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Irma y Andros apenas si se habían separado desde aquella noche. Al principio hubo algunas confusiones entre ellos porque, como Irma no tardó en comprobar, el joven griego no hablaba otro idioma que no fuese griego. Incluso era incapaz de decir «buenos días» o «adiós». Cuando se conocieron él llevaba sólo doce horas en Madrid, y era la primera vez que salía de su país. A ella le costó mucho enterarse de que Andros trabajaba como cocinero en la embajada griega. En algún momento de desesperación llegó incluso a sospechar que aquel hombre, que conseguía que sus entrañas se revolvieran de gozo con sólo una mirada, era un paciente escapado de un frenopático con algún tipo de dislexia extrañamente melodiosa.

No obstante, una vez deshecho el malentendido, Irma empezó a disfrutar de la incomunicación verbal que existía entre ambos.

«Eres encantador», le decía a su novio haciéndole mimos.

«Εрεσ πрεθωσα, μη γνσ τυ πελω, μη γνστα βοκα, μη γνστας τυ, ερης πρεθωσα. ¿Αθεμωσ ελ αμωρ ρτρα βεθ?», respondía él.

«¿Qué quieres comer hoy?», Irma le acariciaba la barbilla.

«Μη γνσταρια πρεσεντατε α μς χηΦε παρα κη ση μνηρα δε ενβιδια κνανδω τη βεα. Σν μνχερ τιηνε βιγωτε, χε, χε…», sugería Andros con su agradable y misteriosa voz.

«¿Sí?, ¿eso?, pues estupendo, porque a mí también me apetece», Irma se sentía tan feliz a su lado como un gorrión en primavera.

Sentada en su pequeño salón, recordó con añoranza los cuatro primeros meses de su relación con el joven cocinero griego.

Andros podía pasarse horas y horas hablando con ella sin despertar inquietud, ni ansiedad, ni terror en su corazón reconcomido de niña. Se contaban sus cosas el uno a la otra, sin comprender ni una palabra de lo que se decían y, a pesar de todo, el aire no se estremecía presagiando quién sabe qué tragedias espantosas. No sonaban alarmas que ennegrecieran las mañanas de Irma. La vida era, por una vez, misterio y alegría.

Sí, la suya era una relación perfecta, pensaba Irma alborozada: porque Andros y ella, por si fuera poco, jamás discutían. Estaban de acuerdo en todo porque el acuerdo no era una condición ni una necesidad para ellos. Ni siquiera existía en el mundo que habitaban, ya que no tenían ningún vocablo común que lo denominara.

Perfecta, perfecta sin lugar a dudas. Una relación preciosa. O al menos así lo había sido hasta hace poco, concretamente hasta que llegó aquella noche fatídica, tres semanas atrás, cuando Andros volvió de su trabajo como siempre a medianoche. Irma también estaba tumbada sobre el sofá, como ahora, esperándolo mientras veía sin mucho interés un reportaje en la tele que hablaba de sexo y ansiolíticos. Él abrió la puerta de la entrada con su juego de llaves, volvió a cerrar, sonrió con júbilo. Y en sus redondos y risueños ojos negros nada hacía presagiar el cataclismo: sus labios gruesos, encantadores, se contrajeron y estiraron mientras formaban los espeluznantes sonidos. Irma se sintió casi succionada por ellos, atraída hacia aquel túnel del horror lingüístico. Estuvo a punto de marearse y de gritar como la víctima de un descuartizamiento criminal.

«Bue-nas no-ches, a-mor mí-o», pronunció Andros lenta y claramente. Incluso daba la impresión de sentir cierta exultación infantil, o tal vez fuera orgullo, mientras lo decía.

UN HOGAR PARA ARACELI

Alguien le dijo a Loeyo: «Tengo sesenta años»;

y el sabio le contestó: «¿Te refieres a los sesenta años

que ya no tienes?».

