– Sí, lo sé. Y me importa un rábano el horario de tu niñera. No creo que una buena madre deba…
– ¿Qué?
– Que una buena madre no debería salir por ahí a estas horas sabiendo que su hijito la espera.
– ¿Qué me estás llamando? -Penélope se quita los zapatos. Te observa malhumorada.
– Nada que no te haya dicho antes.
– Explícate.
– Lo que haces no me parece propio de una buena madre. Es tarde. Mira qué horas son. Tengo derecho a exigirte que cuides del niño a todas horas. Las fiestas de tus amigos me la sudan, cariño. Te quedaste con mi hijo y tengo derecho a esperar de ti que estés a su lado como yo lo estuve cuando tú no quisiste hacerte cargo de él y lo abandonaste.
– ¿Qué has dicho? No, pero ¿qué has dicho? -pregunta Penélope. Después de descalzarse parece más menuda.
– Nada. Feliz cumpleaños. -De pronto sonríes, decides darte por vencido, te acercas más a ella. No tienes ganas de pelear. Y qué sorpresa. De nuevo su olor-. Aunque tu día de cumpleaños ya casi se ha pasado.
– Ya ha pasado, en realidad. Son las doce y media -ella mira su reloj de pulsera.
– ¿No lo has celebrado?
– ¿Estás de broma? -Penélope te contempla incrédula-. En el mundo en el que yo me muevo no se celebran demasiados cumpleaños, igual que no se festeja el contagio de enfermedades venéreas.
– Quería haberte traído un regalo. No sabía qué regalarte.
– No es necesario.
– Te he retratado. Es un acrílico. Te gustará el color. Tengo el cuadro en casa. En mi casa. En tu casa. Bueno, en la casa de la calle Santa Isabel. Lo traeré cuando quieras. No sabía si te agradaría tener un cuadro mío aquí. Por eso había pensado en comprarte un libro, o un perfume, pero hemos tenido un día infernal, no me ha dado tiempo a nada.
– Hum. ¿Qué tal tu exposición?
– Bien, bien. Se ha vendido todo. Dentro de poco participaré también en algunas muestras colectivas de Berlín y Chicago. Y han salido otras cositas por ahí. Bien, sí, no me puedo quejar -asientes parsimoniosamente-. Creo que pronto dejaré de ser pobre… aunque, es curioso, ahora ya no me importa tanto como antes.
– Ja. Tú y el dinero, menuda pareja.
– No, de verdad, Peny. Es así. -Observas con atención el color de su pelo. El tono ha variado desde la última vez que os visteis, hace una semana. Un cambio sutil que no puede, sin embargo, escapar a tu ojo entrenado-. Vamos, no nos enfademos por una vez. Hoy es un gran día. ¿Puedo darte un beso? -le preguntas con cautela-. ¿Un beso de felicitación?
Ella frunce el ceño. Parece nerviosa. Empieza a acalorarse. Eso es bueno. Eso crees tú.
– ¿Cuánto hace que no me besas, que no nos besamos tú y yo? -pregunta Penélope, escamada.
– No recuerdo.
– Yo sí -dice.
Le das un beso en los labios, poniéndole una mano en la cintura. Recuerdas que eso a ella le gustaba.
Agítala un poco, te dices.
Penélope te devuelve un puñetazo en el ojo. Qué ingrata. Escuece. Ha sido un golpe certero y sólido. Sorprendente. Ha dado en el clavo. Se te saltan las lágrimas. Ni en el ring del gimnasio recibes porrazos tan decisivos. Por lo menos, no todos los días, y sueles llevar casco.
Qué asombroso es el dolor. Antiguo y pertinaz como la vida. Siempre de moda, exhibiendo la perfección en que delimita sus umbrales salvajes.
Penélope se sopla sobre los nudillos lastimados. Agita la mano derecha, la sacude nerviosamente.
– ¡Ay, ay…! Desde luego eres… eres… -aúlla de dolor-. ¡Animal!, ¡serás animal!
