Penélope asiente. Lo piensa mejor.
– Bueno, si no te importa, a lo mejor nos podrías llevar hasta la calle Velázquez. Ulises tiene una exposición allí, la inauguró el otro día, y esta noche tenía que ver a unos clientes. Puedes dejarnos en la puerta de la galería, ¿o no tienes tiempo?
– Como tú quieras, por mí no hay inconveniente. Te llevo a donde te parezca. -Marta camina con decisión, no es una mujer vulgar ni suele amilanarse fácilmente; cada paso que da lo confirma, incrementa su ardor, atrae más miradas.
El coche se para en doble fila en la puerta de la galería, que tiene toda la fachada acristalada para que los viandantes puedan observar una buena parte de los cuadros expuestos en la primera de las salas.
Penélope baja del automóvil, y se dirige a la parte de atrás con el niño en los brazos mientras espera que el chofer abra el maletero para sacar el carrito del niño. Marta sale también, le brillan los ojos y charla sin parar sobre las cosas que deberían hacer, las que ella hace, todo lo que queda por descubrir y por vivir. En el momento que Penélope mira hacia la arcada solamente ve a Ulises con Annetta, la dueña de la galería de arte, y a nadie más. Casi está a punto de sonreír y saludarlos con la mano por si no han reparado en ella. Pronto su marido agarra la cabeza de la galerista entre sus manos -con dulzura, con mucho cuidado, como si fuera una muñeca que pudiera romperse- y la besa largamente en la boca; baja las manos hasta la cintura de la mujer, y luego sigue bajando. Le hunde la cara en el cuello, la aprieta contra él, casi bailando, arrastrando los dedos por el cuerpo de Annetta, hurgando.
Penélope aparta la vista, azorada. Le dice a Marta que ha cambiado de opinión, que le gustaría volver a casa. Después de todo, ya es muy tarde para el bebé, todavía tiene que bañarlo. A Marta no le importa, y el conductor vuelve a introducir el cochecito en el maletero del Mercedes. Penélope lo sabía, sabía que Ulises no le era fiel -podía olerlo, digamos-, pero nunca había vuelto a sorprenderlo con las manos en la masa (en la masa fláccida, color de sebo, probablemente sucia, lujuriosa, de un trasero femenino) desde aquella historia de la modelo, años atrás. Ahora está llena de malos pensamientos, se da cuenta de que le estorban en la cabeza, son molestos e inadecuados como agua estancada en la bañera.
Ahora ve lo que ha visto, y lo que no ha podido ver puede verlo también, y resulta todavía más insoportable que lo que sí ha visto.
Fornicación y homicidio, se dice.
Lascivia y maldad, piensa.
Adulterio y traición, sospecha.
El Infierno de Dante, recuerda.
Tú mismo te atosigas de falsas imaginaciones, a tal punto que no ves lo que verías si te hubieses sacudido de ellas.
Tu stesso ti fai grosso
col falso imaginar, sí che non ved¡
ció che vedresti, se l’avessi scosso.
Esta misma noche, varias horas más tarde, Penélope intenta dormir. Está sola en un hotel barato. Sin Telémaco, su niñito pequeño y desamparado. Con los ojos hinchados por las lágrimas. Rumia despacio su rabia. No hay templanza para ella, ni consuelo posible.
Es una excelente ama de casa, sin embargo, piensa buscando algo positivo a lo que aferrarse mientras llora a lágrima viva, de una forma ridícula, casi cómica de tan exagerada.
Ah, qué dotes para el melodrama posee Penélope. Menudo escándalo está montando en el pequeño hostal del Paseo de las Delicias aun sabiendo como sabe, pues Ulises se lo ha repetido hasta la saciedad, que el sexo no es más que sexo, que es sólo sexo y no tiene más importancia que la que tiene el sexo…
Por cierto, ¿cuánta importancia tiene? ¿Tal vez la que cada uno le da? Y en ese caso… ¿cómo es posible llegar a un acuerdo sobre cuánta es la importancia del sexo?
Es una mujer de su casa, piensa con orgullo, restregándose los chorretones de rimel corrido por las mejillas. Cuida los más mínimos detalles. Ha dejado al niño bañado y la cena preparada para su marido: un bol rebosante de matarratas al natural. Le gusta cocinar platos sencillos. No piensa volver a casa.
