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Suspiró con resignación y, sin darse cuenta, se puso a contestar un test titulado «¿Estás satisfecha de tus hormonas?».

A la pregunta «¿Tienes miedo de la menstruación?», Vili marcó sin dudarlo la casilla correspondiente a «Sí, muchísimo», pasando por alto las de «Bastante», «Sólo un poco» y «Nada en absoluto».

Cuando llegó a la tercera pregunta, Valentina entró en el salón, como siempre, hecha una furia. Vili se preguntó de dónde sacaría, a sus cincuenta y cinco años, la energía suficiente para alimentar tanto resentimiento contra el mundo en general, y contra él en particular.

Ya no quedaba nada de aquella mujer que conociera hacía treinta años, una dulce madre soltera parecida a la Connie Selleca de los buenos tiempos de Hotel, con los ojos chispeantes de alegría de vivir, y los labios húmedos, entreabiertos a la caricia. Podría haber pasado, en aquel entonces, por un anuncio de Coca-Cola. ¡Y era tan bella!

Ahora, todavía guardaba restos de su belleza. Pero ella era incapaz de darse cuenta, y disfrutarlo. Y sus ojos, pensó Vili, brillaban de cólera, tan claros como una diarrea, e igual de transparentes. Cuando se enfadaba -o mejor: habría que decir cuando se levantaba por las mañanas-, la ira la volvía tan fea que no parecía una mujer fea, sino un hombre feo.

Valentina, la misma que fuera en algún momento la luz de su vida, se había transformado día a día, ante sus propios ojos, en su mayor contrariedad.

En fin, Vili pensó que si Sócrates había sufrido, como una disciplina, las mortificaciones domésticas de su esposa Jantipa, él también podría lograr sobrellevar con entereza la cotidiana crueldad de Valentina.

Ah, cómo comprendía al hijo de Sofronisco, el escultor, y de la comadrona Fainerete, al viejo Sócrates, que probablemente fue tan gordo como él mismo, y quizá muchísimo más feo, que luchó a golpe de mayéutica y de ironía con una caterva de trastornados que concluyeron que lo mejor para el filósofo septuagenario era que se tomase un cóctel de cicuta, por si su mujer no lo tenía ya lo bastante envenenado.

Valentina pasó por su lado dando zancadas, con sus zuecos de campesina y su falda de flores, dejando un penetrante rastro a perfume de Arman¡ que le golpeó la nariz igual que un latigazo. Se sirvió un vaso de vodka Absolut Citrón y lo apuró de un trago. Había leído no se sabía dónde -seguro que en un libro de Kant no-, que las modelos bebían vodka, y había sacado la descabellada conclusión de que el vodka no engordaba. Lo bebía a todas horas desde entonces, y Vili no sabía si eso era todo lo bueno que debía ser para ella, incluso aunque la endemoniada bebida no engordara.

– ¿Qué piensas? -señaló a Vili con el vaso que acababa de vaciar.

– La verdad es que he pensado mucho y he llegado a un punto en que… ya no sé qué pensar -dijo él, calándose las gafas y volviendo al cuestionario de la revista.

– Seguro que estás mirando mis revistas y pensando que sólo leo basura. ¡Ja! Como si lo viera. Es como si viera a tus pequeñas y sucias neuronas cuchicheando unas con otras sobre mí.

– Valentina, no empieces.

– ¿Que no empiece? ¿Qué se supone que he empezado?

– No se puede, no se puede y no se puede…

– ¿Qué no se puede?

– Vivir así. Cada día lo mismo. Un pugilato entre tú y yo. Una guerra sin sentido. ¿No es preferible que nos llevemos bien? ¿No saldríamos ganando los dos? Aunque cada uno haga su vida al margen del otro. Sabes que yo te quiero, Valentina. Siempre lo has sabido, ¿por qué me haces esto?

– ¿Sabes, Vili? Cuando te conocí, hace ya más tiempo del que me gustaría, me pareciste un hombre inteligente y misterioso. ¿Sabes cuál fue mi error?

– No, no lo sé.

– Que me acosté contigo. Chúpale la polla a un hombre y destruirás todo su encanto en un periquete. La admiración es la base del respeto, pero el trato carnal acaba pronto con cualquier tipo de admiración que una pueda sentir por un macho humano.

– Te pedí que fueras mi mujer, y entonces la idea te gustó.

– Sí, entonces. Ahora, ser tu mujer no me hace ninguna gracia, ¿lo sabías?

– Empiezo a sospecharlo. Pero creo que yo no soy el problema, Valentina, el problema está dentro de ti, hay algo dentro de ti que te está emponzoñando, que sólo puede estar en tu interior, porque yo creo…

La mujer se dio media vuelta y se acercó a las enormes ventanas, por las que entraba la luz rojiza de los neones de la calle matizada por la negrura con que la lluvia impregnaba el aire.

– ¡Ja y ja! ¡Tú crees! ¡Tienes un Credo y todo!

– Lo que quiero decir es… -Vili suspiró hinchando el pecho de aire, con calma. No trataba de hacerse la víctima, pero tenía la odiosa sospecha de que lo era, la verdad.

– ¡Ja y ja y ja! -lo interrumpió Valentina, volviéndose hacia él-. Escucha lo que te digo. Tengamos en cuenta que yo soy una mujer, ¿vale? Mis cromosomas son XX. Y ahora no olvidemos que tú eres un hombre, ¿de acuerdo? Por eso tus cromosomas son XY Ésos son los cromosomas de los machos, querido. Pero tengamos también en cuenta que el cromosoma Y, el cromosoma masculino, es prácticamente un residuo genético que sólo contiene algunas órdenes para fabricar los testículos. Tus testículos, por ejemplo, además de todo ese montón de testículos que andan rodando por ahí, abarrotando el mundo y embruteciéndolo un poco más cada día, como si no fuese lo bastante complicado por sí solo. De este modo… -Valentina tomó aire, un poco exhausta y desgañitada-, estando así las cosas, ¿por qué iba yo a querer oír nada de lo que tú tengas que decir?

Vili se puso de pie. Esta vez fue él quien se acercó a la ventana, y lo hizo con cara de desaliento, como ya empezaba a ser habitual en él.

– Ésta es la respuesta de los defensores de Esparta al comandante del ejército romano: «Si eres un dios, no harás daño a quienes jamás te lo han hecho. Si eres un hombre, avanza, porque te toparás con hombres de tu misma talla».

– ¿Cómo has dicho? -dijo Valentina, con una mano apoyada sobre la cadera, y una cínica sonrisa congelada en los labios pintados de púrpura.

– Nada, sólo citaba a Plutarco. Querida Valentina, estoy tratando de hacerte comprender que, si te empeñas en seguir luchando contra mí, que no soy tu enemigo, al final tendré que defenderme. -Vili se frotó lentamente los ojos; estaba cansado y le dolía la cabeza.

Ella se encaminó a la puerta que daba a la cocina.

– ¡No empieces con tus numeritos de hombre preocupado a punto de tener un infarto por culpa de la arpía de su mujer, que ya te conozco!… -le dijo, mirándolo fríamente-. Y, para que lo sepas, de aquí en adelante me he propuesto no volver a hacer el amor contigo hasta que…

– ¿Queeé? -esta vez la cara de Vili mostró una auténtica irritación-. ¡Pero si hace más de un año que tú y yo no hacemos el amor!

– ¿Ah, sí? -Valentina se dispuso a entrar en la lujosa cocina del apartamento-. Pues entonces ya tienes una idea de lo que te espera de ahora en adelante… -dijo, y cerró con un portazo.

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