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– ¿Y no le contaste la verdad? Quiero decir, que eras tú la que se mandaba todas esas cartas y susurros y todo eso.

– No. Llamé al taxi, cogí mi maleta y bajé al portal. Él se quedó en casa sentado frente a la tele. Con la tele apagada.

– Oh, Jana.

– Vuelve mañana. Tiene que pasar a recoger sus cosas.

– Dile la verdad, cuéntaselo todo.

– Sí. Eso debería hacer, ¿a que sí?

LA OBLIGACIÓN

Cuando llegan al aeropuerto de Barajas, Penélope coge la prensa del día que había metido desordenadamente en ese hueco del asiento delantero donde alguien sitúa siempre las instrucciones para casos de urgencia. Extraiga el paracaídas de debajo de su asiento y no lo abra sin habérselo puesto previamente. No salga por las puertas de emergencia si están bloqueadas. Asegúrese de que tiene el cinturón abrochado y el respaldo de su asiento en posición vertical antes de saltar al vacío. No moleste a las azafatas si nota síntomas de infarto: ellas no pueden hacer nada por usted, pero se pondrán más nerviosas todavía. Cuando el avión explote, colóquese sobre la boca la mascarilla con mucho cuidado. Si no dispone de oxígeno, no respire, por favor.

Con tanta charla no le ha dado tiempo de echar un vistazo a los periódicos. Lo hará cuando llegue a casa. Quizás hablen de su éxito parisino en las secciones de Cultura y Espectáculos.

Aún no sabe que lo que leerá no le va a gustar nada.

El chofer de la empresa va a buscarlas. El cielo está turbio, como un gigantesco caramelo de café a medio chupar que hubiera rodado por el barro, y llovizna insistentemente, aunque con menos ímpetu que en días anteriores. Jana le dice al hombre su dirección y la dejan a ella primero. Media hora más tarde, Penélope abre la puerta de su casa. Huele a pulimento para la madera, seguramente la chica de servicio debe haberse ido hace muy poco.

Después de ducharse y cambiarse de ropa, de recordar sus desfiles (el glamour, los flases de las cámaras, las flores al finalizar los desfiles), saca de la nevera una ensalada de pasta fría que le ha dejado la asistenta, se sirve una copa de vino blanco alsaciano y se encamina hacia el sofá de su despacho. Esta tarde no irá al taller, ni a la oficina, y, de todas formas, tiene trabajo en casa.

Mientras picotea con un tenedor la comida, ojea por fin los periódicos. La noticia viene destacada en todos ellos, en el apartado de Sucesos.

Marca el número de teléfono de la casa de sus padres. Le tiemblan las manos, pero puede controlarlas después de unos segundos. No contesta nadie. ¿Cómo estará Vili? Es el único padre que ella ha conocido y, aunque no sea su padre biológico, ese detalle jamás le ha importado. Pide un taxi, busca en el vestidor una gabardina y se dispone a esperar la llegada del coche.

Le abre la puerta la nueva criada, flaca y de mediana edad. Tiene aspecto de tristeza general, como si se hubiese dado por vencida respecto a algo después de mucho intentarlo, y da la impresión de que, en algún momento de su vida, la cabeza se le quedó atascada cuando trataba de hacerla pasar a través de una especie de tubo que le ha dejado impreso en la cara un aire entre aplastado y estirado. Mirarla da un poco de lástima, y Penélope desea que su madre no se dedique a torturarla persiguiéndola por la casa con un puñado de pelos entre las manos, de ésos que obstruyen el desagüe de la bañera.

– Hola, Roberta, ¿está mamá?

– La señora ha salido con sus amigas.

– ¿Y mi padre?

– Está en su habitación, pero… -titubea y se frota las manos en la falda, a la altura de las caderas.

– He venido a verlo.

– Me ha dicho que no quiere que nadie le moleste. Él no… Los periodistas, y toda esa gente que llama y que…

– Yo no soy nadie. Por lo menos no ese tipo de nadie.

– Bueno. Pase.

– No le avises, yo lo buscaré.

Penélope se quita la gabardina y se la entrega a la mujer. Recorre el vestíbulo y el pasillo a grandes zancadas, atraviesa la biblioteca y la salita de estar, pasa al lado de su antiguo dormitorio sin siquiera reparar en él.

