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– Hasta hace poco, sí. Me encantaba, tú lo has dicho.

– ¿Y ya no?

– No, ahora me horroriza. Lo prefiero todo lo más fresco posible. Incluso cambiaría a papá por otro si no fuera porque hasta yo reconozco que ya es demasiado tarde para mí.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo ha ocurrido el cambio? -Jorge se levantó con pereza y se encaminó, sin despegarse del teléfono inalámbrico, hasta la cocina. Se sirvió un vaso de whisky y cerró los ojos mientras daba el primer trago.

Se temió que, antes de que acabara la conferencia con su madre, estaría completamente borracho. No es que él fuera un alcohólico, se trataba sencillamente de que su madre despertaba en él cierta ansiedad que sólo conseguía sobrellevar con un poco de estoicismo de andar por casa y mucho de una alegre predisposición a la dipsomanía.

– Hoy día apenas sabemos lo que comemos -dijo Olga luctuosamente-. En las granjas, ceban a los bichos con porquerías, y les dan de beber antibióticos en vez de agua, para que no la palmen de cáncer y cosas así antes de ser sacrificados.

– ¿Y qué tiene eso que ver…? -se sintió obligado a preguntar Jorge-. ¿Qué relación hay con eso y el congelamiento?

– El otro día vi un reportaje en la televisión sobre el Yeti, el hombre de las nieves. Era un tipo joven y sano, que llevaba años y años congelado, en medio de las montañas. Su aspecto dejaba mucho que desear.

Cuando colgó el teléfono por fin, Jorge tenía un dolor de cabeza muy feo, que no sabía si achacar al whisky o a su madre.

Se encaminó al cuarto de baño y abrió la puerta. Se acercó a la taza del váter y le lanzó una ojeada ebria y nostálgica al papel higiénico. Sobre el portarrollos colgaba un cartelito de cerámica que había comprado su mujer en un rastrillo. Una de las pocas cosas que le tocaron a él en el reparto de los bienes gananciales. «Úsalo con moderación. Es tu responsabilidad», decía el dichoso letrero que ella había suspendido, atado de un cordel rosa, sobre el papel higiénico del baño principal de la casa que compraron en la sierra. Ahora, lucía su patética recomendación en el estrecho váter del apartamento de Jorge.

El hombre se sentó sobre la taza y, después de terminar, utilizó casi todo el rollo de papel, presa de algún tipo de furia derrochadora y antiecológica de origen extraño.

Tiró tres veces de la cadena del retrete, y luego se dirigió otra vez al salón. No tardó mucho en llegar, su apartamento era pequeño, de apenas sesenta metros cuadrados. Ya estaba decorado y amueblado cuando lo alquiló, y empezaba a aburrirse de contemplar siempre las mismas láminas de tonos pastel, reproducciones de acuarelas sin gracia, enmarcadas en metacrilato negro y colgando de las paredes, avergonzadas de sí mismas pero alineadas pulcramente una al lado de las otras.

Quizá debería comprarle un cuadro a Ulises, pensó Jorge de pronto. Se lo propondría en cuanto lo viera. Eran amigos, y seguro que podía hacerle un precio especial. Así tendría algo con vida propia alegrando aquella sucesión de paisajes enmarcados y muebles anodinos, casi incoloros, que le hacían sentir que él era la única estridencia con algo de movimiento y calor propio dentro del apartamento.

Qué buena idea, ¿cómo no se le había ocurrido antes? Le compraría un cuadro a su amigo Ulises, sí. Incluso dos, ya puestos.

Se sentó frente a la pequeña mesa que hacía las veces de escritorio, encendió su ordenador portátil, activó el Netscape y se fue hacia sus Bookmarks favoritas.

Bueno, bueno, bueno… Se censuraba a sí mismo el deseo y la audacia, pero tampoco era para tanto. No había por qué hacer un drama del hecho. Tampoco era como tener esqueletos en el armario.

Total… porque pasaba todo el tiempo que podía viendo el sitio de Victoria Secret's en Internet -braguitas, cullottes, tangas y sostenes, bonitos pero baratos, asequibles al bolsillo de casi cualquier mujer-; total… porque se introducía, en cuanto tenía un rato libre, en un chat de lesbianas muy entretenido que había descubierto hacía unos meses…

Total.

