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– Por supuesto. De la paloma a la jeringuilla… La ciencia ha avanzado mucho desde el año uno antes de Jesucristo -cuchicheó cansinamente Jorge, al lado de Ulises-. Y sí, lo cierto es que el niño de David es casi igual que el niño Jesús. Un chiquirritín que ha nacido entre pajas, al fin y al cabo.

– ¿Queeé? -Ulises miró a Jorge sin comprender.

– Sí, por inseminación artificial, quiero decir -explicó éste, susurrando y estirándose como una serpiente aburrida bajo el sol.

– En fin. -Vili miró a David con una sonrisa triunfal-. No sé de qué te quejas, la verdad. ¡Si incluso Dios fundó una Sagrada Familia de lo más disfuncional, quod erat demostrandum! Lo que es bueno para Dios debe ser bueno para ti. Y sobre todo para tu madre, si es tan religiosa. Díselo así en cuanto tengas la oportunidad, David.

El hombre sopesó el asunto en silencio.

– Pero sigo sintiéndome como un cojo que lucha en una batalla, Vili -dijo al fin-. Un discapacitado en medio de la atrocidad de la contienda.

– ¿Cojo? -Vili no dudó mucho su respuesta-. Vale, te sentirás como un cojo. Pero yo creía que tu intención era luchar, no darte por vencido y salir huyendo en cuanto te fuera posible. Yo creía que deseabas defender a tu familia, sacarla adelante. Para eso no necesitas correr, sino estar dispuesto a combatir. Así que… ¿qué importa tu cojera? Importa que estés dispuesto a pelear y que, sin necesidad de moverte del sitio en que estás parado, desenfundes tu espada y le enseñes los dientes al enemigo.

LA HERMOSA INDIFERENCIA DEL HÉROE

Es más encomiable saber usar bien

las riquezas que las armas;

y más glorioso que el usar bien

las riquezas, el no desearlas

ni tener necesidad de ellas.

PLUTARCO,

Vida de Cayo Marcio Coriolano

Ulises le puso a Telémaco una chaqueta nueva, de moutón azul plastificado por fuera, de aspecto muy abrigado y primoroso; luego le cubrió la cabeza con el gorro y lo cogió en brazos como a un pesado e inquieto muñequito de silicona de tamaño natural.

Penélope había enviado un mensajero a casa, hacía dos días, con un paquete enorme, lleno de carísimas prendas de vestuario infantil para su hijo. Había de todo, desde calcetines y camisetas interiores Calvin Klein hasta unos diminutos pantalones vaqueros de Tom Ford para Gucci, rematados con la técnica de los indios apaches. Él creía que, siendo como era su mujer una diseñadora de modas de mucho éxito, no le saldría tan caro hacerse con la ropita de Loewe o de Ralph Lauren que mandaba cada temporada para el bebé. Así lo había hecho puntualmente cuatro veces en el último año, después de abandonarlos: en primavera, verano, otoño e invierno; y nunca coincidiendo con las estaciones meteorológicas, sino con las mucho más avanzadas de las pasarelas de la moda.

Bueno, pensó Ulises, incluso aunque así fuera, pese a que le costara una fortuna la ropa del crío, ella podía permitirse aquellos lujos tan disparatados.

Y Telémaco, al fin y al cabo, era su hijo.

El niño, sin embargo, no siempre estaba conforme con el color y el aspecto de los atavíos que escogía para él su sofisticada y distante mamá. Parecía tener sus propias opiniones en cuestión de guardarropa, a pesar de ser un renacuajo todavía.

– Feímo… No quiere y no quiere… ¡No guta y no gusta, a mí! -Había señalado minutos antes, con un evidente enojo, un jersey amarillo lleno de patitos bordados a mano, que lucían una sonrisa de seda furiosa y anaranjada sobre la superficie del pecho y alrededor de las mangas de la delicada prenda.

– No, no es verdad. No es feísimo -lo corrigió Ulises, empezando a ponerse de mal humor ante la terquedad de su hijo-. Es solamente… carísimo.

– No quiere -insistió Telémaco.

– No quieeero.

– Yo tampoco.

