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Cuando Mireia se lo contó a su mejor amiga, ésta le dijo: «Cristo bendito, qué suerte tienes. Me das mucha envidia. Te has casado con un místico. O mejor: con un imbécil».

Ahora, los tres vivían bajo el mismo techo, y se sentían más felices que nunca. Mireia estaba convencida de que atravesaba una etapa de su vida excelente para tener un hijo, daba igual que fuera de uno o de otro de sus dos maridos. Luis podría ocuparse del niño mientras ella y Pedro trabajaban. Lo de menos eran los apellidos o los genes del crío.

Ésos eran sus planteamientos vitales en estos momentos, los objetivos en los cuales cifraba su felicidad venidera, y hete aquí que, cuando por fin se atreve a exponerlos en voz alta, un ciego malhumorado, despeinado y retrógrado, se atrevía a llamarla inmoral en público y a acusarla, a ella y a cualquiera que pensara lo mismo, de no tener espacio dentro de su corazón, según unos misteriosos parámetros de arquitectura anatómica sólo conocidos por él, para darles un alojamiento confortable a sus dos maridos dentro de su pecho.

El maldito Jacobo le había hecho sentirse por unos instantes como Judith, o Salomé, o vete tú a saber qué otro tipo de judía lúbrica y pervertida. Igual que una mantis religiosa que se ha vuelto bulímica y atea. Casi había podido oír el tintinear de las campanillas adornando sus caderas y alborotando el aire al ritmo de sus balanceos espasmódicos y lascivos de vieja arpía.

Lo miró con rencor. Sus ojos pequeñitos y llenos de oscuridad, como si alguien hubiera acumulado un montón de cosas dentro de ellos a lo largo de los años, tantas que hubiese terminado por anegarlos. Olisqueaba el aire a su alrededor con la determinación y el curioso anhelo de un cachorro terrier. Tenía el borde de las uñas del color del interior de un horno refractario de los años cincuenta.

Aaaah. Qué pelmazo era, ciego y todo.

Y qué feo, por Dios Santo.

Mireia creía que los feos, para no hacerse aún más desagradables, eran todos simpáticos. Pero no. Ahí tenía la prueba. Claro que éste a lo mejor no tenía ni idea de que era un espanto. Seguramente nadie de entre sus allegados había reunido todavía el valor suficiente para decírselo.

Bueno, la verdad, ¿qué se puede esperar de alguien que cree que las noches las hizo Dios para aliviar el resentimiento de los ciegos contra los que ven?

– Dejémoslo -dijo Mireia, fingiendo indiferencia-. No tengo ganas de pelearme con nadie.

– ¡Pues yo sí, yo sí tengo ganas de pelea! -cacareó Jacobo-. ¡Esto es la dialéctica, es la vida! ¡En la vida hay que pelear!

– Por eso, porque es la vida. Pero, en cuestiones de moral, no pienso discutir contigo ni con nadie.

– Claaaro… Porque sabes que llevas las de perder. Porque eso que planteas, el concubinato de una mujer con dos hombres, es una atrocidad. Hoy y siempre. -Jacobo respiraba agitado-. ¿No conocerás personalmente a alguna mujer que viva así como tú lo has descrito? ¿Tienes alguna amiga que viva con su ex marido y con su marido actual, y que se acueste cada noche con uno?

Por supuesto, Mireia no había contado que la mujer a la que se refería, el ejemplo que quería poner en discusión ante los contertulios, era ella misma.

– Eso no es de tu incumbencia, Jacobo -respondió. Y pensó: «Quédate con las ganas de saberlo y jódete, capullo», pero no lo dijo.

Gabriela Losada, una panadera de veintiocho años, rubia y sensual, con ojos de color aguamarina, levantó la mano.

– Quizás si se tratara de un hombre que vive con dos mujeres, un musulmán por ejemplo, o uno de esos mormones… nadie se escandalizaría tanto por la poligamia. De hecho, en algunos países de por ahí, incluso es legal -alegó. Tenía una voz profunda y atractiva, con un deje andaluz.

– ¡Eso digo yo! -gritó otra voz de mujer-. Los tíos son la repera. ¡Todas deberíamos tener al menos un marido de repuesto en casa! ¿A qué esperamos?