– Sinceramente, cariño… -dices tú, mientras te frotas la ceja y la cuenca lacerada. Te miras los dedos, hay en ellos unas gotas de sangre de un vigoroso color rojizo mezcladas con algo que parece agua-. Sinceramente…
Unas horas después das vueltas, soñoliento y turbado, en la cama. ¿Cuál es el beneficio y cuál el daño?, te preguntas. Pero hay cosas que más vale no saber, de modo que rechazas las respuestas, si es que había alguna, o si es que cabía darlas.
– Creo que debería irme a mi casa -le dices a Penélope, que dormita boca abajo, a tu lado-. Es muy tarde. Llamaré a un taxi por teléfono. No te levantes, preciosa.
Aún te escuece la ceja. Aún sangra. Pero no tienes sangre en ninguna otra parte de tu cuerpo.
Hay cosas que es mejor no olvidarlas. Cuando la vida hiere lo hace en un instante, sin avisar para que pueda ser detenido su zarpazo. La vida se vive en instantes y así no hay quien pueda con ella.
– Quédate a dormir aquí, si quieres -dice Penélope. Se coloca boca arriba. Está adormecida. Cansada y tranquila y agradecida. Siempre has sido generoso con las mujeres. A lo mejor ése es el secreto de tu éxito.
– ¿Y mañana? -preguntas tú tontamente.
¿Y mañana? Mañana quién lo sabe, Ulises.
El amor y la vida, al revés que el dolor, son cosas poco exactas.
– ¿Quieres quedarte? -pregunta Penélope.
Te metes debajo de las sábanas. Palpas a ciegas hasta que encuentras de nuevo su cintura.
– Sí, quiero -dices-. Sí.
APÉNDICE
EUDEMONOLOGÍA
(PEQUEÑO ARTE DE SER FELIZ)
Apuntes para un libro imposible de escribir por Viliulfo Alberola
Que en el principio, cuando el mundo era joven, había muchas ideas pero nada que fuera una verdad. El hombre se hacía sus verdades y cada verdad era el compuesto de muchas ideas vagas. En todas partes del mundo hubo verdades y todas ellas eran hermosas.
El anciano había enumerado cientos de las verdades en su libro. No trataré de decírselas todas. Estaba la verdad de la virginidad y la verdad de la pasión, la verdad de la riqueza y la pobreza, de la frugalidad y el desenfreno, de la indiferencia y la entrega. Cientos y cientos eran las verdades, y todas eran hermosas.
Y luego vino la gente. Cada cual, cuando aparecía, se apoderaba de una de las verdades, y algunos que eran muy fuertes se apoderaban de una docena.
El anciano tenía totalmente elaborada una teoría referente al asunto. Su idea era que en cuanto una persona tomaba para sí una de las verdades, la llamaba su verdad y trataba de vivir su vida por ella, se convertía en grotesco y la verdad que abrazaba se convertía en una falsedad.
Ya ve usted por sí mismo de qué modo el anciano, que se había pasado toda la vida escribiendo y que estaba lleno de palabras, escribió cientos de páginas acerca del asunto. El tema creció tanto en su mente que él mismo estuvo en peligro de convertirse en un grotesco. No fue así, supongo, por la misma razón por la que jamás publicó el libro».
SHERWOOD ANDERSON,
Winesburg, Ohio, El libro de los grotescos
***
Una vida feliz es aquella que, objetivamente, es absolutamente preferible a la no-existencia, a no haber existido.
Ten alegría de ánimo.
Busca la tranquilidad de tu espíritu.
«El prudente no aspira al placer, sino a la ausencia de dolor» (Aristóteles).
Evita la envidia.
«El querer no se puede aprender» (Séneca). Aprende, a partir de tu experiencia, qué es lo que quieres y de qué eres capaz.
No olvides que hay cosas que no tienen remedio.
Nadie echa de menos lo que nunca ha pretendido. El pobre no echa en falta las grandes posesiones de los ricos. Lo que está fuera de nuestra vista no nos inquieta. Hoy, que todo está expuesto a nuestra vista a través de los medios de comunicación de masas, solemos inquietarnos por todo. Cuando eso te ocurra a ti, deja de mirar por unos días.