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– No digas eso de los taxistas y de los policías. Madrid no sería Madrid sin sus policías y sus taxistas -se siente obligada a decir Penélope.

– Bueno, pues me da igual.

Penélope quita la capota del cochecito. Telémaco tiene el aspecto de un monigote saludable y perfecto. Está dormido y suspira de forma apacible, silenciosa.

– Para comérselo. -Marta le toca con ternura una de las manitas, cerrada en forma de puño, como si el niño estuviera agarrando firmemente el hilo de la vida-. Qué cielo de crío. Qué envidia me das.

– No creas. Por las noches no puedo pegar ojo.

– ¿Y por qué no contratas una niñera? Ninguna mujer que no pueda pagarse una niñera debería tener hijos. Tendrían que prohibirlo por ley, ¿no te parece? Pero tú sí puedes, tu padre es rico, no como el mío, que se quedó en médico de cabecera.

– Es rico, pero no vive como un rico, y no espera de mí que viva como una rica a su costa. -Penélope le hace una seña al camarero-. Vili es más que nada un filósofo.

– Desde luego… Ah, joder. Un tipo raro, ya lo creo.

– ¿Y qué, cómo te va?

– Bueno, Peny, encanto, no quiero parecer presumida, es de mal gusto, pero no me podría ir mejor. -Marta sonríe coquetamente-. Tengo todo lo que puedo pedirle a la vida. Un trabajo ideal, libertad de movimientos, acción, viajes, amigos interesantes, bonos del Tesoro… Y un novio italiano que es disléxico y millonario.

– ¿De verdad? Cuánto me alegro.

Penélope se toca sin querer la nariz. Se la nota… ¿goteante? De pronto su blusa de seda negra se le antoja basta y poco apropiada incluso para tomar café a media tarde en un bar de Callao. Marta lleva un vestido de Gucci morado y unas botas de piel de serpiente. Si Penélope fuera un hombre, en este instante se sentiría intimidado por ella. Fascinado y acobardado. Y no pensaría en otra cosa que no fuera en cómo conquistarla.

Se dice que quizás se está perdiendo algo de la vida, tal vez está dejando escapar algo mientras discute con Ulises, compra pañales desechables y se hace la cera en casa.

Tamborilea con los dedos en su cintura.

Está nerviosa. Preocupada.

Se mete las manos en el bolsillo izquierdo de los vaqueros. Saca un papelito y lo ojea discretamente. Es una lista. Sobres. Listerine. Zumo de naranja. Ultralevura. Manzanilla. Compresas. Hace con ella una bolita y la tira al suelo, procurando que Marta no la vea. ¿Tendrá puntos negros en las mejillas? Está todavía algo sudorosa. Se pasa una servilleta de papel por la cara a sabiendas de que arruinará su maquillaje.

Vivir es un acto suicida.

– ¿Y no has vuelto a intentarlo, Peny? Disculpa… -Marta se vuelve hacia el camarero, que espera el pedido-. ¿Qué quieres beber?

– Aaah, pues agua. Agua. Con gas. Vichy, por favor.

– A mí póngame otro de lo mismo -ordena Marta.

– Sí, señora. -El camarero también se siente subyugado por Marta, igual que Penélope. Sale disparado hacia la barra, y le lanza desde allí miradas subrepticias y abochornadas.

– Dios mío -musita Marta, hace una mueca de repulsión-. ¿Te has fijado en el barman? Cristo bendito, ¿es que ese tío no ve la tele? ¿No se fija en la publicidad? ¿No se ha enterado todavía de que el olor corporal se puede prevenir? Yo creía que la compra de desodorantes estaba al alcance de cualquiera.

– Bueno -lo disculpa Penélope-, aquí dentro, y trabajando sin parar…

– Trabajar es lo que hacemos todos, preciosa, no te confundas. Menos mi novio, que es rico como tu padre, pero él sí que vive una existencia regalada. Tiene de filósofo lo que yo de lama, por mucho que sea una fan rendida del Dala¡, ya me entiendes.

– Pues.

