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LA SAGRADA FAMILIA DISFUNCIONAL

Increparon a un espartano porque,

aunque era cojo, iba a una batalla,

y él respondió que su propósito era pelear,

no huir.

VALERIO MÁXIMO,

Dichos y hechos memorables

Hacía más de una semana que llovía sin parar sobre Madrid. Sus habitantes no habían vuelto a ver el azul del cielo desde que, días atrás, unos tenebrosos nubarrones cargados de agua censuraron la vista del sol de la mañana y las pocas estrellas de la noche que el alumbrado público permitía otear. El color gris no le sentaba mal a la ciudad, pero la lluvia caía con violencia y prestaba una ayuda inestimable a la formación de atascos, tan obstinados como tremendos, y al mal humor de los ciudadanos, que veían aún más entorpecida su vida diaria en la gran ciudad.

Pese a ello, los discípulos de Vili se las arreglaban para llegar a tiempo a sus citas de la Academia.

Elena Urbina era un ama de casa fatigada, que se dejaba caer por allí cuando podía, pero no tan a menudo como hubiera deseado. Aunque era un poco más joven que Valentina, ofrecía un aspecto mucho más desarreglado y envejecido que el de la mujer del filósofo.

– ¿Y entonces…? -Vili le ofreció una mirada afectuosa, mientras hacía una rápida comparación entre las dos mujeres, en la que Elena salía ganando.

– No sé qué es el Bien con exactitud… -respondió Elena, resollando-. Me suena a palabras mayores.

Era evidente que estaba demasiado gorda, y no era muy agraciada físicamente, pero sacaba horas de su escaso tiempo libre para ayudar en una organización de lucha contra el sida.

Valentina, por el contrario, no militaba en la lucha antisida, si acaso -pensó un taciturno Vili-, si acaso en la lucha anti-arrugas.

– La verdad, maestro -Elena era una de las asistentes a la Academia que llamaba «maestro» a Vili-, a veces no estoy muy segura de que exista el Bien. Veo demasiado dolor a mi alrededor. Enfermedad, soledad y muerte. Por no hablar de mi marido…

Se oyeron unas risas a coro del resto de los concurrentes.

– Bueno, no me malinterpretéis. -La mujer puso un gesto candoroso, era evidente que le encantaba sentirse cómplice del auditorio-. Mi marido no es una mala persona. Jamás me ha maltratado ni nada de eso. ¡Y que no se le ocurra! Pero, no, hablando en serio, la verdad es que él sería incapaz de molestar a una ladilla, aunque la tuviera instalada entre las piernas, de inquilina de renta antigua. Es sólo que me da mucho trabajo porque es un inútil. Cuando me casé con él tuve que enseñarle las cosas más elementales como, por ejemplo, que antes de ponerse una chaqueta tenía que quitarle la percha.

Elena disfrutó a sus anchas de la risotada colectiva. Se permitió incluso dar unos pasos, con dificultad, alrededor de la gente que la rodeaba con sus asientos dispuestos en semicírculo alrededor del entarimado (el local de la Academia, antes de que lo alquilara Vili, había formado parte de las instalaciones de una escuela que impartía clases de apoyo de matemáticas a niños de primaria). Vili solía sentarse en un sillón sobre la palestra, aunque ahora estaba apoyado contra el respaldar de la silla donde siempre se sentaba Jacobo, el ciego (detestaba que le llamaran «invidente»).

– Es sólo que, a veces -continuó Elena con su perorata-, si la comida no está en la mesa cuando llega su hora de almorzar, se da golpes sobre el pecho con las manos ahuecadas. Los golpes suenan «tocotoc, tocotoc». Hace exactamente igual que los orangutanes. Lo sé porque lo vi un día en un documental sobre animales de la tele. Pero… -sonrió a Vili y dejó caer teatralmente las manos a los lados de sus anchas caderas de matrona-, pero tengo entendido que eso no demuestra agresividad en los gorilas, que lo hacen sólo para descargar su tensión, no porque sientan agresividad. Y si esto es así para los gorilas…

Estalló una carcajada general que resonó por la Academia a la vez que un trueno, afuera, anunciaba la luz galvánica y culebreante del relámpago.

Elena esperó a que cesara el ruido, de las risas de sus compañeros y de la tormenta eléctrica.

