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Ella se ha preocupado por todo eso, y por más cosas, pero no quiere volver a recordarlas.

Ahora Telémaco tiene tres meses. Es igual que un muñequito con la cara enjalbegada. Tranquilo y quebradizo. Penélope lo ha amamantado, pero empieza a quedarse sin leche. Tiene que darle un par de biberones suplementarios al día. (¿Es buena la leche maternizada de farmacia? Sí, pero, ¿es buena?)

Ha quedado para tomar café con una amiga. En realidad no es demasiado amiga (la conoció en aquella escuela horrible en la que estudió diseño después de acabar su licenciatura); no es que sean íntimas, pero Marta tiene contactos en el mundo de la moda, y buen humor. Aprovechará para pasear al bebé. Lo que resulta un fastidio, porque no es nada fácil tener que bajar los tres pisos sin ascensor desde su casa hasta la puerta de la calle acarreando con un lactante y un carrito.

Lo hace muy lentamente, escalón por escalón, bajando de espaldas, apoyando las ruedas traseras del cochecito y dejando que se deslicen un peldaño, mientras hace contra peso para no desequilibrar las delanteras y que los tres, el carro infantil de paseo, el bebé y ella misma, acaben por salir rodando.

Cuando logra alcanzar el portal, está sudando por el esfuerzo y la tensión. Esta vez podían haberse caído. El corazón le da un vuelco sólo de pensarlo. Afuera el aire es tibio, se oyen ruidos de obras en algún edificio cercano, o tal vez estén arreglando alguna calle. Madrid será una ciudad preciosa el día que terminen de hacerla, se dice Penélope.

Irá andando la calle Atocha arriba hasta Sol. Aún tiene tiempo, y desde luego no se metería en el metro con un crío ni aunque le fuera la vida en ello. Tampoco en un taxi. El niño podría oír ciertas cosas. Emisoras de radio. Conversaciones con otros taxistas a través del radiotransmisor. Música inadecuada. Los bebés son muy sensibles, y cualquiera sabe lo que se les queda grabado en su tierno cerebro para siempre. Además, el niño tiene que tomar un poco de sol, aunque sea sol madrileño. Si hubiese salido antes de casa podría haberlo paseado por el jardín Botánico, pero siempre va con estas prisas. Los recién nacidos ocupan mucho tiempo. Las horas se pasan volando, sin pensar. Un bebé ahuyenta todo tipo de pensamientos de la cabeza de una madre. Sólo deja espacio para cosas como comida, leche, detergente, caca, sueño, baño. Y así.

Avanza a trompicones por las aceras. Obras de remodelación. Policías recelosos y resignados (de algo hay que vivir, pero… ¡no te fastidia!). Gente apresurada. Gente inmóvil como estatuas de ojos enfermos, sacrificiales. Personas que esperan algo y ni siquiera saben qué, y dan vueltas sobre sí mismas hasta sentirse mareadas. Gente que vende cosas, juguetes baratos, jerseys de lycra baratos, drogas baratas. Gente que pide limosna, que se apoya a bebés más pequeños que el suyo sobre las caderas y les enseñan sin pudor a los viandantes los ojitos tristes y luctuosos de los niños, al tiempo que abren una mano sucia y murmuran con el singular acento de los intrusos.

Qué mal está todo dispuesto para que una mujer pasee a su hijo en el centro de una gran ciudad.

Debería haber cogido esa mochila que le regaló alguien, y meterlo dentro. Llevarlo pegado a su pecho como un canguro. Iría más deprisa. Pero ya es tarde para volver a subir de nuevo hasta su casa, cambiar los trastos, sacar al bebé (tendría que comprobar, ya puesta, si está mojado), y cargar con el bolso, ese enorme bolso donde lleva todo lo que se necesita para atenderlo. Vendas incluidas. Una botella de agua mineral. Mercromina. Esparadrapo. Maquillaje. Dos revistas. Nooo. Muy pesado, el bolso. En la parte de abajo del cochecito está mejor que colgando de sus hombros.

Cuando se dirige andando hacia algún lugar, Penélope se conduce igual que lo hace por la vida. Piensa que el camino más corto entre dos puntos es la línea en zigzag: esquivando los obstáculos que, de haber tomado una línea recta, se hubiera topado de frente. Por eso cruza de acera cada pocos pasos, y finalmente tarda una eternidad en llegar hasta Sol y subir por la calle del Carmen, hasta una cafetería cercana a El Corte Inglés de Callao donde la espera su amiga.

