La felicidad.
Sí, la felicidad…
Pero, ¿qué era eso de la felicidad, al fin y al cabo?
Miró otra vez a su hijo por encima de la capota del cochecito. Hacía dulces gorjeos con la lengua y soltaba una multitud enloquecida de gotas transparentes de saliva. Gritaba y reía, pataleaba, chapurreaba sinsentidos en español y alemán y miraba a su alrededor con la alegría de quien contempla el mundo por primera vez y estima todo aquello que ve. Y en su caso, así era.
Ah, qué feliz sería el pequeño Telémaco si supiera que era feliz, que diría Virgilio.
Le alborotó el pelo con la mano izquierda. El niño torció con gracia el cuello hasta que enfocó a su padre; tenía los ojos tan abiertos y coloridos como dos avellanas frescas partidas por la mitad, y obsequió a Ulises con una enorme sonrisa satisfecha y aderezada de babas.
Era un crío precioso, divertido y juguetón, nadie diría que echaba de menos a una madre.
Cuando entró de puntillas en la estancia, con el pequeño en brazos, la sesión ya hacía rato que había comenzado.
– Pues claro que eres buena persona. Y una persona afortunada -Carlota Rodríguez sonrió tranquilizadoramente en dirección a su compañero. Tenía una bonita melena pelirroja y, a pesar de las gafas, sus ojos resplandecían como el azul de metileno.
Roberto Olazábal le devolvió la sonrisa, que resultó más bien un guiño involuntario. Eso le hizo dudar un poco antes de hablar. No quería que la chica lo interpretara mal. La miró un instante más, pero la cara de ella no parecía mostrar síntomas de la menor molestia, casi podría decirse que más bien al contrario.
Bueno. Mejor.
Ulises se sentó lo más discretamente que pudo en un rincón, y puso al crío sobre sus rodillas mientras le daba un muñequito de plástico para distraerlo.
– Es que es verdad… -afirmó el hombre, esta vez en dirección a Vili-. O sea, que es que me levanto por las mañanas y me digo: «Tío, tío, tío… Eres un mamón con suerte. Tienes un montón de ventajas. Me explico. De todo el Universo, que mira que es grande, has ido a nacer en la Tierra, un planeta pequeño en las afueras de una galaxia mediana, pero que tiene atmósfera, agua fría y caliente, y tiendas de comestibles. Y de toda la Tierra has venido a caer en Europa, España, Madrid. Hummm… No está nada mal para empezar. Y luego tienes un trabajo, un trabajo estupendo. Mejor dicho, un supertrabajo dados los tiempos que corren. Y encima eres blanco, un color más que apropiado para la piel, viviendo en las circunstancias que vivimos». Eso me digo todas las mañanas, en cuanto me levanto. -Roberto se arrellanó en el sillón y se rascó detrás de una oreja. Tomó aire antes de continuar-. Porque, la verdad, sólo con que me faltara una de esas ventajas, ya la habría cagado. Por ejemplo, si no tuviera trabajo, o si fuera negro, o si viviera en Uganda… No tenéis más que eliminar una de mis ventajas, y yo estada hecho polvo. Pero son ventajas porque están todas juntas, ¿o no?
Vili asintió cansinamente.
– Sí, siií… -murmuró.
Le tocó el turno a Chantal Porcel. Tenía cincuenta y cuatro años, y vivía con su madre. Cuando, en cierta ocasión, alguien le preguntó a su ex marido por las causas de su divorcio, él respondió refiriéndose a su suegra con las mismas palabras que en su día dijera Lady Di por televisión, conmocionando al mundo: «Éramos tres en nuestro matrimonio, y eso es mucha gente».
– Pues… -Se rebulló nerviosa en su asiento. Casi nunca sabía qué decir cuando llegaba su turno. Detestaba hablar en público. Sin embargo, era bastante parlanchina por teléfono. Y, a veces, tenía esos arranques de desvergüenza que, de cuando en cuando, se permiten los tímidos-. Yo siento pánico siempre que tengo que subirme a un avión. Rezo al poner el pie en la escalerilla. Le pido a Dios que, si tenemos un accidente aéreo, consiga que mi cadáver quede tan carbonizado que nadie pueda darse cuenta de que no he tenido tiempo de depilarme antes de subir.