– Si es así para los gorilas… ¿por qué no iba a serlo también para mi marido?

Cuando Elena volvió por fin a su sitio, un poco arrebolada y con una sonrisilla de satisfacción en sus delgados labios, todos tardaron un buen rato en volver a retomar la cuestión que los venía ocupando en las últimas sesiones: «¿Qué es la felicidad?, y… ¿puede alcanzarse a través del Bien?». Todavía no habían llegado a ninguna conclusión, aunque raramente lo hacían, de modo que nadie estaba preocupado.

David Molina, un joven padre vestido con descuidada elegancia y ademanes de modelo de pasarela, tomó la palabra.

– Sé de lo que habla Elena -confesó en voz alta, mientras se palpaba el bolsillo exterior de su americana, de donde sacó un pañuelito rojo finamente bordado que se pasó por la mejilla con suavidad-. Lo sé sin necesidad de que ella me lo cuente, porque yo tengo la suerte, por desgracia, de tener en casa un marido como el suyo.

Mientras hablaba, Jorge Almagro, situado como siempre al lado de Ulises, dejó escapar un largo suspiro, henchido de melancolía.

– No sé cómo lo hacen, Ulises -le cuchicheó a su amigo-. Te juro que para mí es un misterio.

– ¿De qué hablas? -Ulises tenía a Telémaco dormido encima de la silla de paseo, a su lado, y de vez en cuando le tocaba la frente con cuidado. Tenía la impresión de que le subiría la fiebre. Y no era extraño, porque sacar a un crío de su edad con aquellas tormentas, en un Madrid enloquecido por la lluvia y por lo que parecía ser un invierno anticipado que nadie había previsto, era una garantía de enfriamiento rápido.

– Me refiero a David, y a la gente así.

– ¿Cómo «así»?

– ¡Pues así! -Jorge hizo un aspaviento afectado, que adornó con una gran profusión de giros lánguidos y ridículos movimientos de su mano derecha.

– Quieres decir homosexuales.

– Llámalo como prefieras. Pero que conste que no he sido yo quien lo ha dicho.

– No seas homofóbico, Jorgito. Tal vez deberías probarlo. Puede que «así» cambiaras de opinión.

– ¿Qué quieres decir?

– Que ya que no consigues novia, quizás un novio te resultaría más fácil.

Jorge contempló a Ulises con un puro horror cincelado a fuego dentro de sus pupilas.

– ¡Eres un verdadero mamonazo! -exclamó abatido-. Gracias, pero no. Yo jamás podría ser maricón. Detesto los supositorios y estoy absolutamente en contra de la tortura anal.

Ulises pensó que Jorge era un retrato bastante fiel del aspecto que ofrece la lujuria cuando se vuelve educada; y que sus mohines de rechazo a las formas poco ortodoxas de practicar el sexo conferían a su rostro una mezcla equilibrada de ridiculez y distinción. Apreciaba a aquel tipo encorbatado y trajeado, aprisionado dentro de su aspecto de hombre de orden, con los ojos envueltos en las tinieblas de la ansiedad masculina más primaria (locos deseos inconfesables de chocolates y frutas confitadas endulzando las frías noches de sus inviernos solitarios; o ropa interior femenina recién escurrida colgando de los grifos del baño, presagiando tímidamente un pequeño jolgorio conyugal después de la cena).

Sí, ese mundo sería para él confortable y seguro.

Su amigo sacó un paquete de chicles y le ofreció uno a Ulises, que lo rechazó con un movimiento de cabeza. Empezó a mascar como un poseso, haciendo osados ruiditos que evocaban inexplicables sensaciones de humedad y pesadumbre.

– Ah, necesito pensar con claridad… -Hinchó de aire el pecho-. Creo que el chicle es estupendo para eso -le susurró a Ulises confidencialmente.

– ¿Para qué?, ¿para la caries?

– No, son chicles sin azúcar. Vienen bien para pensar, porque oxigenan el cerebro. No sé dónde he leído que, cuando uno mastica durante mucho rato, el oxígeno llega mejor a la corteza cerebral y las sinapsis son más eficaces. -Suspiró y acomodó el maletín de piel entre sus piernas, bajo la silla-. Eso he leído. En cualquier caso, ya sabes tú que tengo una tendencia natural a tomarme en serio cualquier sandez que vea impresa en una revista. Aunque sea el Hustler.

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