– ¿Y cuánto pesa?
– Huuumm… ¿Antes o después de depilarme? -preguntó Penélope, a su vez.
– ¿Está usted casada?
– Sí, pero acabo de dejar a mi marido y a mi hijo, y sólo espero de la vida que no ponga en mi camino más maridos ni más hijos de aquí en adelante. No tengo obligaciones familiares, si es eso lo que le preocupa -mintió un poco. Pero no del todo.
– ¿Qué edad tiene usted? -quiso saber el viejo enfant terrible de la alta costura nacional; su acento era tan teatral y estridente que siempre daba la sensación de sentirse terriblemente incómodo, hablase con quien hablase.
– Pues mire -contestó ella-, físicamente, como verá, tengo veinticinco. Mentalmente estoy rozando los cincuenta y seis. Y espiritualmente acabo de cumplir doce. Pongamos que tengo treinta y tres.
El patrón se permitió esbozar una expresión blanda, que parecía el rastro dejado en su cara por cierto antiguo daño corporal. Había algo de la quietud fósil de un cuadro en las comisuras de sus labios consternados, y tuvieron que pasar unos segundos hasta que Penélope comprendió que estaba sonriendo.
Consiguió el trabajo, pero la verdad era que se lo merecía; no le regalaron nada: tenía talento. Y eso no lo había aprendido en la universidad, desde luego, pues de la facultad de Bellas Artes no sacó más que un título inútil y un marido igual de incapaz, pero también graduado. No, su capacidad nacía de algún rincón más complejo y recóndito, dentro de sí misma. Y un marido -incluso un hijo, carne de su carne- no podría evitar que la sacase a la luz y disfrutara de ella.
Ah, las mujeres. Siempre prisioneras de la biología y la cultura, a la manera de arañas capturadas en su propia red. Un idéntico drama, más o menos desgarrador, repitiéndose por los siglos de los siglos.
Aunque Penélope no estaba dispuesta a dejarse atrapar en él.
Miró detenidamente una silla china de olmo que había comprado el año anterior en un anticuario. La tuvo durante algunos meses colocada en el recibidor de su casa, al lado de un mueble botellero de teka teñido de negro, en un rincón de detrás de la puerta de entrada, bajo el collage colgado de la pared, de color chillón y aspecto demasiado pop, de un joven artista de Malasaña. Allí la silla se confundía con la pared, nadie era capaz de admirar su delicada simetría, el tallado del respaldar adornado de preciosas filigranas de madera. Sin embargo ahora, bajo el ventanal del salón, cerca de la chimenea falsa del apartamento, relucía al modo de una pequeña joya viva, íntima.
Algo similar ocurría con los trajes sastre de color negro: si se los combinaba con camisas de seda de colores sugerentes, una podía obtener un guardarropa de notables posibilidades que parecería nuevo cada día.
También ella había experimentado un proceso similar al de la silla china y el traje sastre negro. En su apartamento familiar, al lado de Ulises y de su hijo, se sentía (luego, probablemente era) una mucama gorda y perezosa y amable. El cerebro lleno de esas pelusillas grisáceas que aparecen debajo de los sofás cuando se pasa la escoba. El pelo con olor a cerveza y grasa de pollo frito. Los sofocos vespertinos sólo de pensar en planear la comida del día siguiente. Y un sueño recurrente por las noches: que debía hacer complicadas operaciones matemáticas -pues le iba la vida en ello-, con una tiza negra, sobre una pizarra negra, en medio de una total oscuridad.
«Las cosas… -pensó Penélope mientras se ponía con cuidado unas medias-, las cosas parecen otras cuando las cambiamos de sitio. Y las personas también.»
ESPÍRITU COMUNITARIO
A Diógenes se le escapó el único esclavo
que tenía, llamado Manes. Cuando supo
dónde estaba no hizo nada por recobrarlo
pues dijo que parecía una necedad que,
pudiendo Manes vivir sin Diógenes,
no pudiese Diógenes vivir sin Manes.