Vili enarcó las cejas y rió mientras estiraba las piernas y luego cruzaba el tobillo izquierdo sobre el derecho, repantigado en su cómodo sillón de cuero rojo.
– ¿Y esto… qué tiene que ver esto con lo que venimos hablando? -inquirió Jacobo Ayala, moviendo la cabeza desconcertado.
Chantal bajó los ojos hacia el suelo, simulando buscar algo con un gesto entre azorado y miope.
– Nada, supongo -confesó-. Pero quería que lo supierais… por si sirve de algo.
Irma Salado, al igual que Chantal, también estaba divorciada, aunque sólo tenía treinta y un años y, además, últimamente había empezado a salir con un buen chico griego.
– Para sobrevivir -dijo enhebrándose en los dedos unos mechones de pelo rubio platino-, yo lo relativizo todo, ¿sabéis? Ése es el secreto: la Relatividad. Y si no, preguntádselo a Einstein. Me digo, por ejemplo: «Vale, no eres rubia natural, pero al menos puedes teñirte, y aunque los tintes no sean tan buenos como prometen, por lo menos tienes pelo». -Miró a sus compañeros uno por uno, buscando gestos de aprobación-. Y, vale, sí, está bien, confieso que no tengo un trabajo tan maravilloso como el de Roberto, pero al menos tengo un trabajo que, aunque en cuestión de trabajo no sea excesivamente lucido y cómodo, por lo menos me permite pagar las facturas. Vale, no soy alta, pero me puedo poner tacones, ¿sí?, y aunque me he hecho tres esguinces con la mierda de los tacones, eso quiere decir que tengo piernas que, antes de usar tacones a diario, estaban tan absolutamente sanas que ni siquiera tenían esguinces naturales. -Tomó aire, hinchando el pecho con orgullo antes de continuar-. Bueno, no tengo dinero, cierto. Pero tengo bolsillos que lo esperan, lo que quiere decir que llevo una chaqueta, y que he podido comprármela aunque tenga los bolsillos vacíos. Sí, de acuerdo, no llevo una vida emocionante porque lo más emocionante que yo hago cada día es ver los telediarios. Es verdad que mi vida no es muy excitante, pero al menos tengo una vida, lo que quiere decir que estoy viva, cosa nada desdeñable dado que, si no fuese así, no podría quejarme de nada en absoluto -se encogió de hombros, e hizo una larga pausa que rellenó con un suspiro inquietante-… porque estaría muerta. ¿Estáis, o no estáis de acuerdo?
– ¿No estaremos llevando este asunto un poco lejos? -Jacobo Ayala, que era ciego de nacimiento, movió la cabeza reprobadoramente de nuevo. A un lado y a otro.
Ulises acarició a su hijo, para mantenerlo callado. Luego se tocó la oreja de forma mecánica. Siempre que hablaba Jacobo, él parecía detectar en su voz el mismo tonillo de los Bee Gees, que le zumbaba dentro del oído hasta hacerle cosquillas. Claro que, por lo menos, los Bee Gees cantaban. O tarareaban de manera agradable. No era el caso del invidente.
Más tarde observó a Irma con detenimiento. Se fijó en sus rosados dedos, propios de una dama protagonista de alguna balada bárdica. Tenía las manos pequeñas, que movía nerviosamente. Desde el punto de vista del Arte Puro, Irma no era ni bonita ni fea, pero tenía su propio estilo y una peculiar manera de ver las cosas, y eso, por sí solo, ya era algo. Algo muy importante.
Hacía unas semanas, Ulises se había interesado por ella, preguntándole por su trabajo en una guardería. «No está mal -dijo la joven, lanzándole una mirada recelosa a Telémaco-, aunque por lo general los críos suelen comportarse todo el tiempo como auténticos cabrones.»
Sus pechos subieron y bajaron mientras pronunciaba aquellas palabras, agitados bajo el suéter de hilo negro ceñido, prometiendo algún tipo de pérfida gratificación poco propicia al análisis y que, en cierta forma, avivaba el placer de contemplarlos.
Un busto femenino agitado, expectante, era por sí mismo muy capaz de orientar el juicio de Ulises de manera instantánea, y no siempre en la dirección más provechosa posible. El de Irma lo hizo, y él la miró de nuevo ahora con creciente interés.