– ¡Yo no he dicho que…! -Jacobo sacudió la cabeza, furioso y sin saber hacia qué lugar dirigirse para contestar-. A mi modo de ver…

Trató de explicarse, pero los murmullos a su alrededor fueron elevándose hasta convertirse en un griterío mal contenido.

Vili, que seguía sentado sin decir nada, se puso en pie. Tenía un aire entre aburrido y avergonzado.

Tuvo que gritar él también hasta que consiguió hacerse oír.

– ¡Está bien!, ¡vamos, vamos! ¡Callaos de una vez! -Cuando las voces empezaron a decrecer de tono, y la mayoría de los comentarios se fueron apagando, él anunció-: Hacemos una pequeña pausa y seguimos dentro de veinte minutos con la gente que prefiera quedarse un rato más. Hasta la próxima semana para los que se vayan ahora mismo.

Encaminó sus pasos hacia la silla donde Ulises permanecía sentado y con la boca cerrada, pero escuchando con aire divertido a su amigo Jorge Almagro.

Pasó al lado de un grupo de personas que se levantaba y estiraba mientras hablaban entre ellas, sonreían, discutían, o fruncían el ceño como si acabaran de ser lastimadas en lo más íntimo por las palabras de Mireia o de Jacobo respectivamente.

Un hombre de aspecto deprimido y solitario seguía en su asiento, junto a un Francisco de Gey siempre encarado con el mundo, tal que si estuviera examinando las huellas de un crimen reciente del que todos alrededor suyo fueran sospechosos. Daba la impresión de que Francisco era uno de esos individuos que se dejan difícilmente acariciar, pensó Vili.

El hombrecito miró a Vili y éste casi esperó a que abriera la boca para decirle algo, pero no fue así, y el filósofo siguió andando.

Saludó a Jorge, y luego a Ulises.

– ¿Quieres que nos tomemos un café abajo? -le preguntó a este último.

– De acuerdo -contestó Ulises; y se despidió de Jorge-: Enseguida volvemos.

Salieron a la calle.

Caía una lluvia torrencial. Nadie podía explicarse de dónde había surgido tanta agua ni cómo se las arregló para poder llegar hasta el cielo de la meseta castellana. Los dos hombres se cerraron las cremalleras de sus chaquetas impermeables hasta el cuello, Ulises abrió un pequeño paraguas plegable y ambos caminaron por la acera, pegados a los edificios, hasta que llegaron a la calle Cuchilleros. Entraron en Casa Botín, se acercaron a la barra después de sacudirse en la entrada el agua de los hombros, y pidieron café.

– Descafeinado para mí -dijo Vili-. Y con un chorrito de leche, por favor.

– ¿Y usted? -preguntó un sonriente camarero.

– A mí me da igual-Ulises se encogió de hombros.

El camarero lo miró, escamado.

– ¿Cómo que igual? -preguntó, y se rascó su canosa barba, un tanto inquieto-. ¿Lo quiere cortado, solo, con leche, capuccino, irlandés…? No sé, el señor tendrá alguna idea aproximada de lo que desea.

– Oh, vamos… -Vili se secó la frente con un pañuelo de papel-. No te hagas el gracioso y pídele algo a este caballero, que está esperando.

– No sé… -dijo Ulises.

El camarero hacía juego con la decoración del restaurante. No habría desentonado en el Madrid isabelino, ni en el de la República. Tenía esa clase de aspecto intemporal. El cabello algo ceniciento, peinado hacia atrás con colonia, ya empezaba a ralear. La barbita pulcramente recortada. Unos ojos malévolos e inteligentes. Las orejas muy aplastadas contra el cráneo. El gesto decidido y propenso a los remilgos.

Empezaba a impacientarse.

– ¿Se puede saber qué le pasa a todo el mundo esta noche? -Vili se removió inquieto, cambió el peso de su cuerpo de una pierna a la otra, y se apoyó con un brazo en la barra-. Póngale un carajillo de aguardiente. Bien cargado. Y gracias, buen hombre.

El barman le lanzó una mirada desafiante a Ulises y, finalmente, se dio la vuelta con bastante dignidad y se dispuso a servir las consumiciones.

– ¿Dónde está el niño? -quiso saber Vili.

– En casa, con la abuelita Araceli. Hace mucho frío para sacarlo esta noche.

– Ah, Araceli, sí. Mi querida suegra. -Vili suspiró-. ¿Qué tal está después de lo de… de lo de…? Oh, ya sabes.

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