LUCIO ANNEO SÉNECA,
Tratados filosóficos
Togetherness, así se llamaba en los años cincuenta al «espíritu comunitario» del que gozaban algunos matrimonios, en teoría afortunados, modélicos. Parejas que comulgaban unidas en todos los frentes de la vida, que lo compartían todo, incluidos los sentimientos más terribles. Ideas políticas, gustos culinarios, ambiciones profesionales, programas de televisión, oscuros deseos sexuales. Esposos de los que solían decirse el uno al otro: «Comprendo tus desilusiones como si fueran las mías, cariño»; «Soy capaz de leer en tu interior tal que en un libro abierto»; «Sé exactamente qué es lo que estás sintiendo en estos momentos, amor mío»; o bien: «No necesito explicarte lo que se me pasó por la cabeza en aquel instante, porque tú lo sabes mejor que yo». Eran consortes que vivían cada minuto el uno junto al otro, que respiraban el mismo aire siempre que les era posible (y exceptuando, claro está, las horas dedicadas al trabajo), que salían de paseo juntos, hacían la compra juntos, dormían y se despertaban a la par.
Laura Yanes y Francisco de Gey formaban uno de esos matrimonios que tenía mucho de identidad fusionada, de almas confundidas la una en la otra, sin individuación, sin más independencia que aquella a la que les obligaban las necesidades fisiológicas de cada uno. Amor pleno y entregado a la más absoluta esclavitud del uno al otro. No dos, sino uno. No almas gemelas, sino siamesas. Como si tuvieran miedo de existir cada uno por su cuenta. Un pavor atávico, y de naturaleza desconocida, a esa bola espesa y negra, pesada como la carga de un condenado, que es la libertad.
Una pareja total, entregada hasta la más honda desesperación del ser, así eran ellos.
O por lo menos de esta manera habían sido hasta hacía bien poco.
«El verdadero indicador del carácter de una mujer casada es la cuenta corriente de su marido», trinaba Francisco, un tipo delgado y nervioso, sobrepasada ya la cuarentena, que asistía con cierta regularidad a la Academia de Vili (estaba situada enfrente de su casa, y encima era gratis), él decía que buscando inspiración para la gran novela que estaba escribiendo, la obra magna europea del nuevo milenio, de la era postindustrial, la que sin duda transformaría el rumbo de la literatura occidental.
Literatura, mujeres y cuentas bancarias eran sus principales quebraderos de cabeza. Todos tenían que ver con la necesidad de sentir un poco de poder, de dominio sobre lo que -empezaba a sospechar dolorosamente Fran- era su malograda vida.
El caso es que su cuenta corriente no pasaba ahora por sus mejores momentos, si es que los vivió buenos alguna vez.
Asimismo, su mujer se alejaba cada vez más de él, hasta el punto que Fran temía que no pasaría mucho tiempo antes de que Laura fuese ella misma y no solamente el anverso, o el reverso, de la unión espiritual y carnal que un día formaran.
Y la literatura, hacia la que profesaba una idolatría religiosa -sentía por ella una vocación de monje o de vasallo-, se le escapaba a modo de agua entre los dedos, porque nunca había sido capaz de escribir nada.
Advertía con tanta claridad como espanto cómo del ordenador portátil que Laura le había regalado emergían fuerzas maléficas que lo repelían lejos del infernal artefacto.
Probó con una máquina de escribir -una Underwood de 1950 que había pertenecido a su abuelo-, pero el efecto repulsivo era equivalente, y carecía de la gracia que suponía poder enchufarla, abrir los archivos, admirar los animados iconos que parpadeaban en el escritorio de la pantalla.
Utilizando un bolígrafo tampoco llegó más que a esbozar algunos posibles títulos y primeras frases de la futura gran novela.
Cuando acudía a la Academia de Vili, a veces, antes de que comenzaran las charlas, había coincidido en los pasillos con Johnny Espina (de temperamento inflamable, cascarrabias; y también un gran escritor en estado latente).