Te encanta escuchar conversaciones femeninas. Son educativas.
Y tanto.
– Sí, desde luego -asiente Irma, que presta a Jana una atención embelesada. ¿Sentirá envidia de su belleza tan viva, tan juvenil? ¿O vergüenza, por contra, de su propio tinte barato para el pelo?
Al lado de Jana, Irma parece vulgar y desgarrada, una mujer de la vida, más propia para el deseo inconfesable y furtivo que para el amor verdadero.
– Perdonadme, chicas. -Jana saca un pañuelito de papel de su bolso y se suena delicadamente-. Ya sé que no me conocéis de nada, que sólo os he hecho una pregunta para orientarme en este antro, porque tengo que darle un recado al ex de mi jefa, pero… En fin, no os lo vais a creer, pero mi horóscopo dice que hoy los desconocidos serán para mí como ángeles guardianes. Que me ofrecerán comprensión, ternura y protección. Que me abrirán a un mundo de nuevas relaciones y posibilidades laborales hasta ahora nunca imaginado por mí. Por cierto, ¿a qué os dedicáis vosotras? A lo mejor yo…
– Yo soy ama de casa -dice Luz, y sonríe esperanzada.
– Yo trabajo en una guardería -dice Irma, y arruga la nariz, un poco en guardia.
– Aaaah. Pues que… O sea. ¿Y sois felices en vuestros trabajos? -La curiosidad desplaza la decepción del rostro de Jana en sólo unos instantes-. Y digo trabajos porque, para mí, ser ama de casa es uno de los más duros que una puede tener. Sobre todo porque, a fin de mes, ¿a dónde se supone que vas a cobrar el sueldo, eh? Ahí lo tenéis. Y…, bueno, ¿qué tal os va?
– Lo normal -confiesa Luz-. Ninguna perspectiva de ascenso a la vista.
– Yo voy saliendo adelante. Los niños -dice Irma- no están mal. Son unos capullos, pero no están mal porque a esas edades todavía no saben hablar demasiado bien. Yo creo que lo que estropea a los hombres es que hablan, y hablan y hablan… Si no supieran hablar, jamás nos pelearíamos con ellos, ¿no os parece?
– Of course, dear -asiente Jana.
– Puede que lleves razón -concede Luz.
– Cuando alguien sabe hablar es muy capaz de decir cosas terribles, y a mí no me gusta escuchar ese tipo de cosas. Yo, por ejemplo, tengo un novio griego. -Irma gesticula de forma extravagante al pronunciar la palabra «griego»-. Al principio todo era perfecto entre él y yo porque Andros es guapísimo, cariñoso, cocina maravillosamente y yo no entendía ni un carajo de lo que decía. Pero empezó a ir a una academia nocturna. Se apuntó a unas clases de español para extranjeros.
– ¿Y…?
– ¿Y…?
– En cuanto él aprendió a decir «mi mamá me mima», noté que algo se rompía entre los dos. Algo muy importante.
– Oooh.
– Sí. Yo me sentía tan mal que incluso le fui infiel un par de veces, o siete. Como venganza, ya sabéis.
– No me extraña.
– Soy una mujer muy fiel, pero estaba bajo los efectos del golpe emocional. Me daba rabia que Andros empezara a ser capaz de leer los nombres de las calles, la marca del arroz y mi nombre en el buzón de correos del rellano. Esas pequeñas cosas que enrarecen la convivencia.
– ¿Y ahora qué tal estás con él? ¿O lo habéis dejado? -pregunta Jana.
– No, no lo hemos dejado -Irma sonríe-. Él sigue siendo lo mismo de guapo y de cariñoso que antes. Por no hablar de cómo guisa. No, no lo hemos dejado. Ahora estamos bien. Y, después de todo, la vida tampoco da muchas oportunidades, así que, ¿por qué iba yo a desaprovechar ésta? Aunque sigo pensando que estaríamos mejor si él no supiera hablar ni una palabra de nuestro idioma. -Se encoge de hombros con gracia-. Pero, bueno, nadie es perfecto, como ya sabemos todas. Cada mañana, cuando me despierto con él a mi lado, tengo la curiosa sensación de que acabo de sacar la cabeza de un pozo negro. Nada más despertar doy bocanadas, como tomando aire. Después miro a mi alrededor, veo a Andros dormido, y la habitación tranquila que empieza a iluminarse con el día, y siento un gran alivio.