Al menos, no hace demasiado calor, aunque ella está sudando. Nota la humedad del labio superior, y que la blusa de seda negra se le pega en algunas zonas de la espalda. Telémaco está dormido.

Tal vez sea ésa la mejor idea que ella puede hacerse de la felicidad: ver dormido a su hijo. A salvo. Sosegado. Respirando perfectamente.

Penélope está preocupada, pero no quiere que Marta lo perciba. La preocupación y la culpa desprenden cierto olor mohoso, y hacen que la gente se escabulla corriendo del lado de quienes sueltan esa pestilencia. Bastante tienen con la propia.

Está preocupada porque hace meses que sabe que Ulises no siempre se dedica a pintar sus propios cuadros. Por eso andaba sin cesar secreteando, cerrando con llave la puerta de su estudio, teniendo importantes reuniones, haciendo viajes sospechosos.

Poco después de nacer su hijo, ingresó una enorme cantidad de dinero en el banco. De los cuadros vendidos en su última exposición, le dijo a Penélope. Pero no podía ser. No al precio que se cotiza Ulises.

Por último, ella se enteró de todo.

Facturas inverosímiles, amistades peligrosas, notas, papeles, llamadas, recibos sin sentido, bocetos muy familiares, demasiado dudosos para ser simples ejercicios pictóricos, mentiras tontas, dinero fácil. Todo estaba ahí, y todo cuadraba.

A veces, pensó entonces Penélope, es mejor no saber. No saber nada. Ella empieza a dudar de que saber sirva para algo. Si es para vivir tan poco, ¿de qué sirve saber tanto?, decía sor Juana Inés de la Cruz.

Ulises, Ulises…

Él confesó entre excusas y grotescas promesas de cambio y esperanza. Penélope lloró, y hubo nuevos gritos. Escándalo. El gran aquelarre doméstico. El drama filtrándose por su cristalino y empañando la luz hasta dejarla ciega.

Qué inclinación tan vulgar al melodrama tenían Ulises y ella. Y lo peor es que ese maldito talento crecía por momentos.

– ¡Marta! -dice Penélope, y entra como puede a la agradable penumbra del bar, empujando el carro.

Está atardeciendo. Marta parece una hermosa gata, indiferente y llena de rizos negros. Está fumando sentada en una mesa cerca de la ventana, y bebe algo que parece agua con limón, pero que seguramente no lo es.

– ¡Preciosa! -Apaga el cigarrillo en el cenicero de la mesa de al lado, sin reparar en la mirada de odio con que la obsequia el señor que está sentado en ella bebiendo su vermut de grifo, y abraza a Penélope-. Madre mía, cualquiera diría que acabas de tener un hijo. No tienes tripa ni nada. No tienes aspecto de estar pensando en suicidarte. Y tu pecho… Y tu… date la vuelta. Oh, Dios mío, ¿no habrás estado dándote algunas sesiones de mesoterapia? Si es así, por favor, háblame de los efectos benéficos de la mesoterapia. Pienso apuntarme en cuanto salga de este antro.

– Me alegra tanto verte. Estás guapísima.

– ¿Te das cuenta de lo verdaderamente chabacano que se ha vuelto Madrid? -señala a la ventana, a la gente que pasa por la calle-. En cuanto una pisa Barajas, se siente una ordinaria con puntos negros en las mejillas y la nariz goteante. Con esos taxistas gritones que dan un rodeo hasta su casa para entrar un momento y darle un guantazo a la parienta antes de dejarte en la dirección que les has indicado. Con esos policías de tráfico, absolutamente ruines, obligándote a pasar las ruedas de tu Lotus por encima del fango de las obras… Por cierto, ¿por qué siempre están de obras? ¿Me he perdido algo? ¿Algún terremoto, algo? Yo creía que aquí no había terremotos. -Marta separa una de las sillas y deja que Penélope se siente, vuelve a acercársela a la mesa suavemente cuando lo hace. Las auténticas damas son los únicos caballeros que quedan hoy en día, piensa Penélope mientras toma asiento y le da las gracias a Marta-. Enséñame a tu retoño inmediatamente.

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