– Su único defecto es la dislexia, ya te digo. Nunca acierta a pronunciar mi nombre. Me llama Tamara, y Tita, y todo lo que se le ocurre al pobre capullo. Y luego, si te metes con él en la cama, no le menciones lo del sesenta y nueve porque te puede romper una cadera. Sencillamente, los números flotan por su cabeza igual que en un bombo de esos del bingo, y a él le da lo mismo sesenta y nueve que nueve con sesenta. Es para dislocarse. Y pregúntale que cuántos años tiene: en vez de decirte que treinta y nueve, que son los que acaba de cumplir, te dirá que noventa y tres, y se quedará tan fresco. Hummm… -Marta cierra los ojos, risueña-. Pero nadie es perfecto, y yo siempre he querido tener un novio que no se vea obligado a trabajar para vivir ni a vivir para trabajar. Ahora está en la India, ¿te lo puedes creer? Él en la India y yo en Madrid, metida en un bareto donde la gente suda. Menos mal que estoy contigo, preciosa…

– ¿Quieres que nos vayamos de aquí?

– Nooo… Si este sitio es perfecto desde que tú has llegado.

– Marta, Martita.

– De verdad. Eres la persona con más talento para el diseño que he conocido jamás, incluidos Tom Ford y yo misma, que no tengo ninguno, por cierto, pero que tampoco lo necesito porque hago otras cosas en este mundillo. Deberías ir a ver a una persona que conozco -y pronuncia silabeando el nombre del que algún día será el jefe de Penélope-. He oído rumores. Sé de buena tinta que está buscando a alguien. Sangre nueva, porque él vive ya de transfusiones diarias. Creo que le gustarías, de verdad. Ve a verlo de mi parte, he hecho un par de cositas por él que todavía recordará, estoy segura. Creo que tus diseños acabarán en el Costume Institute del Museo Metropolitano de Nueva York, y en el armario de Ivana Tramp. Incluso en el de la novia del camarero sudado que nos ha servido. Tienes habilidad para poner elitismo hasta en la ropa de las cocineras. Eres capaz de vestir a las cocineras como si fueran señoras, y a las señoras como si fuesen auténticas cocineras, y eso es lo que hay que hacer en este negocio, lo que hacen los grandes de verdad. Yo, que no soy envidiosa, puedo decírtelo. ¿No has intentado trabajar?

– Pues, la verdad, me he ido liando con unas cosas y con otras, aunque no he dejado de dibujar y hacer bocetos, sobre todo para entretenerme, pero con los compromisos de Ulises, los viajes… y ahora el niño y… No sé, me parece que es demasiado tarde para mí.

– Oye, Peny, no te pases que yo soy cinco meses mayor que tú y no por eso me siento acabada. Las mujeres vivimos nuestro esplendor en la treintena. Son los mejores años de nuestra vida. Sólo tienes que encender los motores y salir a comerte la pista, porque tu vehículo está a la máxima potencia, créetelo. A ver, sonríeme, preciosa. Estás hecha toda una mamá, pero también hay vida para una mujer más allá de la maternidad. Mira, el niño se está removiendo.

– Tiene hambre. Es su hora. -Penélope se acerca a Telémaco y lo coge en brazos.

Cuando salen del bar está anocheciendo, el aire es templado. Hay animación por la calle. Una pareja de muchachos hace malabarismos mientras los observa un corrillo de curiosos que apenas se decide de vez en cuando a dejar caer una moneda en el plato que reposa en el suelo. Son muy jóvenes y llevan el cuerpo pintado de blanco, cubierto con un taparrabos hecho con lo que parecen jirones de una sábana vieja. Se contonean en el aire, el uno sobre el otro, bajo el pináculo azul brumoso del cielo del crepúsculo. Son los desechos de la fantasía de un marionetista dejados caer en plena calzada, libres, los hilos decididamente cortados para siempre. Hacen cabriolas, saltan, se deslizan, vuelven a saltar y de repente se quedan inmóviles, mineralizados en medio de la calle Preciados en tanto que la gente murmura y gorjea admirativamente a su alrededor. Son tan jóvenes y elásticos. Pierrot y Fantasio, terriblemente vivos. Las personas que los observan parecen, en comparación, manchas figurativas esparcidas al azar para acompañarlos al tiempo que los hacen resaltar de la oscuridad hirviente que comienza a descender sobre el pavimento, recién bajada del cielo.

Penélope teme que puedan caerse de mala manera y hacerse daño.

– Tengo un coche esperándome en Sol, si quieres puedo acercaros hasta tu casa -dice Marta.

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