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– ¿Queeé? -Ulises parpadeó asombrado, y luego examinó fijamente a la abuela.

– Sí, los dementes que dirigen estos sitios… -explicó la anciana mientras acariciaba al niño- tienen sexólogos que no paran de incitamos a la promiscuidad.

Ulises la miró divertido.

– Como lo oyes, hijo… -Suspiró y señaló hacia la puerta, con precaución-. Claro que lo hacen porque les consta que nosotras no podemos quedarnos embarazadas, que si no… La cosa es que no paran de machacamos con eso de tener una vida sexual sana, el amor libre y un montón de simplezas pasadas de moda. Les gusta pensar que nos tienen entretenidos con un poco de sexo, muchos ansiolíticos y otro poco de televisión. Pero yo creo que, a mi edad, una vida sexual sana no es una vida sexual agitada, sino una vida sexual sin sexo. Una vida en paz, quiero decir. ¡Libre de infecciones urinarias, por favor!

– Encontrar una pareja tampoco está tan mal, Araceli -se atrevió a proponer tímidamente Ulises-. Un poco de amor siempre significa un poco de compañía.

– Y yo no digo que esté mal -admitió ella, frunciendo los ajados labios, repasados con brillo de color rosáceo-, pero tienes que admitir que es realmente difícil encontrar un buen hombre a mi edad. Sobre todo porque la mayoría de los que me convienen están muertos.

– ¿Y Anselmo?

– ¿Anselmo? ¡Ja! Tiene diez años menos que yo, y es quince centímetros más bajito. Además, ya lo has visto, ya has podido ver el pedazo de barriga que tiene. Lleva un letrero en la frente que dice: «Moriré de un atracón».

– Pues parece interesado por ti.

– Sí, pero yo por él, no -negó la anciana con vigor-. Ya lo has visto, ¿no? Se viste como un payaso loco y habla como Ronald Reagan. No me interesa lo más mínimo, ¿sabes, hijo?

– Bueno, bueno.

– Y, encima, padece de halitosis, cosa que no me sorprende nada teniendo en cuenta lo que come. Cambia de dentadura postiza cada año, pero no remedia el asunto. Yo me pregunto, ¿cómo le puede oler tan mal la boca a alguien hoy día? ¿O será el culo…?

Telémaco se puso a estornudar con violencia de repente, los ojos le lagrimearon e hizo varios pucheros de miedo, pero sobre todo de desconcierto.

Nada más verlo, Araceli trató de ponerse de pie y Ulises la ayudó a completar con éxito la maniobra.

– Febreeze Fabric Refresher, de Procter amp; Gamble -dijo la abuelita, indignada.

– ¿Cómo dices?

– Digo que vamos a salir de aquí. El niño está estornudando, y eso es por el Febreeze.

– ¿El qué?

– Un spray que usan para perfumar las cortinas y la ropa de las camas. -Lo agarró del antebrazo y masculló en tono confidencial-: Ya sabes que, a nuestra edad, a mucha gente no le basta con los pañales desechables. De modo que lo perfuman todo. Lo perfuman y lo perfuman con el dichoso Febreeze. El fabricante debe de haber untado al director de este antro, porque si no, no se explica. Pero yo he leído en Internet que es un producto peligroso. Lleva no sé qué tipo de veneno. Los perros caen como moscas borrachas después de olerlo. Los hámsters la palman al momento. Y los gatos, para qué contar. Saquemos al niño de aquí, el pobre es demasiado bajito para sobrevivir a este campo de exterminio. Sólo tiene la estatura de un animalito doméstico.

Ulises cargó a su hijo en brazos y los tres salieron lentamente del dormitorio de Araceli, cerrando la puerta a sus espaldas.

CADA COSA EN SU LUGAR

La felicidad no es cosa fácil:

es difícil encontrarla dentro

de nosotros mismos e imposible

encontrarla en otra parte.