– ¿Y tú?, ¿qué tal en amores? -le pregunta Jana a Luz-. Con tu marido bien, y eso, ¿no?
– Supongo que sí, pero no estoy muy segura -responde Luz-. Es posible que sí, que esté bien, porque es posible que así sean las cosas para todo el mundo. Sí, es muy posible. Eso es lo que me digo cada día, que seguramente así es como sucede siempre para todos. Que las cosas son como son, y no tienen por qué estar mal tal como son.
– ¿Cuántos años llevas casada?
– Casi veintitrés.
– Eso es bueno, mujer. Hoy en día todo el mundo se divorcia. Los que no tienen excusas, se las inventan, pero todo el mundo rompe con su pareja por algo. Es lamentable, ya nadie aguanta mucho tiempo una relación. Y menos todavía un matrimonio -sentencia Jana.
– Es verdad -admite Luz, riéndose de buena gana-. ¡Ni siquiera lo aguantan los que no se separan!
LAS BRUJAS Y LA MUERTE
A la manera de una iluminación, recuerdas la imagen de tu madre siempre sonriendo, agarrada del brazo de tu padre cuando Héctor y tú erais unos niños. Añoras a tu madre, a tu padre y a tu hermano. Pocas veces te paras a pensar que los echas de menos. Henriette está muerta, aunque algunas mañanas ves asomar la forma de sus ojos en tu espejo, mientras te afeitas. Tu padre vuelve a pasar en Zurich la mayor parte de su tiempo, y Héctor anda por ahí, muy lejos. En el Polo. En la Antártida. No sabrías situarlo con exactitud en un mapa. Nunca le has preguntado si está arriba del todo, o abajo, del mundo. Tampoco tienes muy claro que el mundo tenga un arriba y un abajo, porque a lo mejor todo depende de cómo se mire. O desde dónde. En cualquier caso, Héctor vive y trabaja en uno de los casquetes polares. Cuando hablaste con él por teléfono la última vez, te confesó que tenía una novia esquimal. «¿Esquimal? -le preguntaste tú-, ¿te refieres a una "comedora de carne cruda"?» Tu hermano te contestó, muy satisfecho, que así era. «Me pareció que ella me abriría grandes esperanzas respecto a la cuestión del sexo oral, y todo eso», te contestó Héctor.
De repente, notas una mano que se posa en tu hombro como una admonición. Tu instinto te hace agarrarla al vuelo. La retienes, apresada en la tuya, con fuerza.
– ¡Aug!
Al darte la vuelta encuentras la cara contraída de dolor de Aglae. A su lado, está su amiga Talía, mirándote con el ceño fruncido, reprobadoramente.
– Este chico es un bulldog. O por lo menos lo sería si tuviera cara de perro -dice Talía, y chasquea la lengua.
– ¡Suéltame, bestia! -gime Aglae-. Encima de que hemos tenido que enterarnos de tu exposición por el periódico…
Aflojas la presión sobre su mano poco a poco. Te la llevas a la boca y depositas en ella un beso ligero. Tus labios sedosos están calientes, están ardiendo.
– Perdóname, Aglae -te disculpas-. Me has dado un susto.
– Tú sí que me has asustado a mí. Valiente cafre.
– Ni siquiera nos has invitado. Les has mandado invitaciones a todos los menganitos que figuran en la Guía Telefónica de Madrid, menos a nosotras tres -te recrimina Talía.
– ¿Tres? Ah, sí. ¿Y Eufrosina?
– No ha podido venir. Está recién operada y le tiran los puntos al andar -explica Aglae.
– Espero que no sea nada grave.
– No. Parece que saldrá de ésta. Con unos gramos menos, pero saldrá adelante.
– Visto a escala cósmica, lo suyo es una minucia -confirma Talía.
– Me alegro por ella.
– Te manda recuerdos.
– Devolvédselos… -Piensas un poco-. No es que no los quiera. Es que yo le mando otros recuerdos. Eso es. Otros.
– No te preocupes, se los daremos de tu parte.
– Una bonita velada -dice Aglae.
– Vosotras dos estáis todavía más hermosas -dices. Y lo peor de todo es que lo dices en serio.
– ¡Adulador! -corean las dos al unísono.
– Me alegro mucho de veros por aquí.
– Bueno, ya sabes, somos dos viejas brujas con mucho tiempo libre y sin hombres que nos planifiquen la agenda. -Aglae se cuelga de tu brazo-. Queríamos verte. Hace mucho que no te veíamos.