– ¡Dios mío, mi mujer! -dijo su padre en el hospital, cuando la sacaron en una camilla, cubierta con una sábana blanca, en dirección al tanatorio. La besó por última vez en sus labios yertos de muerta, y no pudo verter ni una lágrima, aunque tenía guardadas las suficientes para llenar la anticuada bañera de patas leonadas donde su madre solía regalarse un baño de espuma, excesivamente perfumado, cada dos días-. ¡Dios mío! La muerte, qué hija de puta más democrática.
Ulises nunca había oído a su padre decir palabrotas hasta entonces. Sintió flotar en el aire la tristeza, como un pájaro con el semblante serio y los ojos desgastados, cansados de luchar por la vida; y supo que las cosas no irían muy bien a partir de aquel momento.
Su padre volvió a Madrid con él y con su hermano pocos meses después del entierro. Y ya nunca fue el mismo. Dejó de quejarse, y apenas tenía apetito. Trabajaba mucho y delegaba las tareas domésticas en una chica de servicio, un poco boba y despistada, que cocinaba infatigablemente unos repugnantes purés de apio que siempre servía tibios.
El primer día de colegio que Ulises pasó en Madrid alguien le robó su estuche de colores. Incluso sabía quién había sido, pero no podía demostrarlo (todos ellos parecían comprar los útiles de escritura y pintura en la misma papelería, y de la misma marca). Él adoraba pintar, y sus lápices eran el único instrumento de su felicidad pueril y limitada.
Le resultó un hecho dramático, e injusto, y por la tarde, a la salida de clase, corrió a casa para esperar a su padre y poder darle la mala noticia.
– Búscate la vida, yo no quiero saber nada -fue la lacónica respuesta de su progenitor ante la desmesurada, espeluznante tragedia infantil.
Ulises se dio cuenta así de cuánto había cambiado su vida.
Ya no vivía, al lado de su risueña mamá, dentro de una postal suiza rebosante de lagos y montañas.
De modo que, al día siguiente, cuando los niños de la clase salieron al recreo, él se las arregló para robar todas las carteras de colores, de ceras y rotuladores, que pudo encontrar debajo de los pupitres de sus compañeros. Los llevó a su casa (vivían a sólo dos calles del colegio, en el barrio de Chamberí), volvió al recreo, y le dio tiempo a jugar un partido de fútbol -de diez minutos- mientras pensaba que, en realidad, buscarse la vida no era tan difícil como él hubiera imaginado.
QUINCE AÑOS NO TIENE MI AMOR
Le dijo Catón aun viejo maligno:
«Hombre, ya que la vejez trae
consigo tantas cosas desagradables,
no le añadas tú la afrenta de la perversidad».
PLUTARCO, Vida de Marco Catón
El Madrid del Sur es muy distinto del Norte de la ciudad. Una vez rebasada la calle Santa María de la Cabeza, pasado el sucio Manzanares -un río minusválido, siempre necesitado de la discriminación positiva, y los amargos beneficios que reporta la incapacidad, para lucir un poco de agua, de esplendor prestado gracias a la caridad o a la lástima de los gestores municipales-, cuando la Plaza Elíptica se pierde en el espejo retrovisor del autobús, el paisaje se va transformando progresivamente en más y más industrial y polvoriento de la misma manera que, cuando se dejan atrás la Plaza de Castilla y Alcobendas, la sierra madrileña va floreciendo y deleitando la vista con su vegetación mediterránea de matorrales y pinos.
El vehículo enfiló la nacional 401 e hizo un alto delante del Tanatorio del Sur. La gente que se bajaba allí nunca parecía sentirse dichosa por haber llegado hasta ese punto.
Cinco paradas después de aquélla, Ulises y Telémaco también bajaron con alguna dificultad del autobús, y se plantaron sobre el barro que rebosaba de los encharcados parterres que bordeaban la acera frente al asilo. Un edificio de ladrillo rojo y ventanas de aluminio se levantaba a pocos metros de la parada. Podía haber pasado por un colegio público o la biblioteca del barrio de no ser por el cartel de pomposas letras de metal dorado que anunciaban: «Residencia de Personas Mayores El Retiro».