EL MIEDO A LO DESCONOCIDO
Valentina mastica con una dulce determinación. No tiene muchas ganas de hablar, no resulta una compañía demasiado entusiasta.
– ¿Qué tomarás de postre? -le pregunta Vili.
– Nada -responde Valentina.
– Vale, te acompaño -dice Vili.
– Mamá… -dice Penélope.
– ¿Qué?
– ¿Quieres algo? No sé, ¿necesitas, necesitas…?
– Sigue comiendo, cariño.
– Ya he terminado. Hace rato que he terminado. Os estoy esperando -dice Penélope, y mira el tarro de helado de chocolate que Roberta ha dejado sobre una fuente, para que vaya ablandándose.
– Deberíamos echarle un vistazo a Telémaco. -Ulises aún sigue escarbando en su langosta-. A veces da vueltas y se cae al suelo, no tiene mucha costumbre todavía de dormir en una cama. Duerme aferrado a los barrotes de su cuna, como un prisionero.
– Iré yo. -Penélope se levanta, deja la servilleta sobre el mantel, pulcramente doblada al lado del plato.
Se encamina a su dormitorio y evoca la tarde en que le dijo a Ulises que quería tener un hijo. Tenía la sensación de que había esperado mucho hasta lograr decidirse. Que quizás se le había pasado el momento. Le daba pánico tener un hijo, pero sabía que si no lo tenía se pasaría el resto de su vida lamentándolo, y añorándolo. ¿Cómo se puede echar de menos a alguien que no se conoce, que jamás existió porque no le dimos la oportunidad de hacerlo? Bueno, pues ocurre a menudo, y Penélope no deseaba que algo tan tremendo le sucediera a ella un buen día.
A Ulises tener hijos o no, le daba lo mismo, aunque si tenía que elegir, prefería no tenerlos.
«Bueno -le dijo Penélope-, pues yo sí deseo tener un hijo. Tú dirás si quieres o no quieres colaborar. Si no quieres participar en el asunto, lo entenderé perfectamente, y me iré de compras a un banco de semen.»
Se lo dijo absolutamente en serio. Qué se creía.
Ulises lo pensó un momento.
«Está bien, pero no hace falta que vayas a ningún banco. ¿Por qué vas a ir a un banco? Podemos echar mano de nuestros ahorros», dijo complacido, mirándose la bragueta.
Ahora Telémaco está durmiendo plácidamente, con el aspecto de abandono y total despreocupación que dibuja en sus caras el sueño a los niños. Nada lo perturba. Ningún espectro organiza sus ensueños. Se ha puesto boca abajo, con la cabeza en el sitio de los pies y los pies encima de la almohada.
Su cachorrito. Nadie podrá quitárselo de ahora en adelante. Ya ha entrevistado a varias posibles niñeras. Penélope vuelve a salir cerrando con cuidado la puerta. Ulises es un amante empeñado en enseñarle a amar al amor. Cuando entra su mujer de nuevo a la sala, le guiña un ojo, dibuja una de esas medias sonrisas suyas, ésas que nunca llegan a abrirse del todo, igual que flores atrancadas en medio de un proceso de desarrollo que no son capaces de consumar de la manera apropiada.
Penélope siente ganas de agarrarle los mofletes y tirar de ellos hacia arriba, en dirección a las orejas, de obligarle a estallar en carcajadas. De darle un guantazo y romperle dos dientes.
Pero no hace ni dice nada, y se sienta.
– ¿Qué tal? -pregunta Ulises.
– Está dormido.
– ¡Ya lo sé! -Ulises deja caer el cuchillo encima del plato-. ¿Se ha caído?
– No, no se ha caído.
– Huuummm.
– ¿Esperabas que se cayera?
– Bueno…
– ¿Ésa es la confianza que tienes en tu hijo?
– Yo… O sea.
– ¿Qué? -quiere saber Penélope.
– ¿Cómo que qué? -Ulises se encoge de hombros, mira a Valentina. Su boca no dice nada más, pero su cara está diciendo: «¿Ves lo que tengo que aguantarle a tu hija, te das cuenta de que es insoportable? ¿Por qué la hiciste así? ¿No pudiste poner un poco más de empeño mientras la hacías?».