Cuando está frente al despacho de Vili, llama con los nudillos suavemente, apoyándose en el dintel de la puerta, y trata de oír algún ruido proveniente del interior.

– Roberta, ¡déjeme en paz! ¿No le he dicho que no quiero que me importunen? -Se oye la voz disgustada de Vili.

– Soy yo, Penélope.

Una especie de zumbido. El entrechocar de cristales. Los pasos lentos y vacilantes de Vili sobre la crujiente madera del piso.

– Francamente, cariño… -dice Vili cuando abre por fin la puerta, antes de abrazarla tan intensamente como si, en realidad, se estuviese derrumbando sobre ella.

Valentina se levanta del sillón cuando entra su hija, la besa en las mejillas y exclama: «¡Vaya sorpresa, nenita!». Su voz suena como un débil gruñido de desaliento.

Eufrosina, Aglae y Talía, sus amigas, miran a Penélope tan fijamente que ella teme que a partir de ahora conseguirán llevarla escondida en las retinas hasta el fin de sus vidas, que se quedará en los ojos de aquellas tres mujeres, grabada de algún modo. Sus músculos y huesos y cartílagos, todos allí dentro, reducidos.

Inexplicablemente, se siente molesta, igual que si acabaran de robarle algo muy íntimo. Pero está acostumbrada a las miradas penetrantes, a todo tipo de miradas. Envidiosas, lujuriosas, asesinas, complacientes. Una mirada no puede hacer daño aunque quiera, y ella lo sabe; las miradas son sólo ojos enfocando hacia alguna parte, buscando y restregándose contra las cosas con ayuda de la luz.

Las saluda y compone una sonrisa amable y seductora, aniñada. Hay que saber estar en cualquiera que sea el sitio. Tener una conducta ordenada, discreta y previsora. Además, que ella sepa, un poco de elegancia jamás le ha hecho mal a nadie.

«Viejas arpías», piensa mientras las besa una por una procurando no rozar sus labios con los pómulos excesivamente maquillados de las señoras, fríos, un poco húmedos y tan finos como el papel de seda, se diría que a punto de quebrarse y dejar al descubierto algo más íntimo y terrible que la simple carne viva debajo de la piel madura.

Las conoce desde niña. Las ha visto endurecerse y envejecer con una leve desesperación ribeteada de incredulidad y resentimiento que, a menudo, las vuelve patéticas, puede que hasta malvadas. Y en otras ocasiones, encantadoras, para qué negarlo.

No sabe si les tiene aprecio o si las aborrece. Es curioso, piensa, cómo a veces no estamos seguros de qué sentimos hacia ciertas personas. Ni siquiera de si sentimos algo.

– ¡Oh! Valentina, es tu hija, la modelo. ¡Cuánto tiempo hace que no te vemos, niña! Estás siempre tan ocupada. ¡Qué guapa estás… estás increíble! Y parece que tienes más pecho que antes. ¿Una talla más, o dos? Me pregunto por qué las chicas de hoy en día tenéis esa obsesión con las tetas. Cuanto más grandes, más se caen luego. Hasta el punto que tienes que tener cuidado al andar para no pisártelas, oye lo que te digo.

– No, éstas no se caen. La silicona es dura como una piedra de molino. Y no es modelo, es diseñadora de modas -susurra Aglae, inclinándose sobre Eufrosina, que acaba de hablar-. Pero parece una modelo. Fíjate, es tan guapa. Te vemos en todas las revistas, Peny, cariño.

– No llevo silicona. Mi pecho aumentó con el embarazo y… -dice Penélope.

– Ah, bueno. El niño, claro. En fin… Pero ya tiene dos añitos, o algo así, ¿no?

– No es eso, me refiero a que me gustó cómo me quedaba. -Penélope sonríe seductoramente-. Y, para seros sincera, uso sujetadores de aumento desde entonces.

– Siéntate con nosotras, le pediré a la muchacha que te traiga algo de beber -Talía, la dueña de la casa, le indica un pequeño diván al lado de la chimenea.

– Por mí podéis seguir con vuestra conversación, sólo he venido para estar con mi madre un rato y acompañarla luego. Claro que si molesto… -Penélope se acomoda en su asiento

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