CHAMFORT, Obras

Cierta vez, una mujer de su edad que conoció en Italia por motivos profesionales le resumió su vida en pocas palabras. Según ella, a los cinco años le dijo a uno de sus amiguitos, en la guardería: «Si me regalas tu Geyperman, te dejo que me des un beso». A los diez años le soltó a un compañero de clase: «Si me haces los deberes de Sociales esta semana, te dejo ir conmigo a los lavabos. Yo me bajaré las bragas y tú podrás ver lo que tengo debajo», aunque, por cierto, en aquel entonces esa mujer no tenía nada ahí que fuera digno de verse. A los dieciséis años le propuso a un chico de su pandilla: «Si me das una vuelta en tu moto por todo el barrio, te dejo que me toques el pecho izquierdo durante tres minutos». A los veintidós años acorraló a un joven profesor de la facultad de Económicas -que babeaba detrás de ella desde el primer año de la carrera, pero que la suspendía una y otra vez- e hizo con él un trato: «Si me apruebas la asignatura, te hago un pequeño favor manual en los lavabos. Pero con un guante puesto, ¿eh?». A los veinticinco, cuando hacía poco que se había casado con su primer marido (la mujer ya iba por el tercero), le sugirió a su cándido y aburrido esposo: «Si me compras ese sofá chester, esta noche te hago un francés». Y mientras hablaba con Penélope, a punto de cumplir los treinta y cinco, sonreía con añoranza y se preguntaba a sí misma en voz alta: «Oye, monada, ¿no serás tú un poco puta?».

Aquella mujer extraordinaria le confesó a Penélope que a lo largo de su vida había llegado a una única deducción práctica en materia de relaciones personales: que todas las mujeres deberían ser un poco putas alguna vez. Un poco. De vez en cuando solamente, vale. Pero putas putas de verdad. Y otro poco madres. A ella le parecía que, para una mujer, era la mejor manera de ir tirando.

Penélope arrugó el ceño mientras la oía, disgustada con tamaños presupuestos existenciales.

«Los hombres lo están pidiendo a gritos, Pe, no tienes más que fijarte -le dijo la mujer-, buscan en nosotras a la madre y a la puta: cuando no están necesitados de una es porque necesitan a la otra, y ahí se acaban todas las necesidades de mujeres que tienen los hombres. Y si tú eres capaz de hacer el papel de las dos a la vez, tu pareja no querrá perderte de vista. A mí me ha ido regular con los hombres porque me he quedado estancada en el papel de puta, ¿sabes? Pero es que es el que mejor se me da. He empezado a cogerle el tranquillo, aunque conseguirlo me ha costado toda una vida. Sin embargo, no logro meterme en el de madre. No sé por qué. Supongo que porque no soy perfecta. Y claro, mis matrimonios terminan siempre en fracaso.»

Penélope nunca se había planteado las cosas de esta manera. Pero, así y todo, su matrimonio también se malogró. Cuando abandonó a Ulises y a su hijo, tres meses después de que éste naciera, su marido le reprochó agriamente: «Querida, no tienes entrañas»; a lo que ella contestó, siempre con su sentido práctico: «Pues yo tengo radiografías que demuestran lo contrario, querido». Y se fue dando un portazo mientras oía los débiles lloriqueos del pequeñuelo detrás de la puerta.

Le había escrito una nota de despedida a Ulises, que había pegado al horno con un imán de cocina: «Me voy para siempre. Te he dejado un plato de matarratas en la nevera, por si te apetece cenar».

Y lo mejor de todo es que de verdad le preparó el matarratas en una escudilla de plástico con dibujitos del ratón Mickey, primorosamente envuelta en papel de aluminio y depositada con mimo en el estante de la mitad del frigorífico, semivacío excepto por el veneno, unos botes de leche, tres biberones con agua esterilizada y un repollo medio podrido que languidecía con resignación en el contenedor de las verduras.

Acababa de conseguir un trabajo como ayudante de diseño en una de las mejores maisons de la moda española. El jefe -un viejo gay enfermo crónico, tan sensible como inconsciente, con el cerebro de un niño de preescolar pero con la intuición artística y comercial de un auténtico genio-, la entrevistó después de haber analizado con calma sus diseños días antes, y le preguntó algunos datos personales.

– ¿Cuánto mide usted?

– Un metro setenta.

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