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Pero pasaron los meses y Fran no acababa su capítulo de prueba, ni siquiera el pequeño esquema de lo que sería la soberbia novela que pensaba escribir.

Laura lo presionaba sin cesar a este respecto, cada vez más molesta y desconfiada. Las peleas conyugales se hicieron frecuentes. Y encarnizadas. Cualquier pretexto era bienvenido para iniciarlas. Una mancha de café torrefacto en un pantalón casi nuevo. Que Fran había olvidado otra vez comprar el pan. Que Laura se sentía habitualmente demasiado cansada para estar dispuesta a hacer el amor cuando a su marido le apetecía.

– Hace tanto tiempo que no hacemos el amor… -se quejaba Fran-. Eso nos está distanciando, cariño.

Laura se encogía de hombros.

– Hoy estoy deshecha. Completamente agotada -susurraba.

– Se te pasará. Vamos a la cama.

– He dicho que no -insistía su mujer-. ¿No me has oído?

– Me parece que te estás pasando, Laura.

– ¿Pasando? ¿De qué, o sobre qué?

– Esto no puede seguir así.

– Estoy de acuerdo. -Laura inclinaba la cabeza sobre el pecho, y se encogía sobre sí misma, acurrucándose en el sillón-. Acabemos cuanto antes con esta pesadilla. Llamaremos a un abogado.

– Vamos, vamos… -Fran se acercaba a ella, con un brillo de impotencia en la mirada-. No he querido decir eso.

Y Laura, que pensaba que había llegado el momento de empezar a cuidar de sí misma, lo contemplaba por encima del hombro.

– Nunca dices lo que quieres decir, Fran -murmuraba con una voz suave y floja, igual que un sonsonete hilvanado en el aire-, y nunca quieres decir lo que dices. Pero yo creo que, en realidad, no tienes nada que decir, así que… ¿cómo ibas a poder decirlo?

Más tarde, ella se iba a dormir al dormitorio de los niños. De los niños que nunca tuvieron, pero que estuvo preparado para recibirlos desde el mismo momento en que contrajeron matrimonio.

Fran veía un rato la televisión antes de meterse en la cama. Cuando por fin se deslizaba entre las sábanas, se cubría con el embozo; y a veces lloriqueaba un poco y mordía la almohada.

Pero su vida cobró otro sentido la tarde en que, paseando por el parque del Retiro, sin nada mejor que hacer que lanzarles piedrecitas a los patos desde el embarcadero del Estanque Grande, su mirada se tropezó con la de aquel hombrecillo.

Arrugado, pequeño. Sin esperanza ni vida en los ojos. Con unos pantalones de pana verde demasiado grandes para su talla, y una expresión agria y desdichada en la cara. Dibujada a punta de navaja, se podría haber dicho.

ESQUELETOS EN EL ARMARIO

La felicidad no consiste en la alegría

ni en la lascivia, ni en la risa o en la burla

– que son compañeras de la ligereza-,

sino que reside muchas veces

en una triste firmeza y constancia.

M. T. CICERÓN,

La naturaleza de los dioses

– Que no, mamá, que no he dado un estirón, que tengo ya cuarenta y tres años… -repitió Jorge cansinamente, con los labios rozando y humedeciendo el auricular del teléfono.

– Estoy segura de que no te alimentas correctamente -dijo la señora, al otro lado de la línea.

Cuando ella llamaba lo primero que decía, después de oír el hastiado «diga» de su hijo, era: «¿Jorge?, ¿estás ahí?». Y el aludido a veces deseaba contestar: «No, no estoy aquí, mamá. Ya me he marchado».

Claro que nunca lo decía.

– Entonces, ¿por qué te están cortos lo pantalones nuevos que te he mandado por correo? -inquirió la señora.

– Supongo que es algo relacionado con la marca de la ropa -explicó desanimado Jorge-. Cada marca parece tener sus propias ideas respecto a lo que significa la palabra «talla». Y unas las hacen más cortas, otras más largas. Y así.

– ¿Seguro que te alimentas como es debido?

– Sí, me alimento como es debido, mamá. Incluso me sobran unos kilos, como a todo el mundo hoy día -suspiró, tumbándose en el sofá y cerrando los ojos con resignación mientras sujetaba el teléfono entre el cuello y el hombro.