LUCIO ANNEO SÉNECA, Tratados filosóficos

¡Qué difícil es resistirse a la adulación! La adulación se sirve de todo para ser eficaz y conseguir los propósitos del lameculos de tumo. Se aprovecha de la debilidad y del desánimo ajenos, incluso de la mentira (adornada de verdades, eso sí). Araceli se preguntaba cómo había sido capaz de dejarse vencer por un simple engatusamiento senil, tan nubloso como sus ojos, tan lleno de achaques como su viejo cuerpo. Sin embargo, así había sido. Se esforzó por poner una puerta entre la adulación y ella pero, tal y como siempre ocurría, la había dejado entornada. Anselmo, por supuesto, la abrió sin llamar, propinándole incluso una patada y arramblando así con sus defensas de una buena vez. Quizás por eso Araceli se había rendido casi sin presentar batalla.

La anciana señora sintió de repente miedo, un miedo suave que recorría su espalda haciéndole cosquillas, igual que la caricia temblorosa de otra mano decrépita parecida a la suya. Recordó unas palabras que ahora flotaban errantes por su memoria: «Si quieres no temer nada, piensa que nada debes temer; mira a tu alrededor y verás qué poco se necesita para destruirte. ¿Por qué ibas a temer los temblores de tierra cuando una flema puede ahogarte?». ¡Cuánta razón había en tan pocas frases! Así que ella, que no quería temerle a nada, pensó tratando de infundirse valor que no tenía nada que temer, como dijo… Bueno, no recordaba exactamente quién lo dijo. Así estaban ahora las cosas para ella: leía algo, o lo oía en la radio (pocas veces en televisión, esa distracción más propia de viejos idiotas), y luego las palabras navegaban arriba y abajo por su cabeza hasta que encallaban y ella no recordaba de dónde habían salido; entonces llegaba la hora en que Araceli le adjudicaba a Flaubert una cita de Ronald Reagan, y a Ronald Reagan otra de Mickey Mouse. ¿Y quién salía perdiendo a lo largo de todo el proceso? ¡Mickey Mouse, por supuesto!

En fin, ya qué más daba, a su edad, si no era capaz de acordarse de algunas sutilezas cuando lo cierto era que, por las mañanas, tardaba un buen rato en levantarse porque necesitaba que alguien le diera razones para hacerlo.

Mientras pensaba en su temor y en su necesidad de no sentir temor, Anselmo, sentado frente a ella en su habitación -no quería ni pensar en todo lo que estarían murmurando en esos momentos algunas de sus vecinas de pasillo-, la miraba con ternura y sonreía como un imbécil que tratara de exhibir todas y cada una de sus nuevas muelas.

«¡Dios mío, qué caja de dientes tiene! -se dijo a sí misma con cierto recelo-. Se le adivina la calavera y todo.» En ese momento, Anselmo se puso a recitar una especie de poema, o copla, o chascarrillo más bien. Quién sabía. Conociéndolo un poco, a cualquier desatino que dijera había que adjudicarle un origen más bien dudoso.

Mariamanuela, ¿me escuchas?

Yo de vestidos no entiendo

pero, ¿de veras te gusta

ése que te estás poniendo?

El hombre volvió a desplegar una amplia sonrisa jadeante. Seguramente no podía creerse la suerte que tenía: estar a solas con Araceli, y en su dormitorio. La puerta es taba cerrada, hasta el punto en que pueden estarlo todas las puertas de los asilos de este mundo, y se habían sentado el uno frente al otro, ambos alterados por la naturaleza de sus diferentes emociones. También estaban nerviosos, aunque trataban de aparentar lo contrario.

– En cuanto a su carta… -Araceli carraspeó y trató de iniciar con él una conversación más o menos coherente, dejando de lado por unos momentos la poesía-. Debo darle las gracias, es muy bonita. Todo eso de que usted querría hacerse unas cortinas con mis pestañas y que le gustaría bañarse en el fondo de mis ojos es… -tosió un poco, y aprovechó para suspirar hondamente, tomando aire-, es muy amable por su parte, Anselmo.

Lo observó cuidadosamente por encima de sus gafas. Arrogante y, en cierto modo, valiente. Un pavo real desplumado, con pantalones de tergal verde y los ojos como dos tragaluces ávidos.

En fin, llegada a ese punto…

Se preguntaba si existía la vida en la vida de una mujer que había cumplido, como ella, sus buenos ochenta y tres años. Enderezó la espalda y le devolvió a su compañero una tímida sonrisa.

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