– Quiero decir que se dice «no quiero». Está bien, pues me lo pondré yo. -El hombre cogió la diminuta vestidura y la contempló extasiado, como si estuviera encantado de haber conseguido tan fácilmente una cosa que mejoraría su vida de forma inmediata.

– No, es mío. Tuyo no. ¡Mío! -Telémaco agarró el jersey, enfurruñado con su padre.

Salió corriendo bamboleándose conforme avanzaba hacia su habitación. Sacó un osito de peluche del arcón de mimbre donde guardaba sus juguetes y trató de ponerle el jersey, que quedó colgando entre las orejas y el esternón del monigote igual que un vistoso turbante un tanto estrafalario y desaliñado.

Al final, los dos estuvieron de acuerdo en que era mejor que Telémaco se pusiera un viejo jersey de felpa, comprado en el Rastro, que llevaba estampado a Superman, aunque ya apenas si quedaban algunos residuos descoloridos de la antaño rutilante imagen del superhéroe.

El padre abrochó la chaquetilla del pequeño mientras lo sostenía junto a su pecho, cogió el paraguas y se echó al hombro un bolso de bebé donde había metido, además del biberón con el agua para Telémaco, un chándal firmado por Ágata Ruiz de la Prada (le gustaba llevar uno siempre, por si surgía un imprevisto y el niño se manchaba, o se mojaba y había que cambiarlo rápidamente), toallitas higiénicas y dos chupetes de recambio, entre otras cosas.

– Vamos a ver a la abuelita -le dijo a Telémaco.

– ¡Sí, sí!… -palmoteó el niño, y después se agarró a la espalda de su padre aprovechando para darle un tierno e interesado abrazo.

Ulises cerró la puerta del apartamento y bajó con cuidado las escaleras hasta la calle. Cogerían el autobús. Los dejaba en una parada muy cerca de la residencia de ancianos donde vivía Araceli. La abuela de Penélope. La madre de Valentina.

Oh, esa ancianita le gustaba. Y estaba tan sola.

Pensar en ello le hizo rememorar por un instante la vocecilla de aquel hombre en la Academia, días atrás, con la tormenta rugiendo en medio de los cielos y el agua aporreando las calles como una hemorragia negra que empañara aún más el complicado paisaje urbano.

¡Todos estamos tan terriblemente solos en el mundo!, dijo la voz profundamente quebrada e inquieta de aquel hombre. Parecía la exclamación atemorizada de un niño, o de una rata.

Sintió un rápido estremecimiento al recordarla y se acomodó mejor a su hijo entre las piernas, los dos ya instalados en un asiento del autobús abarrotado de gente calada hasta el corazón por el aguacero, y tan malhumorada como en días anteriores.

La lluvia confería a los rostros de los viandantes una borrosa opacidad, los hacía parecer protagonistas absolutos de algún sueño ebrio, ardiente.

En los últimos tiempos, la situación atmosférica era todo lo cruda que podía ser en Madrid (y podía llegar a serlo mucho). Hasta le recordaba a los días de su infancia en Maur, un pueblecito cercano a Zurich. Su padre decía que allí el clima se dividía en nueve meses de invierno y tres de viento y frío.

– Oh, querrrido, oh, querrrido… ¡No te quejes más! -le pedía su madre, con sus habituales grititos animosos-. ¡No te quejes más y sal a la calle, a que te dé un poco la lluvia ya que no puedes tomarrr el sol!

El padre de Ulises había sido secretario del consulado español de Zürich durante once años. En aquella ciudad se casó con una mujer rellenita e inocente, una suiza alemana de semblante redondo y tranquilo -la que pronto sería la madre de Ulises-, y fue razonablemente feliz con ella y sus salchichas y los dos hijos del matrimonio (Ulises y su hermano pequeño, Héctor), hasta que Henriette una noche, poco después de oscurecer, se sintió mal, torpe y sin ganas de moverse, y dos meses después murió de cáncer mansamente, sin quejarse ni un solo día durante su corta enfermedad, pero habiendo olvidado por completo que tenía dos hijos de seis y ocho años, y un marido que ni siquiera sabía cómo abrir la nevera.

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