No, no era para tanto.

Cierto, es posible que él tuviera el Síndrome de la falsa lesbiana. ¿Pero le hacía daño a alguien sólo porque se dedicaba a charlar un par de horas cada día con otras chicas, haciéndose pasar por una rubia tetona, y violentamente sáfica, de Móstoles?

Jorge creía que no.

Encendió la tele con el mando a distancia y en la pantalla aparecieron los dibujos animados de la serie Cow amp; Chicken, de David Feiss. Con el disparatado y familiar ruido de fondo que provenía del aparato se sintió menos solo, más confiado y dispuesto a fingir de manera brillante, a mentir con la mayor sinceridad posible.

«Hola, soy Marta, y hoy me siento tan lasciva y despreciable que podría escribir bonitos poemas sobre el culo de mi chica, o hacer el amor durante horas sólo con la boca, atada de pies y manos. Me parece que sois todas unas putas cagadas y que no tenéis valor para venir aquí, a mi casa, a compartir conmigo mis sueños más perversos. O para salir a la calle y dejar que la gente os reconozca. Me parece que sólo habláis y habláis pero seguís escondidas igual que ratitas tímidas. No hay más que contar los anuncios de contactos de las revistas: "Chico busca chico", ochenta y cuatro anuncios. Y al lado, "Chica busca chica", cuatro. Las lesbianas o somos menos o somos mucho más cobardes. Así que… ¡vamos, dad la cara si tenéis lo que hay que tener!», escribió Jorge, y envió el mensaje al foro del chat.

Pensó que debería ir hasta el frigorífico y sacar una cerveza fresquita y unas aceitunas antes de que la cosa empezara a animarse, cuando le contestaran seis o siete lesbianas airadas, encorajinadas como niñas a las que él hubiera dado un brusco estirón en las trenzas.

Ya podían prepararse todas ellas una vez más. Eso sólo era el principio de la larga sarta de improperios que tenía intención de soltarles.

Les iba a proporcionar tela marinera a aquellas marranas.

Eran tan ingenuas y adorables…

Sinceramente, le encantaban.

Disfrutaba haciéndolas rabiar.

No se lo pasaba tan bien desde que jugaba al fútbol sin reglas en el instituto, si exceptuaba el par de veces que había coincidido con aquel hombrecillo que iba por la Academia de Vili. Un tipo tan frágil, tan atormentado que despertaba los mismos sentimientos que una lagartija -indefensa, paticoja y acobardada- provoca en un mocoso sádico de once años provisto de un mechero y una navaja.

Cuando se cansó de chatear, y dado que no conseguía una cita con una dulce lesbiana ansiosa de ser redimida por un verdadero hombre, apagó el ordenador y la televisión, y consideró el tema de su ex mujer.

En cuanto bebía un poco le daba por pensar en ella. Carmen y él lo habían dejado hacía más de un año, pero para Jorge la separación seguía siendo tan dura como el primer día.

Según Jorge, los matrimonios duraderos -como el de sus padres, sin ir más lejos- podían definirse con los mismos términos estratégicos de política militar MAD (en sus siglas inglesas); esto es: Destrucción Mutua Asegurada.

La política MAD tuvo un paradigma caricaturesco en el personaje del Doctor Strangelove -interpretado por Peter Sellers en una película de Stanley Kubrick-, que Jorge admiraba mucho.

Fue ésa la política que consiguió que Moscú y Washington construyeran miles de cabezas nucleares en la Guerra Fría.

El secreto estaba en tratar de impedir una guerra nuclear mundial mediante el expeditivo procedimiento de garantizar que -fuese quien fuese el primero que comenzara-, los dos rivales quedarían destrozados y no habría ganadores, aunque sí dos vencidos (más bien aniquilados).

Así, la seguridad dependía de un equilibrio de Terror Nuclear. La paz estaba garantizada. Una paz tensa y helada, sí, pero paz al cabo.

El asunto marchaba a la perfección, exactamente de la misma forma en que lo hacen los Matrimonios Duraderos, pensaba Jorge.

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