Araceli los estaba esperando sentada pulcramente en el silloncito jaspeado de colores pastel de su habitación, junto a la ventana que daba a la calle. La calefacción estaba puesta en toda la residencia, y la temperatura excedía seguramente los veintidós grados, no obstante la anciana se había abrigado con una gruesa chaqueta azul de paño.
Le tendió los brazos a Telémaco, sin levantarse de su butaca.
– ¡Mi niño! -dijo con una voz acogedora y algo trémula, y los ojos se le humedecieron un poco más todavía, hasta convertirse en dos ciruelas alquitranadas llenas de lo que semejaba cierta forma obsesiva de vida latente.
Telémaco bajó de los brazos de su padre y se acercó corriendo hasta ella, pegó su cara contra las viejas piernas y llenó de babas cristalinas la falda negra de su bisabuela.
– ¡Güela, agüela!, qué tal… -sonó su chapurreo, ahogado entre risas de contento.
– ¡Qué grande que está mi niño! ¡Ha crecido por lo menos un metro esta semana! -exclamó la mujer, llena de orgullo y alborotando el pelo rubio y sedoso del chiquillo.
Ulises le dio un beso en la mejilla y le preguntó cómo estaba.
– Bien, bien, hijo, siéntate -le indicó una mecedora de loneta, próxima a la cama-. Acércala aquí, a mi lado.
Ante las muestras de entusiasmo del pequeño, Ulises comentó que Telémaco adoraba a su bisabuela.
– Me quiere mucho porque sabe que yo lo quiero mucho a él, ¿a que sí, precioso? Telémaco y yo nos parecemos bastante, todo hay que decirlo. -La anciana señora puso un beso temblón en la mejilla carmesí del niño-. Es lo que yo digo. Los viejos somos como los bebés, seres inútiles y molestos que necesitan de los demás. Por eso, o nos mostramos agradables con los que nos rodean dándoles cariño, o nadie sería capaz de aguantamos y nos abandonarían en masa en las gasolineras de las autopistas.
Como habían dejado abierta la puerta de la habitación, podían oír con claridad los murmullos de las conversaciones que tenían lugar en el pasillo, y en algunos de los dormitorios vecinos. Discusiones sobre los efectos secundarios -que solían cebarse con la vista y el intestino grueso- de algunas medicinas malignas pero absolutamente necesarias si, a cierta edad, se desea poder abrir los ojos de nuevo cada mañana; sobre la consulta de un médico del hospital universitario -del que bastantes ancianos sospechaban que era un serial-killer con cierta propensión morbosa hacia los vejestorios-, y repasos al calendario para concretar con exactitud en qué días se producirían las ansiadas visitas familiares y acomodar a ellas sus actividades diarias. «No podré ir a la clase de Internet del jueves, viene a verme mi nieto el de Zamora», o bien: «¿A quién le va a apetecer salir en un día como hoy para venir hasta aquí a ver cómo se mueren poco a poco unos mamarrachos como nosotros?».
De repente una figura llenó el dintel de la entrada. Un hombre de unos setenta años y barriga abombada, tocado con un alegre sombrero tirolés y un chaleco de fondo rojo con rombos beige.
– Buenos días nos dé Dios, a la señora Araceli y a la compañía -dijo, luciendo una ancha sonrisa que dejaba totalmente al descubierto su soberbia dentadura postiza recién estrenada.
– Buenos días -correspondió Telémaco de buen humor.
– Ah, hola, Anselmo -la mujer le lanzó un vistazo incisivo, pero rápido-. ¿No iba hoy a la masajista?
– A eso voy, sí, pero he pensado en saludarla antes.
– Bueno, pues ya me ha saludado. Adiós, Anselmo. Que le sienten bien los masajes.
– Vale, vale, veo que está usted ocupada. Luego la veré, a la hora de la merienda.
Cuando el señor se perdió de vista, pasillo adelante, Araceli puso una mueca de disgusto.
– Están convirtiendo los asilos de este país en Sodoma y Gomorra -susurró con un dulce rumor tan desquiciado como turbio.