– Debes alimentarte mejor.

– Está bien, mamá. Lo haré.

– No, me dices eso para que me quede tranquila, pero no piensas hacerlo. Comer bien es muy importante, Jorge.

– Lo sé. Lo sé. Comeré bien.

– No, no comerás bien.

– Sí, sí que lo haré.

– No lo harás, te conozco, hijo. -Su madre lanzó una pequeña exclamación que sonó como un chisporroteo a través del teléfono-. Seguirás comiendo mal. Tan seguro como que dos y dos son cinco.

– Dos y dos no son cinco, mamá. Son cuatro.

– ¿Ah, sí? -Se hizo un silencio que no duró mucho-. Bueno, me he equivocado por poco, ¿no?

– Llevas razón, mamá. Debería comer más fruta y verdura. Calditos y arroces. Legumbres. Pero sabes que no dispongo de mucho tiempo para guisar. Tengo que comer fuera casi todos los días.

– Desde que esa bruja te dejó, ni tu vida ni tus comidas son las adecuadas.

– No empecemos, mamá.

– Vale, vale… No pretendía sacar el tema. -La mujer carraspeó incómoda-. Bueno, y dejando aparte esos dos detalles sin importancia, me refiero a tu vida y a tus comidas, ¿cómo te va desde la última vez que te llamé?

Lo había llamado por última vez hacía dos días.

– Oh, estupendo. No debes preocuparte por mí. ¿Qué tal tiempo hace en Santander? ¿Puede jugar al golf papá?

– Sí, ya lo creo que juega. Él es así. Ni los elementos desatados consiguen mantenerlo encerrado en casa.

– Déjalo que se distraiga, ahora que puede.

– Siempre ha podido. De hecho, siempre se las ha arreglado para hacer lo que le da la gana.

– ¿Y tú, cómo estás? -preguntó Jorge, aunque no deseaba en absoluto preguntarle a su madre una cosa así. Detestaba servirle excusas en bandeja de una manera tan tonta. Enseguida se arrepintió de haber formulado la cuestión, pero ya era tarde.

– Mi pierna derecha es una ruina, parece una patata asada demasiado asada. Mis ojos pueden oler y oír, pero no ven ni tres en un burro nada que esté situado a más de un centímetro de distancia de mis gafas. Por no hablar de otros temas. Por ejemplo, del tema de la congelación.

– ¿El tema de la qué? -gimió Jorge.

– De la congelación. Tú sabes que a mí me encantaba congelarlo todo. Me sentía tan protegida como una osita repleta de provisiones. Tener un congelador del tamaño de un arcón de pirata me hacía sentirme segura, hijo.

Ah, sí. Jorge lo sabía.

Hay quien descubre un día que ver llover le hace feliz, hay quien descubre América y hay quien descubre un aparato para extraer la pelusa de los jerseys, y todas esas cosas logran cambiar sus vidas. La madre de Jorge hacía mucho que había descubierto la congelación. Durante años lo congeló todo. El queso, la nata, el aceite. El vino añejo. El agua mineral. Cualquier tipo de comida y bebida. Lo sólido, lo líquido y lo gaseoso. Lo medio vivo y lo desgraciadamente cadáver para siempre. Y se complacía en contárselo a todo el que quisiera oírla. Para ella la congelación era algo así como una gran conquista social. Adoraba explicar con detalle cómo se las ingeniaba para cocinar ingentes cantidades de alimentos cada vez, a pesar de que eran sólo dos personas a la hora de sentarse a la mesa (ella y su marido), y pese a que tenía una criada cántabra famosa por su maña con los pucheros. Cuando quería aportar un poco de intriga a una de sus largas explicaciones sobre cómo asar, dorar, estofar o macerar algún producto comestible, siempre terminaba preguntando: «Y cuando acabé tenía suficiente para alimentar a veinticinco personas. Como mínimo. Así que, ¿sabes lo que hice?». Entonces su interlocutor, a poco que la conociera, se atrevía a interrogarla tímidamente a su vez: «¿No lo congelarías, por casualidad, Olga…?».

– ¿Qué pasa con la congelación? Yo creía que te encantaba.

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