolo Erice, que no dejaba los ojos quietos ni un segundo, los movía arriba y abajo, y parecía estar escrutando a los presentes con miradas llenas de un interés voluptuoso, por lo que -a pesar de que todos imaginaban que no podía ver nada- estaba poniendo nervioso a todo el mundo. Martín los había conducido a los dos hasta allí, sosteniendo un paraguas mientras cada uno de ellos se agarraba a uno de sus brazos. El chico pensó que era una suerte para aquellos dos que él no empinara el codo. Dos ciegos orientados por un borracho a través de los callejones aceitosos y encharcados del centro de Madrid no hubieran sido un método muy eficaz para mejorar el tráfico.

– ¡No, si ahora también le vas a dar tú la razón a ella! -se quejó Jacobo en dirección a su primo.

El chico se encogió de hombros.

Vili permanecía sentado en su sillón. Aquella noche, apenas si había dicho unas cuantas palabras. Se le veía serio y abstraído, quizás tratando de aclarar un mensaje cifrado en el aire lleno de humo de la estancia.

– Bueno, mira, Jacobo… -El que hablaba era Manolo Erice, su cuello giraba ágilmente, y nadie de los allí presentes creía que hubiera manera humana de pararlo-. A lo mejor la señorita tiene razón. En un corazón grande, pueden caber muchos grandes amores.

– ¡Ja! -exclamó sarcásticamente Jacobo-. ¡Eso no te lo crees ni tú! Se puede dar con un canto en los dientes si tiene sitio para uno. Un amor, y no demasiado grande. Uno y va que chuta. Y eso vale para ella y para todos los que vivimos bajo la luz de la noche.

Manolo se aclaró la garganta antes de objetar:

– Pero por la noche no hay luz ninguna.

– ¡Tú qué sabrás! -Jacobo movió la mano despectivamente.

Mireia arrugó la nariz, disgustada. No entendía a qué venía tanto escándalo. Ella era una mujer adulta, y sabía lo que se hacía. Tenía cuarenta y tres años, por Dios Santo. Dirigía con bastante acierto una sucursal bancaria muy importante. No había tenido hijos por elección propia, aunque no descartaba tenerlos en un futuro no muy lejano. Si David, siendo homosexual y hombre, había podido hacerlo, no veía por qué ese lujo no le iba a estar permitido a ella. ¿Se lo prohibiría la naturaleza, la religión o la ciencia? Y si no podía tener los suyos propios, adoptaría a alguno de esos niños malnutridos, de ojos lóbregos cargados de sospechas, que se mueren lentamente en un país lejano. Tenía derecho a formar su familia, a tener una familia hecha a su imagen y semejanza. Eso fue lo que hizo el mismo Dios, aunque hubiera quien aseguraba que las historias que cuenta la Biblia sólo son habladurías antiguas hechas jirones por el paso de los siglos. Pues claro que tenía todo el derecho del mundo a vivir con su marido y con su ex marido bajo el mismo techo. Cuando se divorció del segundo, lo hizo en los mejores términos, en realidad forzada simplemente por la nueva relación surgida con su marido actual. Pero siguieron en contacto. No dejaron de quererse. Comían juntos, se veían al menos una vez a la semana, y siempre en las fiestas y en los aniversarios. Cuando él se quedó sin trabajo -era gerente en unos grandes almacenes que, de pronto, fueron a la quiebra y cerraron dejando en la calle a más de cuatro mil personas sin empleo, en su mayoría maduras y aturdidas, con un futuro laboral más que incierto-, cuando eso ocurrió ella estaba allí, a su lado. Le prestó dinero. Lo animó. Un día, en vista de que él no podía salir adelante a pesar de sus esfuerzos, le propuso a su marido de forma natural que lo invitaran a pasar con ellos una temporada, hasta que acabara su mala racha y encontrara otra ocupación. El marido actual de Mireia trabajaba como subordinado suyo en el banco (estaba dos grados por debajo de su mujer en el escalafón), y conocía a su ex desde hacía años. Su marido era encantador. Tolerante y abierto, con unos ojos preciosos de color estaño. Aceptó enseguida y así fue como Luis se fue a vivir con ellos. En principio fue un arreglo temporal, no obstante Luis era tan atento y afectuoso que lograba emocionarlos a diario. Lavaba y planchaba incluso la ropa interior, y la doblaba meticulosamente en los cajones perfumándola con saquitos de lino rellenos de lavanda natural. Hacía una comida soberbia, siempre baja en calorías (aprendió a guisar cuando se quedó en paro). Pasta fresca con langosta y cebollinos. Alubias tiernas con almejas, sin nada de grasa. Limpiaba perfectamente el polvo que la asistenta nunca parecía tener tiempo de quitar -ése que se queda incrustado debajo del televisor y entre los marcos de las puertas-, así que acabaron despidiéndola. Luis se encargó de la casa, y confesó que se sentía feliz por primera vez en su vida. Cuando Pedro (su marido) y ella llegaban a su apartamento por la tarde, recién salidos del trabajo, la mesa estaba puesta, adornada con un mantel de hilo bordado y velas aromáticas. Y se oía música suave. Bach ponía la banda sonora a sus veladas. Fue cuestión de poco tiempo que Mireia volviera a compartir la cama con Luis. La primera vez se dijo a sí misma que era por agradecimiento hacia la persona que estaba consiguiendo hacer su vida cada día más agradable y más fácil. La segunda vez pensó que, bueno, aquello iba en recuerdo de los viejos tiempos. La tercera se dejó vencer por la culpa. La culpa es de un color gris verdoso y escuece como la picadura de una abeja en el centro del corazón. Pero Pedro, su marido, no se ofendió por el engaño cuando ella lo confesó todo. «La carne no es nada más que carne, cariño -le dijo mirándola mansamente con esa expresión un poco estrábica que a ella siempre le había parecido irresistible-, nos pasamos la vida dándole importancia a cosas que en realidad no la tienen, confundiendo el precio de un kilo de carne con el valor de un kilo de alma.»

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